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Paul Cézanne, El Greco, Rilke

(Joaquín Rábago - La Opinión de Málaga)
El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid ha inaugurado una exposición extraordinaria dedicada al inmarchitable creador francés

El talento: los hilos forman una madeja. El arte son círculos concéntricos, nombres que van y vienen, que se separan y se juntan en un diálogo infinito. Aquí analizaremos las intensas relaciones entre dos grandes del arte y uno de la literatura, una terna de imprescindibles

Una exposición de Paul Cézanne (1839-1906) como la que se inauguró esta semana en el museo Thyssen-Bornemisza de Madrid es sin duda un extraordinario acontecimiento. Sobre todo porque no hay apenas obras suyas en nuestros museos y la última en España data ya de hace treinta años.

Y a uno le gustaría además señalar la feliz coincidencia de que tenga lugar el mismo año en que se celebra el 400º aniversario de la muerte de El Greco, el visionario y lejano precursor de la pintura moderna, de quien Cézanne fue justamente uno de sus grandes redescubridores.

Ambos están milagrosamente unidos además por la pluma del gran poeta praguense de expresión alemana Rainer Maria Rilke, quien sintió una enorme fascinación por el arte de Cézanne desde su visita a la exposición póstuma que le dedicó París en 1907 y quien, a través de Zuloaga, descubriría años más tarde a El Greco en su visita a Toledo.

Son famosas las cartas que sobre el impacto que le produjo la obra de Cézanne escribió Rilke a su esposa, la escultora Clara Westhoff, en las que hablaba de cómo el pintor de Aix-en-Provence se había esforzado hasta pintar los objetos "milagrosamente absorbidos en sí mismos".

La impresión que le produjeron aquellos cuadros hizo que el poeta volviera diariamente al Salón de Otoño parisino para estudiar con su ojo analítico cada una de aquellas pinturas que iban a marcar también su propio proceso creativo.

- Secretario.

Rilke, que había sido secretario del escultor Auguste Rodin, supo entender desde el primer momento el carácter totalmente innovador, incluso revolucionario, del arte de Cézanne, su aspiración a llegar a la esencia misma de los objetos, a su verdad desnuda, tras estudiarlos con la máxima concentración y desde diferentes perspectivas.

Cézanne le atrajo sobre todo por su profundo sentido de la estructura y el equilibrio de sus formas y colores, por la armonía geométrica de líneas y volúmenes, que dan al conjunto una sensación extraordinaria de reposo.

Un equilibrio formal que difiere profundamente, eso sí, del arte de ese otro artista por él admirado, Domenico Theotocopoulos, con sus formas alargadas y retorcidas como llamas, sus ángeles en ascensión oblicua, que le hicieron a Rilke hablar de "física del cielo" y cuyos ecos parecen resonar en sus 'Elegías de Duino'.

Pero es sobre todo en los desnudos, siempre tan poco sensuales, de Cézanne donde podemos encontrar un fuerte paralelismo con El Greco. Y, sin embargo, el misticismo del pintor cretense, de profundas raíces orientales, parece contrastar con el objetivo casi científico de Cézanne.

Sea como fuere, uno y otro iban a influir, cada uno a su manera, en los diversos movimientos artísticos del siglo XX: desde el cubismo de Picasso y Braque o la abstracción de Kandinsky hasta el expresionismo alemás de El Puente o El Jinete Azul.

- Retrospectiva.

La retrospectiva de la Thyssen-Bornemisza (hasta el 18 de mayo) reúne 58 pinturas de Cézanee, 49 óleos y 9 acuarelas, procedentes de museos y colecciones privadas de todo el mundo junto a nueve obras de otros artistas como Pissarro, Gauguin, Derain, Baque o Lhote.

Su título en inglés -'Site/Non site'- alude a la continua oscilación entre la creación al aire libre y en el enclaustramiento del estudio a las que se libró Cézanne en sus paisajes y en sus bodegones.

Naturalezas muertas que se asemejan a paisajes telúricos, en los que los pliegues de los manteles o servilletas parecen a veces formaciones rocosas, y paisajes que a su vez parecen construidos como sus bodegones.

Hay que hacer como hizo en su día Rilke: detenerse ante cada uno de esos cuadros y dejar que la pupila absorba lentamente esas maravillosas pinceladas: azules, verdes u ocres.

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