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Tarántula (Thierry Jonquet). Richard y Ève se acercaron de nuevo al mostrador... [Entrega 7]

Richard y Ève se acercaron de nuevo al mostrador de recepción para intercambiar unas palabras con la empleada. Luego, Ève le hizo una seña al chófer, que leía el periódico deportivo L’Équipe apoyado en el Mercedes. La pareja se acomodó en el asiento trasero y el coche tomó la carretera que llevaba a la autopista para dirigirse a la región parisiense y regresar a la villa de Le Vésinet.
Richard había encerrado a Ève en sus aposentos, en el piso de arriba, y había concedido el día libre al servicio. Se relajó en el salón y picoteó de los platos fríos que Line había preparado antes de marcharse. Eran casi las cinco de la tarde cuando se sentó al volante del Mercedes y se encaminó a París.

Aparcó cerca de la plaza de la Concorde y entró en un edificio de la calle Godot-de-Mauroy. Con el manojo de llaves en la mano, subió tres pisos a paso rápido. Abrió la puerta de un amplio estudio. En el centro de la estancia destacaba una gran cama redonda, cubierta con sábanas de satén malva, y unos grabados eróticos decoraban las paredes.

Sobre la mesita de noche había un teléfono con contestador automático. Richard puso en marcha la cinta y escuchó los mensajes. Habían dejado tres durante los dos últimos días. Voces roncas, jadeantes, voces de hombre que dejaban mensajes destinados a Ève. Anotó las horas de las citas propuestas. Salió del estudio, bajó rápidamente a la calle y montó en el coche. De regreso en Le Vésinet, se acercó al interfono y, con voz melosa, llamó a la joven.

—Ève, ¿me oyes? Tres para esta noche.

Subió al primer piso.

La encontró en la salita, pintando una acuarela. Se trataba de un paisaje sereno, idílico, un claro de bosque inundado de luz, y en el centro del cuadro, dibujado con carboncillo, el rostro de Viviane. Richard soltó una carcajada, cogió un frasco de esmalte de uñas del tocador y arrojó el contenido sobre la acuarela.

—¿Es que no piensas cambiar nunca? —susurró.

Ève se había levantado y guardaba metódicamente los pinceles, las pinturas, el caballete. Richard la atrajo hacia sí hasta que sus rostros quedaron prácticamente pegados y murmuró:

—Te agradezco sinceramente la docilidad con que te pliegas a mis deseos.

Los rasgos de Ève se crisparon y de su garganta brotó un largo gemido, sordo y grave. Un brillo de cólera apareció en su mirada.

—¡Suéltame, macarra de mierda!

—¡Vaya! Tiene gracia..., sí... Cuando te rebelas estás encantadora, de verdad.

Ella se había zafado de su abrazo. Se retocó la melena y se recompuso la ropa.

—¿Esta noche? —dijo—. ¿Es eso lo que de verdad quieres? Muy bien, ¿cuándo nos vamos?

—Ahora mismo.

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