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El molde y la forma (Ricardo Montesinos)



Ricardo Montesinos (Barcelona, 1977) es licenciado en Historia y aún así (o quizá debido a ello), gran amante de la ciencia ficción. Ha publicado relatos en revistas y antologías como Visiones 2012, Calabazas en el Trastero o Planes B Steampunk. También se le puede leer en su blog (elcielosobreelpuerto.blogspot.com) o seguir en twitter (@malenko_)

El todoterreno se detuvo con un frenazo brusco, arrancando un chirrido del asfalto. Sus ocupantes se mecieron un poco. Agarraban con fuerza sus subfusiles. Podía sentirse su tensión, la textura granulosa de la ansiedad. Las puertas del vehículo se abrieron violentamente y bajaron de un salto. A través del visor nocturno, el mundo era de color verde tóxico. Un barrio residencial, de calles desiertas y casas de dos pisos. Vamos, vamos, vamos. Lo repetían una y otra vez, como un mantra. Vamos, vamos, vamos. Los pasajeros de los otros coches ocuparon sus posiciones, cubriendo los extremos de la calle, las puertas, las ventanas. Todo asegurado. Adentro.

Saltaron la valla y atravesaron el jardín. A lo lejos se oía ladrar a un perro. El ariete hidráulico hundió la puerta blindada como si fuera de papel de arroz. Todos adentro, vamos, vamos, vamos. Se dispersaron por la casa y los punteros láser de sus armas bailaron frenéticamente sobre las paredes, los muebles y las fotografías familiares.

Los encontraron a todos arriba, en sus camas. Al hombre y a la mujer juntos, abrazados, confusos. A los niños de rodillas sobre los edredones, llorando de terror con los ojos muy abiertos, sin lograr ver nada en la oscuridad completa. Cubrieron sus cabezas con sacos de tela negra, les ataron las manos a la espalda y los llevaron abajo.

En ese momento apareció el enmascarado. Bajó del coche con el pasamontañas ya puesto. Nadie debía ver su cara. Ni siquiera los hombres de los subfusiles. Entró en la casa. Estaban ya en el salón, de rodillas sobre la alfombra. Los cuatro sollozaban sin parar. No les hizo callar, no le molestaba para lo que debía hacer. Se plantó ante ellos, con las manos en los bolsillos del abrigo. Cerró los ojos bajo el pasamontañas.

Ahí estaban, en el hombre. Podía intuirlos bajo la capa superficial de incomprensión y miedo: nombres, fechas, relaciones, contactos, datos acerca de operaciones pasadas y proyectos futuros. Intentó sumergirse en aquella mina de información, pero el hombre se encerró en sí mismo como un erizo. No sería una extracción sencilla.

—El hombre y los chicos —le dijo al oficial del comando—. Ella no.

La mujer lanzó un alarido de desesperación mientras los hombres se llevaban a su marido y a sus hijos. Los sacaron fuera y los metieron en una furgoneta. Les inocularon un narcótico que los mantendría dormidos todo el viaje. La pequeña caravana arrancó y desapareció en la noche.

Ella permanecía en el suelo, llorando. Le habían desatado las manos pero no tenía fuerzas para quitarse la bolsa de la cabeza. Sólo podía llorar.

* * *

—Le voy a contar una historia, un cuento. ¿Qué le parece, 1729?

Ése era su nombre en aquel lugar, 1729. Nunca le llamaban por su nombre, Alonso, y mucho menos por su cargo. A nadie le importaba la posición en el gobierno que tanto le había costado alcanzar. Ahora no era una personalidad importante del aparato del estado. Ya no era ni siquiera una persona. Solo una cosa. Un número. 1729.

—Creo que es árabe, o quizá persa. Qué más da. La historia dice que al principio de los tiempos, la Verdad era un espejo en las manos de Dios.

El hombre que le hablaba, al que todos llamaban H, dio una profunda calada a su cigarro y aguantó la respiración, observándole fijamente. Sus ojos estaban enrojecidos, agazapados tras profundas ojeras.

—Pero a Dios se le resbaló de las manos —continuó y expulsó el humo— y el espejo cayó sobre la Tierra, rompiéndose en mil pedazos que se esparcieron por todo el mundo. De manera que cada pedazo fue a parar a una persona. Y por eso dejó de existir la Verdad, y a partir de entonces todas y cada una de las personas del mundo, tienen su pequeño fragmento, su verdad. ¿Qué le parece?

