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Las moscas sobrevuelan las vías (Raúl Coronil)




Raúl Coronil. Degustador de historias desde siempre y escritor de forma irregular desde hace poco más de 10 años. Me han publicado en Efímeros, Qliphot y Nexus Zine

En el andén cero esperaba sentado Grandet. El letrero luminoso seguía indicando tres minutos, pero habían transcurrido muchos más y ningún gusano había pasado por allí.

La estación se encontraba desierta, la megafonía en silencio y el periódico gratuito que tenía a un lado estaba manoseado y releído por váyase a saber cuántas personas.

—Si hubiera un virus, ya estarían todos muertos —farfulló, mirando de reojo al diario y apartándose a los límites del banco.

Miró la hora en su reloj de pulsera.

—¿Cuándo coño va a llegar el metro?

La quietud llegó a su fin con un rumor que no procedía del túnel, sino de uno de los pasillos. Grandet giró la cabeza y se quedó como una estatua esperando a que algo apareciera. Estuvo diez minutos con el cuello torcido y todavía se escuchaba, igual de trémulo, el repiqueteo. Dejó de mirar y a la vez se esfumó el sonido. Sonrió aliviado.

—¿Tiene fuego?

Brincó del banco y se quedó mirando a la mujer con cara de susto. No pudo sino preguntarse de dónde coño había aparecido aquella fulana. Sin embargo, dijo con celeridad y voz nerviosa:

—El tabaco es una de las primeras causas de muerte en las sociedades industrializadas —tragó saliva—. Es el responsable de prácticamente nueve de cada diez muertes por cáncer.

Carraspeó y la observó. Se trataba de una mujer muy rara. Tenía el pelo verde pistacho adornado con dos hojas de parra, y su piel era de color verde oliva. Además llevaba unos shorts verdes ajustadísimos y una camiseta de manga corta del mismo color, tan pequeña que mostraba todo el vientre e incluso parte de sus verdes pechos.

—Ya, pero, ¿tiene fuego? —insistió la extraña.

—Aquí no se puede fumar —respondió Grandet, y al ver el gesto de la mujer añadió—. Y no, no tengo fuego.

La extraña se llevó a los labios el pitillo apagado y se hizo un silencio incómodo. Grandet hacía como que miraba la oscuridad del túnel sin dejar de observarla. Quizá la pigmentación en la piel se debiera a una enfermedad, una alergia o algún tipo de mal congénito. Se preguntó si sería contagioso y se alejó unos pasos instintivamente.

¿Será extranjera?, pensó, y al segundo desechó la cuestión al no haberle notado acento alguno.

—Mi vida siempre ha transcurrido aquí —dijo la mujer—, entre el bosque y sus raíces.

—¿Bosque? ¿Qué bosque? —preguntó incrédulo y sorprendido.

—Antes de que pasaran las máquinas, antes de que el hombre ahuecara la tierra, aquí sólo había raíces y barro —comentó nostálgica—. Y si seguías esas raíces, te acababas topando con los troncos gruesos de los viejos árboles.

—Sería en la época de los romanos —se burló Grandet.

—Y después —dijo la mujer como si tal cosa.

Otro silencio incómodo. Quizá fuera una enferma mental, y esas cosas también se acababan pegando.

—Hace tiempo indicaba un minuto más —dijo la mujer verde y loca, compungida.

Grandet miró el letrero luminoso, pero la cifra no se había movido.

—Yo nunca te he visto aquí —dijo—, es la primera vez que lo hago a pesar de coger el metro muy a menudo.

La mujer volvió sus ojos verdes hacia Grandet; este se quedó como si hubiese visto el rostro de la Gorgona. La mujer se echó a llorar.

Del silencio incómodo habían pasado al llanto incómodo. Grandet se agitó nervioso sin tener claro qué hacer. Optó por sacar un pañuelo de papel, acercarse con precaución hacia la extraña y tendérselo con dos dedos. Esta se quedó mirando la mano, con los ojos un poco bizcos, para luego darle un manotazo y gritar. Grandet dio varios pasos atrás que a punto estuvieron de hacerle caer a las vías.

