Una vez en su habitación, Decker se durmió enseguida. Despertó totalmente descansado después de catorce horas de sueño, a mediodía del día siguiente. Cuando llegó al palacio una hora después, encontró a Rosen hablando con la mujer del hotel. Decker pudo apreciar que el velo de angustia que había cubierto su rostro la noche antes había sido reemplazado por una apacible mirada de esperanza. Al irse, sonrió a Decker agradecida.
Rosen había empezado a subir las escaleras con el jarrón de flores recién cortadas, pero al ver a Decker se volvió para esperarle.
—Bonito, ¿eh? —comentó Rosen.
—Bonito, sí —contestó Decker. Pero no pudo evitar preguntarse qué ocurriría con la mujer si moría su hijo.
3
EL CUERPO DE CRISTO
Diez años después, Knoxville, Tennessee
Fuera hacía frío. La habitual calidez otoñal del este de Tennessee había dado paso a una ola de frío que hizo que los vecinos corrieran a sus pilas de troncos en busca de calor y abrigo. Decker y su mujer, Elizabeth, yacían muy juntos y adormilados delante del fuego agonizante, soñando con el crepitar de las ascuas de fondo. El calor y el fulgor del fuego invitaban a no levantarse cuando sonó el teléfono. La pequeña Hope Hawthorne, de un año de edad, dormía profundamente en la cuna de su dormitorio. Aunque sabía que era poco probable que se despertara, al tercer timbrazo Decker se levantó lentamente del suelo y se dirigió hacia el odioso aparato. Al octavo timbrazo contestó.
—¿Diga?
—¿Decker Hawthorne? —preguntó la voz al otro lado del auricular.
—Sí —contestó Decker.
—Soy Harry Goodman. Tengo algo que te va a interesar —la voz de Goodman sonaba excitada y controlada a la vez—. Es una historia para tu periódico. ¿Puedes venir a Los Ángeles de inmediato?
—¿Profesor? —dijo Decker algo perplejo y no despierto del todo aún—. Menuda sorpresa. Han pasado... —Decker hizo una pausa mientras hacía recuento—. Han pasado siete u ocho años, ¿cómo está?
—Bien, bien —contestó Goodman apresuradamente, sin el más mínimo interés en prolegómenos triviales—. ¿Puedes venir a Los Ángeles? —volvió a preguntar con insistencia.
—No lo sé, profesor. ¿De qué se trata exactamente?
—Si te lo cuento por teléfono, vas a pensar que estoy loco.
—A lo mejor no. Póngame a prueba.
—No puedo. No por teléfono. Sólo te puedo decir que tiene que ver con la Sábana.
—¿La Sábana? —preguntó Decker sorprendido—. ¿La de Turín?
—Pues claro que la Sábana de Turín.
—Verá, profesor, siento sacar esto a colación, pero me temo que lo de la Sábana ya es historia. Le hicieron la prueba de datación del carbono 14 y se descubrió que no era lo suficientemente antigua para ser el sudario de Cristo. ¿Acaso no lo leyó en los periódicos el mes pasado? Salió en primera página en The New York Times.
—¿Pero crees que vivo en un caparazón o qué? Ya sé lo del carbono 14 —dijo Goodman. Era obvio que no le gustaba nada tener que dar explicaciones.
—Ya, entonces, ¿qué queda por contar?
—De verdad, no creo que deba hablar de esto por teléfono. Decker, puede tratarse del descubrimiento más importante de la historia desde que Colón descubrió América. Por favor, confía en lo que te digo. Te prometo que no te decepcionará.
Decker sabía que Goodman no era dado a exagerar. Era evidente que, fuera lo que fuera, tenía que ser algo bastante importante. Hizo un fugaz repaso mental a su agenda y quedó en viajar a Los Ángeles dos días después.
—¿Quién era? —preguntó Elizabeth.
—El profesor Goodman —contestó Decker.
Elizabeth le miró extrañada.
