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El Cristo clonado I - A su imagen (James BeauSegneur) [Entrega 7 de 57]

Cuando se levantaron para salir hacia el aeropuerto, María retiró los platos y la cubertería, estirándose sobre la amplia mesa para alcanzar la taza y el platillo de Goodman. Mientras regresaba a la cocina, se atusó el delantal y de un tironcito se ajustó el vestido de embarazada.


5

CHRISTOPHER

Doce años después. Los Ángeles, California

—¿Falta mucho? —preguntó Hope Hawthorne a su padre mientras bajaban por la rampa de la salida I-605 en el norte de Los Ángeles.

—No, cielo, sólo unos kilómetros más —contestó Decker.

Hope encendió la radio a tiempo de escuchar al locutor, que informaba sobre la temperatura ambiente: «La temperatura es de veinticinco grados, otro bonito día en el sur de California».

—¡Veinticinco grados! Pero ¿qué es esto? ¿El paraíso o qué? Hacía tres grados cuando hemos salido de D.C. —comentó Decker mientras Hope intentaba sintonizar algo de música.

Esa misma mañana habían volado desde Washington, D.C., para visitar al profesor Harry Goodman, que estaba a punto de hacer público un importantísimo avance que podría convertirse en cura para varios tipos de cáncer. El descubrimiento era el resultado de la investigación con las células C (así había bautizado Goodman a las células de la Sábana) y, de acuerdo con lo pactado doce años atrás, Decker tendría acceso a la exclusiva dos semanas antes del anuncio oficial y la conferencia de prensa. Hasta ahora la investigación no había resultado tan fructífera como Goodman esperaba.

Decker sólo había visto a Goodman una vez después de la primera discusión sobre el origen de las células. Había sido en verano, cuatro años antes; Goodman había creído estar a punto de desarrollar una vacuna contra el sida, pero todo acabó en agua de borrajas. Lo más humillante fue que Goodman detectó el fallo en la investigación dos días después de que el artículo de Decker hubiese llegado a los quioscos. El trabajo de Goodman y el periódico de Decker quedaron en entredicho a los pocos días de haber captado la atención de medio país.

Decker giró por la estrecha calle y condujo el coche de alquiler hasta delante de la casa. La señora Goodman les recibió en la entrada. Decker volvió a presentarse educadamente a la mujer que había conocido cuatro años antes y que ahora les sonreía con cariño.

—Le recuerdo, sí —dijo animada—. Y ésta debe de ser Hope —dijo mientras daba un paso adelante y estrechaba a Hope en un abrazo maternal—. Harry me comentó que venía su hija. ¡Qué niña más mona! ¿Cuántos años tienes, cariño?

—Trece —contestó Hope.

—Vamos a mezclar placer y negocios —dijo Decker—. Esta tarde seguiremos viaje hasta San Francisco, allí pasaremos unos días en casa de mi cuñada. Elizabeth y nuestra otra hija, Louisa, llevan allí tres días.

—Sí, pero yo he tenido que quedarme en Washington para hacer un examen de mates —agregó Hope.

—Esto del periodismo es impredecible y como no había manera de que salieran las vacaciones como las planeábamos, ahora intentamos cogernos unos días siempre que podemos. Eso significa que en ocasiones las niñas tienen que perder unos días de colegio —explicó Decker.

La señora Goodman miró a Decker con desconcierto y desaprobación.

—¿La niña va al colegio en Washington? Pensaba que vivían en Tennessee. ¿Está seguro de que un internado es lo mejor para una chica de la edad de Hope? Y más tan lejos de...

—Hope no está en ningún internado —interrumpió Decker—. Nos mudamos a Washington hace un par de años, cuando vendí el periódico de Knoxville y empecé a trabajar en la revista News World.

—Ah, discúlpeme, por favor. No lo sabía. Verá, es que... Bueno, mis padres me mandaron a un internado a los doce años y lo odiaba. No importa —dijo cambiando de tema y dirigiéndose de nuevo a Hope—: Me alegro de que hayas podido venir, cariño. Harry está en el patio de atrás jugando con Christopher. Seguro que no les ha oído llegar. Me temo que el profesor ya no tiene el oído de antes. Le diré que están aquí.

Decker y Hope aguardaron mientras la señora Goodman avisaba a su marido.

—Ya viene, señor Hawthorne —dijo antes de excusarse y entrar en la cocina.

Un momento después apareció el profesor Goodman.

—¿Qué tal, Decker? ¿Cómo va todo? —dijo, y sin esperar a que le contestara, añadió—: Veo que te has echado unos kilitos y que has perdido más pelo.

