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Mis mejores deseos para Cody Black (Ignacio J. Borraz)


Ignacio J. Borraz, alumno de la Escuela de Escritores y la Escuela de Fantasía. Ha publicado, de momento, 3 relatos en Crónicas de la Marca del Este, Antología Z 4: Zombimaquia y Libro de los monstruos y ha puesto voz a Una revelación de José María Merino en el número especial LNL de Cuentos para el Andén

Cody Light se despertó, como la mayoría de mañanas de sus días pares, con la boca pastosa, el cuerpo entumecido y el día avanzado. Se desnudó y se contempló ante el espejo. No había rastros de pelea. Un par de dientes rotos le devolvieron la sonrisa torcida que había formado en sus labios. Nunca tendría suficiente dinero para dentistas.

Se preparó el almuerzo con la voz chillona de una presentadora de la BBC narrándole los desastres del día anterior. Nada nuevo. En los días impares la tasa de criminalidad subía de forma consistente, como la espuma de una Guiness. La voz de la presentadora reñía con fiereza con la bronca del 4º 2ª. Las paredes y techos de papel de aquel bloque desvencijado de Seven Sisters no dejaban espacio a demasiada intimidad.
No encontró la nota hasta que se sentó a la mesa con el plato de salchichas y puré humeante entre sus manos. Para cuando regresó su atención al plato se había enfriado completamente.

Era una nota de Cody Black, el engendro que usurpaba y destrozaba su cuerpo los días impares. No era extraño que le dejara mensajes, pero normalmente eran insultos, frases ininteligibles o dibujos obscenos a color rojo en la pizarra de la nevera. En esta ocasión le pedía ayuda. Cody Light paladeó unos segundos la sensación de triunfo. Por lo visto estaba en un buen lío, en uno que se le escapaba de las manos. Las formas no habían cambiado demasiado y su petición de ayuda, cuando no se le escapaba algún ramalazo de desesperación, estaba plagada de amenazas y bravuconadas. A fin de cuentas, si Cody Black era asesinado, Cody Light también pagaba el pato, así que «mueve tu culo a Elephant&Castle por nuestra puta vida, colega, o despídete de ella».

Cody Light llamó al trabajo y se excusó. Tenía bastante práctica, pues muchos de sus despertares eran bastante peores que el actual. En parte por eso había tenido que renunciar a un trabajo de ocho horas diarias en una oficina reconocida y contentarse con un trabajo de tardes en una empresa suficientemente flexible y condescendiente con sus ausencias. Tan flexible como su salario. Tan condescendiente como la mirada triste de sus padres cuando le recordaban en qué zona destartalada de Londres vivía. Hasta el accidente había sido distinto. Molly le daba fuerzas para encajar, resignado pero con entereza, la vida resquebrajada que le devolvía su gemelo tras cada cambio diario. Molly le sacudía con la almohada, le balanceaba hasta que se despertaba y le animaba a recomponerse, poner buena cara y afrontar el nuevo día. Todo esto era en parte posible porque la gemela de Molly era una gemela razonable. Maligna, sí, como lo eran todos, pero con el amor propio de no vivir a costa de su gemelo benigno ni emparentada con el techno, las drogas y la mafia. Excepto por la sensación de impotencia y desorientación que suponía levantarse de la cama sin recordar nada del día anterior, Molly Light era capaz de llevar una vida normal. Y gracias al cielo, quería con locura a Cody Light.

Habían sido tiempos casi felices, en un apartamento pequeño pero acogedor cerca de Covent Garden, con dos sueldos decentes que les permitían una vida relajada y con un gato, Mr. Punch. Pero tuvo que entrar en escena Cody Black. Hasta entonces Cody Light nunca se había planteado cómo sería la convivencia entre sus gemelos los días impares: si se aceptaban, si habían conseguido aprender a soportarse, o si cabreados por una convivencia impuesta e indeseada pasaban sus días lo más lejos el uno del otro. Al menos aquel 19 de julio no fue así. Iban en el mismo coche y Cody Black conducía. A las nueve de la noche, muy por encima del límite de velocidad, su Vauxhall Tigra se empotró contra una de las columnas de apoyo del puente de Chelsea. Los análisis revelaron que iba hasta las cejas de un cóctel de Ketamina y Eva. Cody Light se despertó postrado en una cama de hospital, desorientado y con pinchazos terribles en su costado izquierdo. Molly no se despertó.

Tras la llamada a su jefe, Cody Light se vistió y fue a visitar a sus padres. Ante su extrañeza les contó que tenía el día libre porque este verano estaba haciendo turnos rotativos por el descenso de trabajo. Después dio un paseo por Hyde Park y compró unas cortezas de pan para hacer salir a las ardillas de su madriguera. Recorrió el centro de Londres con la mirada embobada de quien descubre por primera vez sus maravillas y entró en el Trocadero a echarse unas partidas a las recreativas, algo que no hacía desde su adolescencia más rebelde cuando se saltaba el instituto para ir. Sus padres llegaron a llevarle a un psicólogo por miedo a que Cody Black estuviera adueñándose de él también los días pares, pero fue un temor absurdo de unos progenitores preocupados. Cenó pronto cerca de Chinatown y luego, todavía a pie, anduvo hasta Tottenham Court para ver el partido de fútbol de la noche entre unas pintas de Fuller’s.

Regresó a su casa cerca de las diez de la noche, achispado por la cerveza. Giró la nota de su gemelo, dibujó con bolígrafo rojo un falo de tamaño considerable y escribió al lado «Mis mejores deseos para Cody Black». Después, se fue a dormir por última vez.

(Maelstrom)

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