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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 20

A los diez años seguía amparado en las faldas de Subh. Nunca supe dónde vivía, aunque me había llevado, de tapadillo, para satisfacer mi curiosidad, un día o dos a su casa. Ella venía cada mañana; me preparaba, me arreglaba, y se quedaba esperándome hasta la hora de comer. Una mañana no llegó. Al mediodía le pregunté a Faiz el jardinero dónde podría encontrarla. No quise decirle a nadie que no había venido, no fuese a ocasionarle algún perjuicio. Fui hasta el extremo de la Sabica, en donde los molinos. Di sus señas. Era muy conocida; no como yo, a quien nadie identificaba por allí. La puerta de la alcoba estaba abierta. Entré, la llamé. La busqué. Sobre un montón de paja, tendida, con la mano derecha bajo la mejilla, sonriendo, estaba Subh. Grandes manchas de sangre enrojecían la yacija. Alguien le había arrancado por la fuerza su collar de amuletos. No pude despertarla. Estaba dura y fría. Cuando por fin me encontraron, continuaba sentado junto a ella. Era de noche ya.

Faiz, el jardinero.-

La primera vez que lo vi, yo atravesaba los jardines con Ibrahim, el médico judío. Era yo muy niño, e íbamos desde las habitaciones principales a las de las mujeres. Alguna de ellas se encontraría enferma; de esas enfermedades imaginarias que las aquejan con frecuencia, o acaso por alguna descalabradura ocasionada por las peleas entre ellas, que provocan sangre y desmayos de rabia una o dos veces por semana.

Antes, y ahora también, la medicina recurría con frecuencia a las plantas. Muchos médicos -no era el caso de Ibrahim, que estudió en la Karauín de Fez- comienzan de herboristas. Ibrahim, que era pedagógico siempre y magistral, no desperdiciaba ninguna circunstancia, y hablar con un niño le causaba la gran satisfacción de no ser contradicho. Me contaba que un médico antiguo, acaso Al Sacuri, aplicaba el cardo borriquero sobre los tumores, con la seguridad de que los reabsorbía, y que convenía retornar -frente a la complicación de la farmacopea actual-, a la simple, como la carne de víbora, que era la esencia de la gran triaca y una verdadera panacea contra los venenos, según un médico de Málaga -de cuyo nombre no me acuerdo ahora- que gozó de gran predicamento en la corte de Yusuf I.

- De momento no te importa, mi querido Boabdil; pero, si siguen así las cosas, en esta corte hará falta un antídoto contra muchos venenos.

Yo no adiviné a qué se refería; aunque temí preguntarle, porque se desbocaba en una catarata de datos que ni yo entendía ni me interesaban. Luego quedó muy claro qué era lo que el buen Ibrahim quiso decirme aquella tarde transparente y templada de fines de marzo. Sé que fue entonces, porque Faiz, al detenerse el médico ante él para tratar de yerbas y remedios, aludió a la benévola aparición de la primavera, que, como derogadora de las escarchas nocturnas de Granada, es muy de agradecer.

Faiz le preguntó que quién era yo.

- ¿Es tu hijo? Se parece mucho a ti.

Rió el médico y le replicó que yo era hijo del sultán. El jardinero, sin cortarse, corrigió:

- Debí figurármelo, porque se parece mucho a él, a quien Dios guarde y ensalce según su merecer -y me alargó una flor.

No recuerdo cuál, pero sí recuerdo su olor. Un olor que, si hoy no me equivoco, era leve y al mismo tiempo denso, como si tardara un momento en hacerse del todo presente, pero luego ya su presencia fuese rotunda e inapelable. Era como el olor de la diamela o de la dama de noche o del nardo, pero ninguna pudo ser, porque tengo el convencimiento de que fue a finales de marzo o principios de abril cuando conocí a Faiz. Desde entonces, cada vez que me veía -y me veía cada vez más porque yo procuraba hacerme el encontradizo- me brindaba la flor que tuviera más cerca. Y yo volvía a palacio, muy encrestado y un poco ridículo, con la flor en la mano, o tras la oreja, como hacían los muchachos mayores.

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