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El Cristo clonado I - A su imagen (James BeauSegneur) [Entrega 5 de 57]

Una vez en la universidad, Goodman condujo el vehículo hasta el edificio William G. Young de la Facultad de Ciencias, en el lado este del campus de la UCLA, y estacionó en el aparcamiento de profesores. Su despacho, en la cuarta planta, estaba orientado hacia el oeste, y daba a un patio y a la Facultad de Ingeniería. La disposición era muy parecida a la que tuvo en la UT, incluido el deslucido aunque ya enmarcado cartel de «Pienso, luego existo. Eso pienso» y la última versión en impresión láser de la Primera ley del éxito de Goodman.

—Antes de nada —empezó Goodman mientras se acomodaban en el despacho—, he de confesar que te he traído hasta aquí un poco engañado.

A Decker aquello no le sonó nada bien, pero dejó proseguir a Goodman.

—Lo que vas a ver no debes contárselo a nadie. Por lo menos no todavía.

—¿Por qué entonces tanta urgencia en que viniera? —preguntó Decker desconcertado y algo molesto.

—Verás —contestó Goodman—, necesito un testigo y creo que me lo debes. Me podías haber metido en un buen lío con mis colegas cuando publicaste la historia sobre el proyecto de Turín. El único periodista que se suponía podía estar allí era Weaver, del National Geographic. Ni siquiera estábamos autorizados a hablar con la prensa. Y justo a la semana de regresar, saltan los teletipos de medio mundo con la noticia, publicada en un periódico de Knoxville por un seudoperiodista que ha conseguido hacerse pasar por miembro del equipo. Y para colmo, ese seudoperiodista no es otro que el que se hizo pasar por seudoayudante mío.

»Me investigaron a fondo, pero pudo haber sido mucho peor. Podía haberme costado la confianza de muchos de mis colegas. Por fortuna, resultaste de ayuda mientras estuvimos allí y los demás miembros del equipo se llevaron una buena impresión de ti. Si alguien llega a pensar que había ayudado a un reportero a meterse en el equipo a sabiendas, habría saltado la alarma y me habrían excluido de todo tipo de proyectos futuros. Así que en lo que a mí respecta, me lo debes y mucho.

—Un momento, yo sólo estaba siguiendo la Primera ley del éxito de Goodman: «La distancia más corta entre dos puntos es la que se salta las normas» —contestó Decker.

Pero Goodman tenía razón y Decker lo sabía. Desde aquello le remordía un poco la conciencia por la forma en la que se había colado en el equipo de la Sábana.

—Está bien —dijo por fin—, he de reconocer que fue una mala pasada. Se lo debo. Así que ¿qué es eso que quiere enseñarme y que no puedo contarle a nadie?

—Puedes contárselo a quien quieras, pero sólo cuando te diga que lo hagas. Es más, cuando llegue el momento te pediré que des la noticia. Pero no todavía. Ahora necesito un testigo y sabes bien que no aguanto a la mayoría de los periodistas. Para ser sincero, a ti te aguanto lo justo —añadió Goodman con una sonrisa intentando quitar hierro al asunto—. Necesito a alguien en quien confiar que mantenga la noticia en secreto hasta que yo esté preparado para hacerla pública. Tú cubriste la noticia sobre la Sábana desde el principio. La gente te creerá cuando hagas público lo que te voy a enseñar, pero si la historia sale a la luz demasiado pronto, podría arruinar todo el proyecto.

—Pero, profesor, si se trata de alguna investigación, ¿por qué no la publica personalmente en alguna revista especializada?

—Por supuesto que publicaré mi trabajo más adelante con todo detalle. Pero, bueno... Me temo que tendré que romper el hielo con el público antes de revelar a mis colegas la naturaleza exacta de mi investigación.

Decker, confuso, frunció el ceño.

—El caso es que me temo que yo también he llevado a la práctica la Primera ley de Goodman. En la comunidad científica hay gente estrecha de miras que es posible que critique mis métodos. Confío en que una vez divulgados los beneficios de mi trabajo, la opinión pública sea demasiado poderosa para que mis colegas censuren esos métodos. Así, a cambio de confidencialidad ahora, obtendrás exclusividad más tarde. Según vaya evolucionando la historia, tú serás el único periodista con acceso a la noticia. Por supuesto que una vez publicada, tendré que hablar con otros periodistas, pero me aseguraré de que tú tengas la noticia una o dos semanas antes que el resto.

