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"Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea" (Philipp Blom). Ilustrados sin panteón

(Elvira Huelbes - cuartopoder.es)
Del Siglo de las Luces que el tiempo va apagando por obra de la barbarie desbocada que nos somete día a día quedan los ecos de nombres como los de Rousseau y Voltaire, los salones recargados de damas extremadamente inteligentes cuyos nombres ya no se repiten y alguna condena a librepensadores impuesta por el despotismo, ilustrado o no, de los reyes.

Pelucas empolvadas y vestidos de seda, música de clavicémbalo y jardines versallescos, escarpines delicados y comilonas regadas con buen vino de Burdeos y amenizadas con discusiones estimulantes sobre si hay Dios, si la humanidad podrá un día liberarse de la tiranía o si la libertad de sus actos hace a los hombres valiosos aunque los condene a la soledad más estremecedora. Después de lo aprendido en el bachillerato, o como demonios venga a llamarse esa etapa de la vida escolar hoy día, la verdad es que de los ilustrados no se acuerda casi nadie. Por eso es notable el libro del hamburgués Philipp Blom, historiador mediático, de quien Anagrama ha publicado varios libros, entre ellos, éste que se titula Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la Ilustración europea (2012).

Un trabajo muy documentado, aunque ameno, porque su autor no se empeña en dejar constancia de lo bien que se lo ha aprendido todo. En realidad, la intención de Blom se adivina enseguida, es la de subrayar la importancia de los ilustrados que menos concomitaron con el poder y cuya lealtad a sus propias ideas, su pensamiento radical, puso en peligro sus vidas o los empujó al exilio. El XVIII fue un siglo de mucha actividad de la Inquisición, no hay que olvidarlo, y en Francia, aún no había inventado el doctor Guillotin su artilugio limpio y eficaz, de modo que a los ateos se les cortaba las manos, horadaba la lengua al hierro y se los quemaba vivos en la purificadora hoguera, como le pasó a un notable parisino a quien sus influencias no libraron de la brutal muerte ejemplar.

Blom no disimula su admiración por Diderot y también por otros dos de los más apartados del camino más conveniente, como el barón D’ Holbach, en cuya casa, apodada La Boulangérie, se escenificaban las mejores discusiones, y las grandes comilonas que tanto mal hacían al pobre sistema digestivo de Denis Diderot. El otro destacado por el autor es Helvetius, íntimo de los antes mencionados y cuyas ideas publicadas en Del espíritu le apartaron a la fuerza de la vida pública.

Blom entra cuidadosamente en la urdimbre discursiva de estos philosophes, pero no deja afuera sus vidas más o menos privadas ya que determinados gestos influyeron en el devenir de sus ideas. Así, puede decirse que el embrollo central que aparta a Rousseau de la senda de los peligrosos es su enfado con el amigo íntimo Diderot, a cuenta de sus divergencias.

Por una parte, el complejo de inferioridad de Jean Jacques, que apenas sabía latín y nada de griego y se sentía torpe ante los sabios contertulios, por otra, la vital importancia que Diderot concedía a la volupté, al deseo, a la sexualidad, frente al sentimiento de culpa de Rousseau, del que escribió en sus Confesiones, y que le ataba a cierta idea de Dios.

Para él, los humanos son demasiado ignorantes y requieren de un legislador que les meta en cintura. Casi un dictador: “Si hubiera un pueblo de dioses se gobernaría democráticamente. Una forma de gobierno tan perfecta no está hecha para los hombres”, dejó dicho.

El libro es un enjundioso y entretenido recuento que recrea muy certeramente el clima que hizo de París un punto de citas de las cabezas más interesantes de la época, sobre todo, los veinte años que van de 1759 a 1779, cuando ingleses y norteamericanos acudían a los salones de Louise D’ Epinay –de la que se tendría que poder leer su novela Historia de la señora de Montbrillant- y, sobre todo, de D’ Holbach. David Hume, Adam Smith, Laurence Sterne –cuyo Tristam Shandy encantaba a Diderot-, Benjamin Franklin, quien trató de hacerse con los favores de Sophie Vollant, amiga y amante de Diderot, sin éxito. Y tantos más.

Aunque me dé pena desperdiciar tantas notas que he tomado, creo que debo dejarlo aquí. El autor termina su libro con una reflexión melancólica sobre cómo el siglo XIX, puritano e hipócrita como pocos, ocultó la gracia y la valentía de estos philosophes de La Boulangérie. Cómo Diderot, acabó perdiendo amigos, que se distanciaban buscando puestos de prestigio, cada vez más solo y más cercano a Séneca, de quien gustaba decir que se sentía su alter ego, cómo en un ejemplo escueto de quién triunfó y quién fracasó para la posteridad, los huesos de Voltaire y de Rousseau están en el Panteón mientras que los de Diderot yacen confundidos con otros en un osario anónimo.

Y, sobre todo, cómo la ilustración deísta de Voltaire y Rousseau nos ha conducido, como afirma Blom, “hacia un mundo dominado por el avance imparable del reloj y por las necesidades de las máquinas y las fábricas, de los mercados y las grandes corporaciones: el pesadillesco mundo fabril de Charlie Chaplin en Tiempos modernos”.

Léanlo.

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