Decker se encogió ligeramente ante la constatación de un hecho que al parecer resultaba evidente para todos menos para él mismo.

—Y tú debes de ser Hope —dijo el profesor volviéndose hacia ella—. Seguro que te apetece conocer a mi sobrino nieto, Christopher.

Goodman se giró hacia la puerta trasera, donde un niño miraba hacia el interior con la nariz pegada a la rejilla.

—Christopher, ven a conocer al señor Hawthorne y a su hija Hope.

Decker nunca había visto a Goodman tan animado y de tan buen humor.

—Es un placer conocerle, señor Hawthorne —dijo Christopher mientras entraba y le tendía la mano derecha.

—También es un placer conocerte —contestó Decker—, pero lo cierto es que ya nos conocimos hace cuatro años, cuando tenías siete. Has crecido mucho desde entonces.

Martha Goodman surgió de la cocina con una fuente a rebosar de galletas con trocitos de chocolate.

—¡Qué bien! ¡Me encantan con chocolate! —dijo el profesor Goodman.

—No son para ti —le regañó Martha—. Son para los chicos. Hope, ¿qué te parece si salimos al patio trasero con Christopher y tomamos unas galletas y un vaso de leche?

A Hope no le gustaba que la trataran como a una niña, pero lo de las galletas con chocolate era otra cosa, así que asintió con la cabeza y acompañó a Christopher y a la señora Goodman al patio trasero.

Decker y Goodman se acomodaron dispuestos a conversar largo y tendido.

—Profesor, tiene usted un aspecto fabuloso —empezó Decker—. Lo juro. Parece haber rejuvenecido diez años desde la última vez que le vi.

—Me encuentro fenomenal —contestó Goodman—. He perdido once kilos. Tengo la tensión baja. Incluso mi intestino es regular la mayor parte de las veces —añadió con una risita.

—Sí, pero aparte de eso —dijo Decker—. Parece, bueno, casi exultante. ¿Qué ocurre?

Goodman lanzó una mirada a la puerta trasera. Christopher estaba allí de pie, ante la puerta de rejilla entreabierta, observando cómo Hope y la señora Goodman inspeccionaban unas flores. Una vez estuvo seguro de que no le echarían de menos, Christopher echó una carrera hasta su tío abuelo. Del bolsillo de la camisa sacó dos galletas con trocitos de chocolate. Goodman cogió las galletas y aceptó el abrazo que las acompañó. Christopher se llevó el dedo índice a los labios para establecer un pacto de silencio; se acercó a Decker y volvió a echar mano al bolsillo de la camisa. Al hacerlo, advirtió el resultado que el abrazo había tenido en las dos galletas restantes. Miró las migajas de galleta deshecha y se las ofreció a Decker con un gesto de disculpa. Decker aceptó con una sonrisa cuando Christopher le hizo la misma señal de pacto de silencio y salió corriendo por la puerta de atrás antes de que le echaran de menos.

—¿Que qué ocurre? —dijo Goodman, retomando la última pregunta de Decker—. Eso es lo que ocurre.

Goodman señaló con la cabeza hacia la puerta por la que acababa de salir Christopher.

—Parecerá que he rejuvenecido diez años, pero yo me siento como si tuviera cuarenta otra vez.

En su última visita a Goodman, Decker se había enterado de que los padres de Christopher habían muerto en un accidente de coche. Su pariente más cercano era su abuelo, el hermano de Goodman, pero su delicado estado de salud le había impedido hacerse cargo del niño. Ése había sido el motivo de que Christopher se fuera a vivir con Harry y Martha.

—Al principio pensé que éramos demasiado mayores para hacernos cargo de un niño, pero Martha insistió —continuó Goodman—. Nunca hemos tenido hijos propios, ya lo sabes. Christopher ha sido lo mejor que nos ha pasado jamás. Pero, yo tenía razón, somos demasiado viejos. Así que hemos rejuvenecido.

Decker sonrió.

—Pero, bueno, vayamos a lo nuestro —dijo Goodman—. Esta vez creo que tengo algo bueno de verdad. Espera, voy a coger mis anotaciones.

Goodman salió de la habitación un momento y regresó con tres cuadernos a punto de estallar. Dos horas después, Decker tenía claro que Goodman estaba en lo cierto. Había desarrollado una vacuna para tratar muchos de los virus causantes del cáncer, como el del sarcoma de Rous y el Epstein-Barr. Era necesario realizar más estudios para determinar si el proceso de desarrollo de la vacuna era universal, y tendrían que probarse en humanos, pero todas las pruebas realizadas hasta la fecha habían dado unos resultados notables, con una efectividad de hasta el noventa y tres por ciento en animales de laboratorio.