—¿Qué es eso de según vaya evolucionando la historia? —preguntó Decker.

—Lo que te voy a enseñar hoy es sólo el principio. Habrá varias entregas antes de la publicación de la noticia completa.

Decker no tenía ni idea de qué era lo que había descubierto Goodman, pero no por ello dejaba de intrigarle.

—En definitiva, se puede resumir todo en cinco puntos —concluyó Goodman—. Primero, necesito un testigo en quien confiar. Segundo, me lo debes por lo de Turín. Tercero, has cubierto la historia de la Sábana desde el principio. Cuarto, si me prometes confidencialidad, yo te daré exclusividad.

—¿Y quinto? —preguntó Decker.

—Quinto —contestó Goodman—, si haces pública la noticia antes de que yo lo autorice, pienso negarlo todo y vas a quedar en el peor de los ridículos. Jamás podrás probar nada.

—Me ha parecido entender que la gente iba a creer mi historia.

—Sí, si yo te respaldo y tú me respaldas a mí. Pero si vas por tu cuenta y yo te desmiento, la gente creerá que estás mal de la cabeza. Decker, te estoy ofreciendo la mayor exclusiva sobre el más importante de los descubrimientos científicos y no científicos de los últimos quinientos años. Y en cierta forma también el más insólito de todos.

—De acuerdo —dijo Decker—. Veamos de qué se trata.

—¿Trato hecho? —preguntó Goodman extendiéndole la mano para sellar el acuerdo.

—Hecho —dijo Decker inclinándose sobre la mesa para apretar la mano de Goodman—. Bueno, ¿cuál es ese bombazo sobre la Sábana?

Goodman se arrellanó en su asiento, juntó las puntas de los dedos, apoyó los codos en los brazos de su butaca y miró hacia el infinito, pareciendo calcular sus palabras.

—Considera la siguiente hipótesis —empezó Goodman—. La imagen del hombre de la Sábana de Turín es el resultado de una liberación repentina de calor y energía luminosa procedente del cuerpo de un hombre crucificado en el momento en que éste experimentó una regeneración instantánea o resurrección, si se quiere.

Decker se quedó boquiabierto. Se hizo el silencio durante un buen rato y luego se echó a reír.

—¿Me toma el pelo, verdad? Es su venganza por lo de Turín, ¿no?

—Te aseguro que hablo completamente en serio —respondió Goodman mientras Decker seguía riendo.

—Pero es ridículo —dijo Decker. Había dejado de reír y buscaba en el rostro de Goodman algo que, a pesar de la negativa, le revelase que aquello no era más que una broma. Al no hallar indicio alguno prosiguió—: Profesor, eso no es una hipótesis científica; es una profesión de fe. Y puesto que la Sábana no es lo suficientemente antigua como para ser el sudario de Cristo, ni siquiera es fe ciega, es pura ignorancia.

—¡No es ninguna profesión de fe! Está basada en hechos y razonamientos estrictamente científicos. Es más, existe una forma de probar mi hipótesis y confirmar su veracidad.

En la mirada de Decker podía leerse su confusión.

—Está bien, morderé el anzuelo —dijo con reticencia—. ¿Cómo puede demostrarlo?

—A modo de explicación —contestó Goodman—, permíteme que te pregunte qué sabes de Francis Crick.

A Decker no le gustó el cambio de tema, pero decidió que daría una oportunidad a su viejo profesor y no hizo más preguntas.

—Sé que ganó el Premio Nobel de medicina en el sesenta y tantos...

—En el sesenta y dos —le interrumpió Goodman.

—... por descubrir junto con James Watson la estructura en doble hélice del ADN. Y sé que publicó hace unos años... —Decker intentaba por todos los medios recordar el título del libro.

—Se titulaba Life itself[1] —dijo Goodman completando la frase de Decker.

—Sí, eso es. Life itself.

—¡Bien! —dijo Goodman—. Entonces conoces el libro.