El humo del cigarrillo subía perezosamente hasta enredarse con el cable de la bombilla que colgaba del techo. La luz fría se derramaba sobre la mesa metálica separaba a Alonso de H, pero apenas alcanzaba a iluminar las paredes de cemento. Podía ver a otro hombre, una silueta aguardando inmóvil entre las sombras de un rincón.

—¿Y bien? —volvió a preguntar—. ¿Qué le parece?

Dio otra calada a su cigarro. Llevaba una americana arrugada y sucia. El cuello de la camisa estaba abierto y la corbata colgaba con el nudo aflojado. El traje, los ojos enrojecidos, el pelo revuelto, la piel pálida… todo en aquel hombre pedía descanso y horas de sueño.

—Es una bonita historia, supongo —respondió finalmente Alonso.

—Sí, una bonita historia —H tiró el cigarro y la suela de su zapato rechinó al aplastarlo contra el suelo de cemento—. Pero también es mucho más que eso. Creo que es posible recoger esos pequeños fragmentos. Recolectarlos uno a uno y luego volver a reunirlos, para reconstruir el espejo original. Para conocer la Verdad. Me gusta pensar que eso es lo que hacemos aquí.

Alonso se removió incómodo y la cadena de las esposas tintineó a su espalda. Tenía los hombros retorcidos, sujetos al respaldo de la silla; las piernas le hormigueaban después de tantas horas sin cambiar de posición; los moratones de la cara y los costados palpitaban dolorosamente. Se sentía dolorido y cansado, pero sobre todo, estaba asustado. Muy asustado. Había perdido la cuenta de cuántas horas llevaba esposado a la silla, sometido a un interminable interrogatorio. Y lo que era peor, tampoco sabía cuándo iba a acabar. Ni cómo.

—Volvamos a intentarlo, ¿de acuerdo? —dijo H apoyando los codos sobre la mesa y masajeándose las sienes con las yemas de los dedos—. ¿Pertenece usted a una organización llamada La Forma? ¿Conoce a alguien que pertenezca?

—Ya le he dicho que no.

—¿Conoce usted a una persona que se hace llamar El Moldeador?

—No.

—¿Pertenece a alguna otra organización clandestina? ¿Una que responda a otro nombre?

Alonso cerró los ojos y empezó a sollozar, negando con la cabeza. Pero el hombre continuó, impasible.

—¿Ha tenido conocimiento de alguna conspiración contra el gobierno? ¿Ha tenido relación de algún tipo con un psíquico?

—¡No, no, no! ¡No, joder!

—Creía que sería usted más listo, 1729 —dijo H, se puso en pie y caminó hacia la puerta—. Pero no se preocupe, todos los cómplices de El Moldeador que hemos detenido antes también lo negaban todo y han acabado confesando.

—Esperaba no tener que recurrir a esto —dijo—. De verdad.

Cuando se cerró la puerta, la silueta silenciosa abandonó el rincón oscuro donde había estado todo el rato y se aproximó al cono de luz que la bombilla derramaba sobre Alonso. Iba vestido con un uniforme militar, sin ningún distintivo de unidad o graduación. Un pasamontañas le ocultaba el rostro.

—Escúcheme —imploró—, todo esto debe ser un error. Soy Alonso Villarroya y trabajo para el gobierno. Soy el vicesecretario primero de la Dirección General de Seguridad Nacional. No sé qué está pasando aquí, pero…

El enmascarado no le prestó ninguna atención. Sin ninguna prisa, sin decir ni una palabra, apartó a un lado la silla y la mesa, dejándolas junto a una pared. Mientras se aproximaba, Alonso empezó a llorar.

***

El ascensor lo llevó hasta la última planta y después subió de dos en dos los escalones que llevaban a la salida de emergencia. Se abrió paso entre tuberías, antenas y torres de refrigeración hasta el borde de la terraza. Ante H se desplegaba la abigarrada babilonia de luces eléctricas, cristal y asfalto. Hasta allí arriba llegaba débilmente el rumor característico de la metrópoli: sirenas distantes, cláxones, retazos de éxitos pop, el viento soplando entre torres de oficinas.

Encendió un cigarro y aspiró el humo con ansia, llenando hasta el último rincón de sus pulmones. Solía venir aquí arriba cuando el enmascarado interrogaba a un prisionero. Comprendía que era algo necesario, un medio por el que había que pasar para llegar a un fin al que no podía renunciar. Pero aún así no le gustaba estar presente. Era tan violento contemplar cómo el enmascarado despojaba al interrogado de su dignidad. Cómo violaba su humanidad y le arrebataba aquello que consideramos más sagrado.