—¿Goodman? —preguntó—. ¿Henry Goodman? ¿Tu antiguo profesor? ¿El mismo con el que estuviste en Italia?
—Sí —dijo Decker sin demasiado entusiasmo—. Aunque es Harry, no Henry. Me temo que me voy a tener que perder la excursión a Cade's Cove el sábado. Tengo que volar a Los Ángeles para verle a propósito de una noticia.
Elizabeth no pudo evitar que la desilusión se dibujara en su rostro, pero no dijo nada.
* * *
Ya acostados, Decker y Elizabeth charlaron aquella noche sobre lo que Goodman podía haber descubierto. Decker no había hablado con él desde el otoño tres años después de que el equipo de la Sábana hiciera públicos los resultados de sus ciento cuarenta mil horas de trabajo en un informe oficial. En resumen, el informé afirmaba con toda seguridad que la imagen de la Sábana no era el resultado de una imprimación u otro método conocido de reproducir una imagen. A partir de los resultados de trece pruebas y procedimientos diferentes, se había comprobado que las marcas de la flagelación y la sangre que rodeaba los agujeros de los clavos y la herida lateral correspondían, sin lugar a dudas, a sangre humana. Las fibras debajo de la sangre no presentaban signos de oxidación, indicio de que la sangre manchó el tejido antes de cualquiera que fuera el proceso que creó la imagen. El informe concluía que aunque el lienzo podía ser lo suficientemente antiguo para ser el sudario de Jesús de Nazaret, era imposible intentar adivinar su antigüedad sin una datación con carbono 14, una prueba que no podría realizarse sin destruir un gran fragmento del lienzo.
Pero aquello había sido entonces. El avance de la ciencia había hecho posible que se pudiese realizar con toda precisión una prueba de datación con carbono 14 a partir de una muestra del tamaño de un sello. Al poco tiempo la Iglesia católica anunció que el papa Juan Pablo II iba a permitir que tres laboratorios diferentes realizaran la prueba del carbono 14 a la Sábana. La Iglesia hizo públicos los resultados algo más tarde aquel mismo año. Los laboratorios habían descubierto, con un grado de certeza del noventa y cinco por ciento, que la Sábana se había confeccionado con lino cultivado en algún momento entre 1260 y 1390, por lo que el lienzo no era lo suficientemente antiguo como para haber sido el sudario de Cristo.
—¿Qué te ha dicho el profesor Goodman? —preguntó Elizabeth—. ¿Que iba a ser el descubrimiento más importante de la historia desde que Colón descubrió América?
—Así es —contestó Decker negando con la cabeza.
—Y si se ha demostrado que la Sábana era un fraude, ¿a qué se puede estar refiriendo?
—No lo sé —dijo Decker encogiéndose de hombros—. Lo único que se me ocurre es que Goodman haya descubierto cómo se hizo la imagen. Después de todo, sabemos que se trata de una falsificación, pero no tenemos ni idea de cómo se reprodujo la imagen en el lienzo —explicó—. Pero si eso es todo lo que ha descubierto, está sacando las cosas de quicio. No es algo que pueda compararse ni mucho menos al descubrimiento de América.
—Pues entonces tiene que haber descubierto la forma de demostrar que es auténtica —concluyó Elizabeth.
Decker negó con la cabeza.
—No, eso es una locura —remató—. La datación con carbono 14 fue concluyente. Además es axiomático que no se puede probar la existencia de Dios en el laboratorio. Aun cuando la datación fuese errónea, ¿cómo iba Goodman a probar la autenticidad de la Sábana? La ciencia puede demostrar que la Sábana es un fraude, pero intentar probar que es auténtica sería de locos —Decker hizo una pausa antes de continuar—. Por no decir que sería algo del todo increíble en una persona que, como Goodman, ni siquiera está segura de su propia existencia, y mucho menos de la de Dios.
Rieron, se besaron y pusieron punto final a la conversación por aquella noche.
Los Ángeles, California
Harry Goodman recibió a Decker en el aeropuerto de Los Ángeles. Tan pronto hubieron subido al coche, Goodman abordó el asunto.