—Lo he leído, sí —Decker intentó dejar claro por medio de la entonación que no era un libro que le mereciera demasiado respeto, pero Goodman pareció no darse cuenta.

—¡Mejor todavía! Recuerda que, en su libro, Crick examina los orígenes posibles de la vida en nuestro planeta. Plantea la cuestión de por qué, a excepción de la mitocondria, el código genético básico de todos los seres vivos de la Tierra es idéntico. Incluso en el caso de la mitocondria, las diferencias son mínimas. Por lo que sabemos de la evolución de la Tierra, no existe una razón estructural obvia para que la codificación sea idéntica en los detalles. Crick no descarta del todo la posibilidad de que la vida se originara y evolucionara de forma natural en la Tierra, pero ofrece una segunda teoría: la de que la vida fue introducida en este planeta por una civilización muy avanzada de otro lugar. Si toda forma de vida en la Tierra tuvo un origen común, ello explicaría el aparente atasco en la evolución genética.

»Crick llama a su teoría "panspermia dirigida" y no dista mucho de la que formuló el astrónomo sir Fred Hoyle.[2] Crick señala que el lapso de tiempo transcurrido desde el big bang hace posible el desarrollo de la vida y la evolución de seres inteligentes en otros planetas nada menos que hace cuatro mil millones de años. Y eso si aceptamos la estimación bastante conservadora que fecha la creación del universo hace diez o doce mil millones de años. ¡Eso significa que en uno o más planetas de nuestra galaxia puede haber vida inteligente cuatro mil millones de años más avanzada que la vida en la Tierra!

»El profesor Crick sugiere a continuación que si esos seres inteligentes quisieran colonizar otros planetas no empezarían enviando seres de su propia especie. Para colonizar un planeta, primero hay que hacerlo habitable. Sin vida vegetal no habría oxígeno suficiente para el desarrollo de la vida inteligente, tal y como nosotros la conocemos. Y es evidente que los colonos tampoco tendrían con qué alimentarse. A fin de establecer la vegetación necesaria, no tendrían más que introducir en el planeta algún tipo sencillo de bacteria, como el alga azul-verdosa, y dejar que la evolución y los eones de tiempo hicieran su trabajo.

—Profesor —interrumpió Decker—, ya he leído el libro. Pero ¿qué tiene que ver con todo esto?

—Pues que ¿y si Crick tuviera razón? ¿Y si la vida hubiera sido introducida en la Tierra por antiguos seres de otro planeta? ¿Dónde están ahora? Bueno —continuó Goodman en respuestas sus propias preguntas—, Crick sugiere varias posibilidades. Tal vez murieran todos. Tal vez perdieran el interés en los viajes espaciales. Tal vez descubrieran que la Tierra no era adecuada para sus necesidades.

»Pero existe otra posibilidad que Crick nunca mencionó —Goodman hizo aquí una pausa para conseguir un golpe de efecto—. Es seguro que la Tierra no fue el único planeta en el que introdujeron la vida. Seguramente plantaron semillas en miles de planetas a lo largo y ancho de la galaxia, de forma que cuando finalmente regresaron a este planeta en particular, descubrieron que ya estaba poblado, y no sólo por plantas y animales. ¿Y si, debido a una insólita serie de giros paralelos en la evolución, descubrieron que estaba poblado por seres no muy diferentes a ellos mismos? ¿Lo invadirían y colonizarían de todas maneras o acaso decidirían observarlo y permitir que continuase su evolución natural?

—Profesor —volvió a interrumpirle Decker—, ¿qué tiene todo eso que ver con la Sábana de Turín?

—Piénsalo, Decker. Es posible que en algún lugar de la galaxia haya una civilización de seres miles de millones de años más avanzada que la nuestra y que haya diseminado la vida por toda la galaxia, incluida la Tierra. Creo que el hombre cuya regeneración creó la imagen en la Sábana de Turín era un miembro de esa estirpe progenitora enviado aquí como observador: un ser vivo de especie similar a la humana, pero tan superior a la nuestra que es capaz de regenerarse, y es posible que hasta hayan alcanzado la inmortalidad. No son dioses de verdad —por lo menos no en el sentido estricto del término—, pero sí algo muy parecido.