—Entonces, lo que ha hecho ha sido cultivar células C a gran escala para luego introducir el virus cancerígeno in vitro —dijo Decker—. En esas condiciones, el virus ataca las células C y éstas generan anticuerpos que contrarrestan y, finalmente, eliminan, el virus.

—En resumen sí, así es —concluyó Goodman—. Y si el proceso de desarrollo de la vacuna funciona, es probable que sirva contra cualquier otro virus, incluido el causante del sida o el de un resfriado común. Es verdad que éstos presentarán mayor resistencia debido a las numerosas mutaciones del virus del sida y a las variedades diferentes de virus del resfriado.

—¡Es extraordinario! Creo que le puedo garantizar una noticia de trascendencia mundial. Me extrañaría que mi editor no exhibiese su foto en la portada de la edición de la semana que viene. En cuanto a las células C, ¿mantenemos la misma versión sobre su origen que hasta ahora?

—No hay razón para cambiarla, que yo sepa. Diré que he desarrollado las células C por ingeniería genética y que no puedo dar más explicaciones sin desvelar el proceso.

—Perfecto —respondió Decker—. Me gustaría dedicar un poco más de tiempo a examinar sus notas, pero le he prometido a Elizabeth que no llegaríamos tarde.

—Está todo previsto —interrumpió Goodman—. Ya tengo las copias preparadas. Tan sólo asegúrate de guardarlas bajo llave y no dejes de llamar si te surge alguna duda.

Goodman recogió sus papeles, y la conversación pronto derivó en una charla amena y distendida. Decker le contó a Goodman que, después de pasar unos días con la hermana de Elizabeth, tenía un viaje a Israel de seis semanas, con objeto de relevar al corresponsal del News World que en este momento cubría las últimas protestas palestinas.

—Por cierto, ¿recuerda al doctor Rosen? Participó en la expedición de Turín —preguntó Decker.

—¿Joshua Rosen? —preguntó Goodman—. Por supuesto. Creo recordar haber leído algo sobre él en algún sitio hace un par de años.

—Sería en el artículo que publiqué en News World —apuntó Decker—. Le envié una copia.

—Sí, ahora lo recuerdo. Al parecer, abandonaba Estados Unidos y regresaba a Israel después de que su programa quedara excluido del presupuesto de Defensa.

—Así es. Pues bien, sigue allí. Al final le concedieron la nacionalidad. Me alojaré en su casa un par de días.

—Es verdad, lo había olvidado. Quería la nacionalidad israelí pero le rechazaban —dijo Goodman haciendo memoria.

En ese instante, Martha Goodman, Hope y Christopher entraron por la puerta principal de regreso de un largo paseo.

—¿Se quedan a cenar? —preguntó la señora Goodman dirigiéndose a Decker.

—No podemos, lo siento de veras —contestó Decker.

—¿Seguro? Estoy segura de que a Christopher le encantaría disfrutar un rato más de la compañía de Hope.

—Gracias, pero Elizabeth y Louisa nos esperan —explicó Decker.

Al rato se despidieron y Decker y Hope se pusieron en camino.

* * *

Según fueron dejando kilómetros atrás, el paisaje que atravesaba la autovía se fue haciendo más y más monótono, circunstancia que Hope aprovechó para contarle a su padre el rato que había pasado con Christopher y Martha Goodman.

—Lo hemos pasado fenomenal —dijo—. Es un chico fantástico, de verdad. Qué pena que vaya a cumplir trece en un par de años.

—¿Y eso por qué? —preguntó Decker.

—Pues porque los chicos de trece son odiosos —contestó ella.

—¿Odiosos? —dijo Decker—. Creía que ese adjetivo se lo reservabas a tu hermana pequeña.

Hope no contestó, pero el comentario de su padre le recordó algo.

—La señora Goodman dice que es muy duro para Christopher no tener hermanos ni hermanas con los que jugar, y además no hay nadie de su edad en el barrio. Dice que ella y el profesor Goodman también son hijos únicos y que yo tengo mucha suerte de tener una hermana pequeña. Le he dicho que no opinaba lo mismo y que, bueno, que si estáis de acuerdo tú y mamá, pues le he dicho que puede quedarse con Louisa para que le haga compañía a Christopher.

Decker puso los ojos en blanco.

—Muy graciosa.

—Sí, la señora Goodman también ha pensado que no te haría gracia.

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