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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 21

Intento averiguar qué es lo que me cautivó de Faiz desde el primer momento, y no lo consigo. Físicamente era casi repugnante, con su ojo tuerto y su muleta renca. Llevaba unos harapos por toda indumentaria, los pies descalzos en unos alcorques para que el corcho lo protegiera de la humedad, y un pingo atado alrededor de la cabeza. No digo yo que fuese sucio, porque eso no se le había tolerado; pero tampoco era el más aseado de todos los sirvientes. Poco a poco supe por qué tenía el privilegio de actuar con más libertad que ellos. Había servido con mi abuelo, y, cuando mi padre lo destronó, entró en seguida al servicio del nuevo sultán, por lo que, al quedar inválido en una de las últimas incursiones que el rey Enrique IV emprendió desde Écija en la Vega, pasó a engrosar la lista de los servidores palaciegos. Quizá la expresión 'servidores palaciegos' produzca una impresión equivocada. No había uniformes, ni riqueza, ni bordados; por lo menos, en la mayoría de las casas. Había un aluvión de mutilados de guerra y de impedidos, cuya única forma de vida consistía en desarrollar uno de los mil oficios que la alhambra requería para ser lo que era: una ciudad auténtica. El de jardinero era de los más importantes.


- Yo nunca supe -me decía Faiz cuando ya trabamos amistad- una palabra de jardinería. No es que la despreciara, pero no me parecía cosa de soldados. Lo mío era la guerra. Y la frontera. Con mis grandes bigotes (yo ahora, para que no me teman aquí, me los he recortado, pero tenía unos bigotes tan grandes que, para dormir mejor, me los ataba en la nuca), con mis grandes bigotes asustaba a los cristianos en cuanto me ponía por delante de ellos.

- ¿Y tú ibas a la guerra con la muleta? ¿Cómo montabas a caballo?

Faiz, que evidentemente no había pertenecido nunca a la caballería, solventaba cualquier duda mía de la manera más airosa que imaginarse pueda.

- Yo antes tenía piernas, reyecito. Cuatro o cinco piernas. Sirviendo a tu abuelo, que se llevaba muy mal con Yusuf V (y viceversa, si me permites decírtelo), en pleno mes de febrero de 1464, una vez que murió el rey anterior (o, bueno, no anterior del todo, porque coincidían los dos reyes de cuando en cuando), digo que, muerto el rey Yusuf, ya se quedó solo tu abuelo, un poquito antes de que tu padre lo sustituyese. Lo sustituyese en vida, si me permites que te lo diga, reyecito; porque aquí los reyes han ido y han venido, o incluso ni han ido ni han venido: unos se han quedado en aquella colina -señalaba al Albayzín-, y otros, en ésta. Yo siempre he preferido a los de ésta: la alhambra es más sólida, si me permites decírtelo. No lo olvides, reyecito, que a lo mejor te hace falta algún día: la Alhambra es muchísimo más sólida y, a la larga, da mejor resultado.

Se refería -creo- a algunas guerras civiles anteriores, y profetizaba -creo- las que luego vinieron. Pero lo que más me entusiasmaba era su estilo pomposo y zigzagueante de contar sus historias; de forma que, al concluir, no me había enterado de lo que quería contarme, pero sí de alguna circunstancia apasionante.

- ¿Por qué tenías tantas piernas?

- Porque en la guerra todas son pocas, reyecito. Con mis piernas y mis bigotes yo era el amo de la guerra. Hasta que llegó ese Enrique IV, y me mató el caballo, y se me cayó encima, y me partió esta pierna. Me la partió de una manera que nada tenían que hacer más que cortármela. Así que me dieron unas adormideras y ¡zas!, me la cortaron, porque no era cosa de dejar desangrarse en medio de la Vega al amo de la guerra.

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