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Las cenizas de la Unión (Alberto Venegas)




Mi nombre es Alberto Venegas, mi cuenta de twitter es @Albertoxvenegas y mi blog personal, sobre novela histórica principalmente es http://augeycaida.wordpress.com/ también escribo sobre videojuegos en ZehnGames y GamesTribune, además tengo algunas publicaciones académicas sobre Historia Medieval

—Tiene que morir —recuerdo que les dije para disipar sus temores y los míos—. Es un bien necesario, demasiado hemos soportado ya —continué, esta vez para convencerme a mí mismo.

El paso debía darse, mucho habíamos trabajado para conseguirlo.

—Tiene que morir —repetí, mirando a cada de uno de los que allí se encontraban a los ojos.

Todos parecían asustados, todos estaban asustados; sin embargo, que aún estuvieran allí significaba que estaban comprometidos con el plan. En aquel momento aún seguía teniendo mis dudas sobre la lealtad de algunos de los allí presentes, pero desde luego, y eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, poco se podía hacer ya.

—Hemos repasado el plan cientos de veces, nada puede dejarse al azar. ¿Todos lo tenéis claro?

Asintieron enérgicamente, intentando alejar a sus fantasmas.

—Bien, muy bien.

Me froté las manos, di la vuelta y dirigí mis pasos hacía un rincón de aquella nave polvorienta.

—Hoy es la noche, todos lo sabéis, a las doce nos pondremos en marcha. Conocéis las funciones de cada uno. Casio —llamé. Casio era mi mano derecha, el bastón sobre el que me apoyaba y quien me acompañó a buscar la muerte aquel día—. Me gustaría hablar contigo un momento.

—Dime, Bruto.

—Casio, ¿está todo claro? ¿No hay nada que quieras aclarar? —Pregunté, nervioso, aunque intentando que no lo percibiera.

—Tranquilo, todo está claro. Hoy es la noche, hoy morirá ese tirano, hoy nacerá un nuevo mundo —afirmó con fuerza, seguramente para disipar mis temores más que para ahuyentar los suyos.

Casio fue el primero que se adhirió a la causa, fue fiel y leal desde el principio a nuestros ideales y ahora estaba dispuesto a dar su vida por ellos.

—Bien, perfecto, descansemos entonces hasta medianoche.

Tras despedirlo recuerdo que fui a examinar mis armas y el distinto equipamiento que llevaríamos al encuentro del tirano. Tras tenerlo todo listo me dirigí hacía el equipo científico, sin hacer mucho ruido; estaban trabajando.

—¿Todo listo?

—Sí, Bruto, todo listo. Ya conoces el plan, sólo tenéis cinco minutos para entrar en la máquina, establecer las coordenadas y disparar al Tirano —recitó de memoria Décimo Junio.

Había trabajado mucho en aquella máquina. El teletransporte aún era una quimera de la ciencia y aquel aparato un mero prototipo. Habían hecho pruebas, por supuesto, y casi todas con éxito. Casi todas menos una, pero no quiero resucitar ahora ese funesto recuerdo; otros peores se cernían en el horizonte.

—Perfecto entonces, avisadme cuanto tengáis todo listo, estaré descansando en mi camarote.

Por supuesto no dormí. ¿Quién podría dormir con todo lo que se avecinaba? Recogí de la mesilla aquel viejo libro, Julio César, de un tal William Shakespeare. Leyendo aquella obra acuñé la idea de asesinar a aquel dictador, que se había impuesto tras la espantosa Guerra Civil que sacudió a la Unión hacía ya décadas y que debía morir aquella misma noche. Volví a leer aquella obra. Necesitaba convencerme de que aquello que íbamos a perpetrar tenía que ser hecho, que no había vuelta atrás. Una voz me despertó de mi letargo.

—¡Bruto, vamos!

Anduve hasta la máquina teletransportadora como si estuviera en un sueño, como si estuviera levitando. Me di la vuelta y encaré al equipo. Unos diez hombres nos encontrábamos allí, dos estaban infiltrados en el palacio y otros dos se encontraban en las inmediaciones de la residencia del Dictador para facilitar la huida. Tras una profunda inhalación hablé.

—Nadie nos ha pedido que matemos al Dictador, nadie nos los ha ordenado. Estamos aquí como hombres libres que persiguen esa libertad, no sólo para nosotros mismos sino para toda la sociedad.

Miré uno a uno a los ojos, continué hablando.

—Debe ser hoy. Mucho hemos sufrido desde que se erigió caudillo, más sufriremos si las leyes que planea se convierten en realidad. Muchos de nosotros, entre ellos yo, hemos sufrido el aislamiento y la tortura de la cárcel —Me detuve un momento—. Hoy, Casio y yo afrontaremos la muerte, es así y así debe ser, seremos los mártires de un nuevo mundo.

Casio no pestañeaba, musitaba una letanía entre dientes.

—Vosotros seréis los encargados de salvar nuestro nombre, de evitar que lo zarandeen y lo salpiquen de barro. Vosotros seréis la salvaguarda de nuestra reputación y en vosotros confiamos —todos se miraron ahora unos a otros—. Cuando Casio y yo no estemos recorreréis la Unión propagando nuestra Palabra, la Palabra que creamos entre todos. Será vuestra responsabilidad llevar a buen puerto el barco que zarpó hace unos años.

Callé de repente. Iba a morir esta noche, esta noche dejaría de existir y ahí estaba, alentando a unos hombres a que hablaran de mí cuando ya no estuviera. Había aceptado mi muerte hace ya muchos años, pero aún así no era fácil. Mi familia, algunos amigos que dejé por el camino, ya no tendría la menor oportunidad de verlos porque desde ese momento yo no era yo, sino nosotros.