¿Cómo habían llegado a esta situación? ¿Cuándo empezó a torcerse todo? En los años que siguieron al 11-S, sin duda. La guerra contra el Terror marcó el punto de inflexión. Aquella histeria. La paranoia. Los gobiernos occidentales sacando de la reserva a todos los psíquicos que habían estado en el congelador desde el colapso de la URSS y poniéndolos a perseguir terroristas por todo el mundo. Se hicieron cosas de las que nadie podía sentirse orgulloso. Pero aquella guerra, sin un frente claro y con un enemigo que podía ser cualquiera, no había sido convencional.

Lo que pasó después fue tan gradual, tan inadvertido, que nadie pareció darse cuenta. Se empezó a vigilar a los movimientos subversivos. ¿No eran también una amenaza al orden existente? Después vinieron las organizaciones políticas opositoras, los movimientos sociales, los sindicatos, los defensores de las libertades y los derechos civiles. Cualquiera que se opusiera a las políticas de vigilancia y seguridad era sospechoso de tener algo que ocultar.

Sí, había sido un error permitir a las agencias de seguridad llegar tan lejos, pero ya no había marcha atrás. Los cientos de millones invertidos en investigación y adiestramiento habían dado sus frutos y a principios de la década de 2010 era posible encontrar psíquicos por todas partes: agentes retirados que se pasaban al sector de la seguridad privada, jóvenes talentos que fichaban por las grandes multinacionales, desertores que intentaban crear sus propios imperios criminales… Fue necesario empezar a vigilar a los vigilantes. Y a los vigilantes de los vigilantes. Se multiplicaron las agencias, los protocolos de control, los niveles de paranoia.

Pero la situación ya se les había escapado de las manos. No era posible confiar en alguien capaz de observar directamente dentro de tu cabeza, de alterar a su voluntad tus recuerdos. ¿Cómo luchar entonces contra una conspiración de psíquicos que se extiende por la cúpula del gobierno como la gangrena? ¿Era posible recomponer la Verdad, o estaba tan fragmentada que nunca más podría saberse qué era verdad y qué mentira?

Todo había cambiado. Todo estaba mal. Ya no se combatía por un territorio o el control de unos recursos. Ni por una visión de lo que debía ser el mundo o la sociedad. En la guerra que H libraba lo que estaba en juego era el futuro, el destino mismo de la humanidad.

Dio una última calada y arrojó la colilla a la calle. La observó caer, girando locamente, atrapada por una corriente de aire cada vez más pequeña, hasta que se perdió de vista.

* * *

El enmascarado daba vueltas a su alrededor. Alonso sollozaba, imaginando los horrores a los que estaba a punto de ser sometido. Esa ignorancia, el no saber qué le iba a hacer su torturador, era peor que el sufrimiento que le iba a causar. Finalmente se detuvo, situándose a su espalda. Alonso aguantó la respiración y cerró los ojos con fuerza, esperando. Casi deseaba que empezase de una vez, prefiriendo el dolor, certero, concreto, al horror de la incertidumbre. Se preguntó hasta qué punto no era esa la voluntad de su verdugo, hacerle desear el tormento, doblegarle antes de haber empezado siquiera.

Empezó con una sensación muy leve, una presión en lo alto de su cabeza. No era la primera vez que un psíquico le examinaba, los controles de seguridad eran rutinarios cuando se trabajaba para el gobierno. Sabía que si no se resistía, todo se limitaría a un hormigueo desagradable. Pero esta vez era diferente, no iba a permitir que aquel hombre hurgase dentro de su cabeza. Cerró su mente a la intrusión y el dolor lo abrumó de inmediato. Se obligó a respirar profundamente, recordando las instrucciones de los cursos de defensa contra ataques psíquicos: calmarse, no dejarse vencer por el miedo, distanciarse del dolor, refugiarse en el recuerdo-fetiche.

Pensó en su mujer, en sus hijos, en aquel día perfecto en la playa. Se concentró en los más mínimos detalles, reproduciendo en su memoria cada gesto, cada palabra, cada… Pero una nueva oleada de dolor lo arrastró, arrancándolo de su refugio y arrojándolo al estrecho calabozo de su cráneo. Sobre su cabeza giraba un vórtice de cuchillas oxidadas y cristales rotos, empujando para entrar. “Ellos también son míos” dijo una voz apacible desde el interior de aquella tormenta de dolor. Alonso negó con la cabeza, intentando oponerse al ataque, pero la idea de que sus hijos estuvieran a merced de aquel ser, de aquella voz tan plácida y al mismo tiempo tan cruel, hizo que perdiera la concentración. Su resistencia se derrumbó y sintió una presencia ajena a sí mismo derramándose en su interior.

