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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 25

- En enero se recolecta la caña de azúcar. En febrero se injertan manzanos y perales. En marzo se planta la caña, y el algodón también, y salen de sus huevecillos negros los gusanos de seda. En abril aparecen como loquitas las rosas y las violetas; se plantan las palmeras, la alheña y las sandías; y es la ocasión que el andaluz aguarda para que la lluvia le riegue el trigo y la cebada. En mayo se cubren de trama los olivos; nos caen en las manos la ciruela, el albaricoque, la manzana temprana y el pepino. Es el momento de recoger las habas y las adormideras, de segar el trigo y de arrancar el lino; las abejas nos regalan su miel, tan buena para todo (no quiera Dios que tengamos nunca el malpago de la colmena), y los pavos reales chiquitos vienen piando al mundo. En junio y julio pasan tantas cosas que no podría enumerártelas aunque no callase en mi vida. Hay tanto por hacer, que nos volvemos tarumba y nos tienen que llevar al maristán; la siega y la trilla son una siesta, no te digo más. En agosto maduran las uvas y el melocotón; se recogen la alheña, para que tú si quieres te tiñas tu pelo o las plantitas de tus pies, y las nueces, para que te las comas con la miel que ya tenemos en muy ricos pasteles, y las bellotas, que se desprenden así, de un tironcito, de su caperuza. Pero, en cambio, hay que sembrar los nabos y las habas y los espárragos para cuando llegue nuevamente su turno. Septiembre es el mes de las vendimias, tan alegres y cantarinas, y de las granadas y de los membrillos; el olivo engorda sus olivas, y el arrayán rompe a brotar con más fuerza que nunca. En octubre se abren las rosas más blancas, y se preparan, para chuparse los dedos, los dulces de manzana y de carne de membrillo. En noviembre se cosecha el azafrán, y se deshoja con delicadeza su rosita morada. En diciembre retornan las lluvias que alimentan la tierra y nos quitan la sed, y los narcisos nos visitan, y se acumula el agua en los aljibes, y en los huertos se siembran, para el bien común, la calabaza y el ajo y las adormideras, a las que les debo la vida y esta muleta, que el día menos pensado echará flores como los báculos de los más santos profetas.


Durante mucho tiempo vi a Faiz casi todos los días. Al cabo de un mes de no encontrármelo, pregunté por él. Un jardinero que ocupaba su puesto me dijo:

- Tu padre lo ha enviado a los baños de Alhama para ver si se le aliviaba el dolor de la pierna.

Yo -sorprendido, aunque no demasiado- bendije los nombres de Dios y de Faiz dentro de mi corazón. Creo que, desde entonces, no he cesado de hacerlo.


Mi tío Yusuf.-

Fue el hermano mayor de mi padre. Mayor en todos los sentidos, porque era tan grande que no lo vi entero de una vez jamás. Altísimo y redondo, le llamaban, por descontado, 'el Gordo'; decían que era para distinguirlo de otros Yusuf de la familia, pero la verdadera causa saltaba a la vista. Estaba siempre recostado, hasta para dormir, porque si se tumbaba del todo no podía respirar, y tampoco podía enderezarse luego. Tenía tanta lucha con sus enfermedades y con su corpachón, que ni a él ni a nadie se le había ocurrido nunca que pudiese ser el sucesor de mi abuelo. Con sus hermanos y su padre, había pasado la niñez y la juventud en la corte de Juan II de Castilla, y en el harén se comentaba que se había convertido al cristianismo. Yo no creo que se hubiese convertido a nada: bastante tenía con moverse un poquito, comiendo como estaba todo el día, y según contaban, toda la noche. Vivía sólo para seguir viviendo, y llegó a Granada casado con una señora gallega, de nombre doña Minia, de la que se decía que, a pesar de haberse convertido al Islam, secretamente continuaba practicando su religión. Lo cierto es que en la familia nadie se ocupaba, salvo los médicos, de ellos dos, que residían en una de las torres, la segunda, de las que bordean el camino hacia el Generalife.

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