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Tarántula (Thierry Jonquet) ...Recuerda. Era una noche de verano... [Entrega 9]

...Recuerda. Era una noche de verano. Hacía un calor espantoso, húmedo, insoportablemente pesado. Se acercaba una tormenta que no acababa de estallar. Montaste en la moto para lanzarte a correr en la oscuridad. El aire de la noche, pensabas, me sentará bien.
Conducías deprisa. El viento te hinchaba la camisa y te levantaba los faldones, haciéndolos restallar. Los insectos se estrellaban contra tu cara y tus gafas, pero ya no tenías calor.

Pasó un buen rato antes de que te alarmara la presencia de aquellos dos faros blancos que penetraban las tinieblas siguiendo tu estela. Unos ojos eléctricos inexorablemente clavados en ti. Preocupado, aceleraste al máximo el motor de la 125, pero el coche que te seguía era potente y no tuvo ninguna dificultad en mantenerse pegado a ti.

Zigzagueabas por el bosque, al principio inquieto, luego cada vez más asustado ante la insistencia de aquella mirada que no se apartaba de ti. A través del retrovisor, viste que el conductor viajaba solo. No parecía querer acercarse.

Finalmente, la tormenta estalló. Empezó con una lluvia fina que al poco se convirtió en aguacero. Después de cada curva, el coche aparecía de nuevo. Empapado, te estremeciste. El indicador de la gasolina de la 125 comenzó a parpadear peligrosamente. Sólo quedaba combustible para unos cuantos kilómetros. De tanto dar vueltas y más vueltas por el bosque, te habías perdido. Ya no sabías qué dirección tomar para ir al pueblo más cercano.

La calzada estaba resbaladiza, así que redujiste la velocidad. Súbitamente, el coche se acercó, se situó a tu altura e intentó arrinconarte hacia el arcén.

Frenaste y la moto dio un giro de ciento ochenta grados. Mientras acelerabas para alejarte en dirección contraria, oíste el chirrido de sus frenos: él también había maniobrado y continuaba siguiéndote. Era noche cerrada y la tromba de agua que caía del cielo te impedía distinguir la carretera que se extendía ante ti.

De repente, dirigiste la rueda delantera hacia un talud, confiando en atajar a través de la maleza, pero el barro te hizo derrapar. La 125 cayó al suelo y el motor se caló. Levantaste la moto con gran esfuerzo.

Sentado de nuevo en el sillín, accionaste el contacto, pero ya no quedaba gasolina. Una potente linterna iluminó la maleza.

El haz de luz te sorprendió cuando corrías a esconderte tras el tronco de un árbol. Deslizaste la mano en la caña de tu bota derecha y palpaste la hoja de la daga, ese puñal de la Wehrmacht que siempre llevabas contigo.

Sí, el coche también se había detenido, y se te encogió el estómago al ver aquella figura maciza que empuñaba una escopeta. El cañón apuntaba hacia ti. La detonación se confundió con los truenos. La linterna, que estaba sobre el techo del vehículo, se apagó.

Corriste sin parar. Al apartar las ramas para abrirte paso, las manos se te cubrieron de arañazos. De vez en cuando, la linterna volvía a encenderse, un destello de luz surgía de nuevo a tu espalda, iluminando tu huida. El corazón te latía tan fuerte que no oías nada más; tus botas habían quedado cubiertas de una costra de barro que dificultaba tu carrera. Tu mano se cerraba con fuerza en torno al puñal.

¿Cuánto tiempo duró la persecución? Jadeando, avanzabas en la oscuridad, salvando los troncos caídos. Tropezaste con una raíz y caíste sobre el suelo mojado.

Tendido en el fango, oíste aquel grito, más bien un bufido. De un salto, él te pisó la muñeca, aplastándote la mano con el tacón de la bota. Soltaste el arma. Después se lanzó sobre ti. Primero te sujetó por los hombros, luego te tapó la boca con una mano y con la otra te apretó el cuello mientras te golpeaba los riñones con la rodilla. Intentaste morderle la palma de la mano, pero tus dientes sólo encontraron un puñado de tierra.

Te tenía agarrado por detrás. Permanecisteis así, pegados el uno al otro, en la oscuridad... La lluvia amainó.

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