Quiso chillar, pero ya no le fue posible. Otra persona controlaba su cuerpo y su mente, pensando sus pensamientos, recordando sus recuerdos. Y, lo más horrible de todo, cambiándolos. Alonso sintió cómo grandes porciones de su memoria eran borradas y sustituidas por los recuerdos de una vida que nunca había vivido: una existencia solitaria marcada por el rechazo y el miedo de los demás, en la que la tristeza iba dando paso al rencor, al desprecio y al odio. Sobre los cimientos de esos recuerdos el enmascarado levantó una nueva arquitectura de sentimientos, creencias y valores. Todo lo que Alonso Villarroya había creído y sentido, todo lo que había sido, fue desfigurado o, simplemente, eliminado. Pero en realidad no le importó, porque él ya no era Alonso Villarroya.

***

Escuchó abrirse la puerta metálica y se giró, dándole la espalda a la ciudad. El enmascarado se aproximó hasta situarse frente a él. H sacó otro cigarrillo y lo encendió, impaciente por conocer el resultado del interrogatorio.

—¿Y bien? —preguntó, y lanzó una nube de humo—. ¿Has obtenido la información?

El enmascarado se aproximó al borde de la terraza. Asintió levemente sin girarse, contemplando el paisaje nocturno. Para él nunca era difícil. Sus habilidades eran tan potentes que nadie había podido resistirse nunca.

—Entonces, ¿es uno de ellos? ¿Pertenece a La Forma?

—Sí —dijo con voz suave—. Pero no sabe nada de El Moldeador. Han alterado sus recuerdos, como a todos los demás.

—¿Cuáles eran sus instrucciones?

—Las mismas de siempre —contestó el enmascarado encogiéndose de hombros—. Localizar candidatos idóneos, esperar a que El Moldeador se ponga en contacto con él, llevar al candidato hasta el lugar elegido para grabar la impronta…

H dio otra calada y exhaló lentamente, negando con la cabeza. Era todo tan absurdo, tan básico, tan… vírico. A veces tenía la sensación de no estar enfrentándose a una conspiración, sino a una epidemia.

—¿Has conseguido rescatar las identidades de los candidatos que eligió?

—De bastantes. Algunos de ellos en cargos importantes del gobierno. Está mucho más extendido de lo que pensábamos.

—Mierda. Esto se nos escapa de las manos —tiró el cigarro al suelo y lo aplastó a conciencia—. Escríbeme una lista con los nombres y déjala en mi despacho. Mañana a primera hora saldremos a por ellos.

Se dirigió hacia la puerta metálica y abandonó la terraza, pero el enmascarado permaneció allí. Observó las calles allá abajo, las masas de gente hormigueando sobre el asfalto sin ningún objetivo. Moviéndose de un lado a otro cargados con el peso de sus insignificantes vidas, escarabajos empujando bolas de estiércol. Tan satisfechos de sí mismos, tan convencionales, tan estúpidos. No eran más que un rebaño. Animales. Ganado. Fragmentos de arcilla bruta, a los que moldear y dar forma.

***

El todoterreno se detuvo suavemente, con un ligero maullido de los frenos. Las puertas se abrieron y bajaron el hombre y los dos niños. Era muy temprano, el cielo todavía era de un azul muy oscuro y el barrio residencial aún no había despertado. Las calles estaban desiertas y solo se escuchaba el canto de los pájaros y algún perro, quizá el mismo que ladraba la pasada noche.

El hombre dirigió una mirada al enmascarado que les observaba desde el asiento del conductor y asintió con la cabeza. Agarró a los niños de la mano y se encaminó a la casa por el sendero de grava que atravesaba el jardín.

No fue necesario llamar, la puerta estaba rota, hundida por el ariete hidráulico. El hombre entró en la casa y llamó a la mujer, que irrumpió en la sala y se abrazó a ellos, llorando. Estuvieron así mucho rato, hasta que el hombre se separó y le sonrió.

—He pasado tanto miedo —dijo ella sollozando—. He llamado a la Dirección General, al Ministerio, a todas partes. Y nadie sabía decirme dónde…

—Ya terminó todo —dijo 1729, colocando un mechón de pelo detrás de su oreja—. Fue un error, un malentendido. Todo está arreglado.

Volvieron a abrazarse y el hombre acercó sus labios al oído de su mujer.

—Ahora ven. Tienes que acompañarme afuera un momento —susurró—. Quiero que conozcas a una persona.

(Maelstrom)

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