—No pienso limpiarme con un hermano —aseguró indignada y sin lágrimas.

A Grandet ya no le cupo duda de que la mujer estaba majareta.

—Las moscas sobrevuelan las vías —murmuró la extraña, pasado el sofoco.

—¿Cómo?

—No creo que desees coger ese tren.

—¿Y por qué no querría?

La mujer cruzó las piernas, las descruzó al segundo, se levantó y se acercó muy despacio a Grandet hasta estar a unos pocos centímetros del mismo.

—Entre la podredumbre moran las moscas, pero no se dan cuenta —dijo, pronunciando cada palabra en la cara de Grandet, cuyo gesto pasó de estar impasible a tornarse perplejo.

—¡¿Qué?!

La extraña bajó la mirada a las vías. Grandet se dio la vuelta, confuso, y miró al túnel. Le pareció que podría palpar la negrura si lo intentaba. Asustado, se alejó corriendo de la mujer verde en busca de una salida. Ya importaba poco llegar tarde al trabajo, lo que tenía que hacer era alejarse de aquella loca que lo miraba como si fuera una zanahoria.

Se adentró en el pasillo y corrió aún más rápido, mirando de cuando en cuando hacia atrás. Creía escuchar otra vez el repiqueteo, pero ni una sombra esmeralda se observaba en el corredor. El final del mismo no fueron unas escaleras mecánicas, sino un andén, por el que cayó a unas vías. Se golpeó muy fuerte las costillas y por un momento no pudo respirar, casi perdiendo el sentido y nublándosele la vista. Al volverle el aire a los pulmones, atrajo para sí el oxígeno con las manos. Lentamente recobró el aliento y la visión.

Se encontraba de lado mirando a la nada. Le faltó valor para estirar un brazo y comprobar si en efecto se podía palpar. Un hedor rancio traspasó sus fosas nasales, le inundó los pulmones e hizo que le doliera la cabeza, mientras que un zumbido martilleó sus tímpanos como la bomba extractora de un pozo petrolífero. Se giró y algo le mojó medio cuerpo; se miró la mano izquierda y se levantó de un salto, limpiándose la sangre en las perneras del pantalón. Miró en derredor irresoluto, como buscando una cámara oculta. Se encontró con que la extraña lo miraba desde arriba con ojos curiosos y apenados.

—Al final va a resultar que no eres tan idiota —le dijo, mostrando los dientes blancos que resaltaban en el verdor de su cuerpo tanto como un gorila de montaña en un desierto nevado.

Grandet se miró las ropas manchadas de sangre y espantó una bandada de moscas con las manos. Con el gesto demudado, permaneció como un poste de la luz entre las vías, mirando hacia el suelo sin creerse lo que estaban viendo sus raquíticos ojos de ratón.

—¿No vas a subir? —increpó la mujer.

Grandet asintió en silencio y, manteniendo la boca cerrada, comenzó a desplazarse procurando no pisar ningún resto de brazos, ni piernas, ni cuero cabelludo con más cuero que cabello, ni el fragmento de cara reconocible y reconocido, ni ningún otro tipo de trozo de carne ni masa encefálica que se encontraban esparcidos entre las vías. Se aproximó al andén y se encaramó al mismo. Una vez arriba, miró a la extraña con los labios caídos y se sentó en el banco, cogió el periódico gratuito y se limpió las manos en la sección de economía.

La mujer verde no le había quitado ojo en ningún instante. Vaciló durante un rato y acabó por sentarse junto a él. El letrero luminoso indicaba un minuto menos.

—Así que aquí había raíces antes —dijo Grandet encogido, con los ojos hinchados y el poco pelo revuelto como un nido de gorriones.

(Maelstrom)

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