—Seguro que recuerdas —dijo Goodman— cuánto me afectó el descubrimiento de aquellas diminutas partículas de suciedad en la zona del talón de la imagen de la Sábana.
Goodman suponía demasiado —habían pasado diez años desde lo de Turín—, pero Decker asintió educadamente.
—No tenía sentido —continuó Goodman—. Ningún falsificador medieval se habría molestado en ensuciar la Sábana si la mancha no iba a poder apreciarse a simple vista. Fue entonces cuando empecé a cuestionar mi suposición de que la Sábana era un fraude.
Decker sacudió la cabeza, tenía que haber algún malentendido. ¿Estaba Goodman sugiriendo de verdad que pensaba que la Sábana era auténtica?
—Recuerdas, estoy seguro, que algunas de las pruebas más concluyentes fueron las obtenidas por el doctor John Heller a partir de las muestras recogidas con las tiras de cinta adhesiva Mylar.
Aquello sí que lo recordaba. Heller y el doctor Allan Adler habían demostrado que las manchas eran de sangre humana y también que las imágenes se habían creado por oxidación.[1]
—Claro —contestó Decker—. Pero ¿qué puede importar todo eso ahora que sabemos que la Sábana no es lo suficientemente antigua para ser auténtica?
—Quise examinar con más detenimiento las muestras obtenidas en la zona del talón y el pie —continuó Goodman, haciendo caso omiso a la pregunta de Decker—, así que dispuse lo necesario para que me las enviaran aquí. Es posible que recuerdes que las muestras se guardaron en una maleta especialmente diseñada para ello, y que se tomaron todas las medidas necesarias para garantizar que ningún material extraño las contaminara. Cada una de ellas se catalogó conforme a la zona de la que se había extraído y luego la maleta se selló herméticamente para su transporte. Por desgracia, aquello fue como cerrar la cerca después de escapados los caballos.
»En Turín pude contabilizar más de una docena de artículos contaminados que entraron en contacto con la Sábana. Por lo menos dos miembros del equipo y tres curas la besaron. Por lo que sé, parece que la Sábana ha estado expuesta a que se la bese y toque desde que apareció. Y no olvides las manchas de óxido de aquellas viejas chinchetas. Incluso los procedimientos que empleamos para no contaminarla introdujeron algunos contaminantes. Los guantes de algodón que usamos seguro que tenían polen norteamericano, que, sin duda, pasó al tejido de la Sábana. Y ya que hablamos de otros materiales, no podemos olvidar el contrachapado ni la superficie de apoyo ni el cobertor de seda rojo.
»A lo que voy es a que en las muestras recogidas con cinta adhesiva había toda suerte de impurezas que nada tenían que ver con el origen de la Sábana o la creación de la imagen. En el informe que publicó sobre la Sábana, el doctor Heller señalaba que se habían hallado fibras naturales y sintéticas, ceniza en suspensión, pelo animal, fragmentos de insectos, cera de abeja de cirios de iglesia y un par de docenas más de otro tipo de partículas, por no mencionar esporas y polen.[2] Este caos llevó a Heller a emplear en buena parte de su examen un índice de magnificación lo suficientemente grande para examinar las sustancias que pudieran haberse empleado para crear una imagen visible e ignorar el material más pequeño e irrelevante.
»El procedimiento seguido por Heller, el más apropiado para sus propósitos, pasaría por alto el tipo de restos que yo estaba buscando. Eso fue lo que me decidió a realizar un segundo examen. Me interesaba lo que podía haber pasado desapercibido entre toda aquella maraña microscópica.
»Estoy convencido de que lo que descubrí puede explicar el misterio de la Sábana —dijo Goodman haciendo una pausa—. Pero aún hay más.
—Y bien, ¿de qué se trata? —preguntó Decker.
—¿Qué hay de tu sentido del suspense? —le preguntó Goodman—. Pronto lo verás.
* * *
[1] John Heller: op. cit., págs. 181-188,197-200, 215-216.
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