—Mucha suerte a todos —fue lo único que salió de mi boca tras el poco preparado discurso.

Un ligero mareo acudió a mi mente. Las dudas se apoderaron de mi corazón en ese momento: iba a morir, iba a morir sin que nadie me lo hubiera pedido y sin la garantía de que serviría de algo. Casio, percibiendo mi estado de ánimo, se acercó, puso su mano sobre mi hombro y me susurró:

—Hoy, hermano, tú y yo entraremos en los libros de Historia.

Una leve sonrisa apareció en mi rostro. Recogí todos los aparatos y las armas y me acerqué a la máquina; eran las doce menos cuarto. Casio se unió a mí, los dos estábamos preparados para emprender nuestra última gesta.

—Alea Jacta Est —murmuró Casio con una sonrisa.

—¿Qué? —recuerdo que le pregunté, en ese momento no le escuché.

—Nada.

Los dos entramos en aquella cabina. Recuerdo que pensé que había visto algo similar en un libro de Historia, aunque no recordé exactamente cuándo ni para qué servía aquella caja metálica. Introdujimos los datos en el GPS, cerramos la puerta e iniciamos la secuencia. Casio seguía musitando entre dientes. Los recuerdos que tengo sobre aquel momento son difusos, extraños, como si hubiera ingerido una tonelada de drogas. Únicamente poseo consciencia de sensaciones. La primera fue una estrechez agobiante, quedé sin respiración, me ahogaba y de repente el cielo se abrió y un gancho gigante nos cogió por la espalda y nos levantó a cientos de miles de kilómetros por hora. Notaba cómo mi cuerpo se desintegraba. Todo era tan extraño. Aunque ya lo había experimentado otras veces no pude más que sorprenderme.

Por fin, tras lo que pareció una eternidad, una explosión nos situó en el jardín del palacio del Dictador. Sabíamos, gracias a nuestros infiltrados, que a medianoche salía a dar un paseo por su jardín y también sabíamos que era en aquel momento cuando desactivaban la barrera magnética que protegía la sede del poder para que la guardia pudiera salir. Aquel era nuestro momento.

Un terrible golpe nos devolvió a la tierra. Allí estaba el Dictador, a escasos metros de nosotros. Su cara se convirtió en piedra, ninguna emoción asomaba en ella. Durante un instante pareció patético, un ser pusilánime y débil. Recuerdo que saqué precipitadamente mi pistola y disparé, sin éxito la primera vez, con más puntería la segunda. Aquella broma de persona cayó al suelo. Todo estaba sucediendo demasiado rápido, no sentía nada. Habíamos matado al Dictador, habíamos alcanzado el éxito en nuestra empresa. Sabíamos que nunca saldríamos de allí; era parte del plan, convertirnos en mártires. Miré a mi lado. Casio, lo que quedaba de él, estaba en el suelo dentro de un charco de sangre. Pensé que le habían disparado hasta que miré mis manos y pasé una de ellas por mi cara. La sangre las cubría, estaba completamente empapado. Había ocurrido otra vez: el teletransporte había salido mal y Casio había, literalmente, explotado. Todo lo que quedaba de él se encontraba en aquel charco de sangre y sobre mí.

El estruendo no pasó inadvertido. Rápidamente decenas de guardias salieron a mi encuentro. Yo tiré el arma y levanté mis brazos. Pensé que iban a dispararme pero uno de los guardias ordenó que se detuvieran. El que lo hizo es ahora nuestro Primer Ministro. En lugar de matarme en el acto, como pensé que ocurriría, me dieron una paliza. Mi sangre se mezcló con la de Casio en una dura pugna por cubrir mi piel. Me llevaron dentro y me encerraron en una prisión, desde donde escribo estas líneas. Mientras me llevaban no podía más que contemplar nuestra obra. Aquel maldito Dictador yacía en el suelo con una bala atravesándole la frente, muerto. Ya nunca más volvería a matar. Sin embargo nadie agradecería la suerte que le brindamos aquella noche. Tampoco podía olvidar la otra muerte de aquel día. Casio, mi pobre Casio, había muerto despedazado por la fuerza del viaje al aparecer de nuevo en la superficie.

Durante días esperé. Nadie vino a verme, no sabía nada de lo que acontecía en el exterior. ¿Sería famoso? ¿La gente hablaría de mí? ¿O en cambio nadie sabría qué era lo que realmente había ocurrido? Por fin, tras lo que me parecieron semanas, escuché pasos en el gélido pasillo. Era aquel hombre que había detenido los instintos asesinos de los guardias y evitado mi muerte. Tras llegar a la altura de la celda miró en su interior y esperó hasta que alcé los ojos.

—Gracias Bruto —debió notar mi sorpresa, una sonrisa apareció en su rostro—. Sin ti me hubiera sido imposible alcanzar el poder.

Dejó en la celda un pequeño televisor y se marchó. Encendí aquel aparato y las noticias azotaron mi mente. ¿Magnicidio inesperado? ¿Ataque terrorista? ¿Amado líder? ¿Vil asesinato? ¿Necesidad de protección? ¿Nuevo gobierno? ¿Elecciones? ¿Augusto como nuevo Presidente democrático? ¿Qué era todo aquello? Furioso, lancé el aparato contra la pared. ¿Qué había pasado con nuestros hombres? ¿Nadie había dicho nada? ¿Por qué la sociedad, que tanto detestaba a aquel hombre que habían matado, ahora lo adoraba e incluso lo echaba de menos? Nosotros, libertadores y fundadores de un mundo nuevo, éramos ahora delincuentes, viles terroristas.

Envidiaba el destino de Casio.

(Maelstrom)

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