—Pero ¿es que no escucha lo que le digo? —interrumpió Decker—. ¡La Sábana de Turín no es tan antigua como para ser el sudario de Cristo! —Decker cerró los ojos y tomó aire para recuperar la compostura—. Mire, profesor —dijo pausadamente—, todo esto es completamente ridículo. Si se para a pensarlo un momento, verá lo disparatado que suena. Usted es un científico, un buen científico. Sabe diferenciar perfectamente una hipótesis razonable de una...

—¡No estoy loco! —espetó Goodman—. ¡Así que deja de tratarme como un niño y espera a que termine!

Decker se levantó dispuesto a irse.

—Lo siento, profesor. No es a mí a quien busca. ¡Lo que necesita es a alguien del National Enquirer![3]

Goodman abandonó su asiento y se interpuso entre Decker y la puerta.

—No estoy chiflado. Esperaba esta reacción, pero te repito que puedo probar y demostrar estas hipótesis. Sé que parece una locura, pero cuando veas lo que he descubierto en la Sábana lo entenderás.

Por fin podía la curiosidad de Decker agarrarse a algo tangible. Ya no esperaba dar con la noticia del milenio, pero tal vez descubriría qué era lo que había hecho trizas el conservadurismo científico de Goodman. Aceptó ir al laboratorio. De camino se relajó pensando en el lado cómico del asunto. ¿Qué te apuestas a que ha encontrado una mancha de mostaza —se dijo intentando no reír ante lo absurdo de la situación—. Elizabeth no se lo va a creer.»

* * *

Cuando llegaron al laboratorio, Goodman procedió a abrir un casillero cerrado con llave y sacó de su interior un estuche de plástico transparente con varias docenas de láminas portaobjetos en su interior. Decker lo reconoció como el estuche de muestras obtenidas con cinta adhesiva de la Sábana de Turín.

—Como te decía antes —comenzó Goodman—, tomé prestadas las láminas portaobjetos para examinar detalladamente las partículas de suciedad halladas en la zona del talón izquierdo de la imagen. No había vuelto a pensar en la Sábana durante los últimos años, pero cuando anunciaron que iban a hacerle la prueba del carbono 14, me acordé de algo. Me pregunté si sería posible determinar la composición específica de las partículas de suciedad halladas en la Sábana para determinar o descartar posibles orígenes de procedencia a partir de algún rasgo peculiar. En otras palabras, investigar si algo en la suciedad indicaba que ésta procedía de Oriente Próximo o si, al contrario, había algún indicio de que la suciedad procedía de Francia, de Italia o tal vez de otro lugar.

»Que procediese de Oriente Próximo o de Jerusalén mismo, incluso, no tenía por qué demostrar nada acerca del misterio de la Sábana. Si el falsificador se había molestado lo suficiente como para imprimir suciedad en la Sábana en cantidades tan diminutas que sólo un microscopio de alta definición del siglo xx pudiese detectar, entonces bien podría haber pensado también en importar la suciedad de Jerusalén. De tan lógico que es, resulta absurdo. Sólo quería echar otro vistazo.

Goodman se sentó ante un microscopio, encendió la lámpara y colocó un portaobjetos en la platina.

—En el coche te he contado que, por la naturaleza de lo que buscaba, el doctor Heller evitó emplear objetivos de gran aumento —hizo una pausa, miró a través del ocular, y ajustó los objetivos y el foco—. En mi caso —continuó levantando la vista y mirando de nuevo a Decker—, empleé objetivos de seiscientos y mil aumentos —Goodman se levantó y se retiró para permitir que Decker observara la preparación—. Esta primera muestra es la que se obtuvo directamente del talón izquierdo.

Decker movió el portaobjetos sobre la pletina y volvió a enfocar el microscopio.

—No hay mucho que ver —dijo sin apartar la vista del portaobjetos.

—Exacto —dijo Goodman—. Al principio me desilusionó bastante. Comprobé el estuche, pero las únicas muestras que había de los pies eran las pertenecientes a las heridas de clavo del pie derecho —Goodman retiró el portaobjetos cuidadosamente y volvió a colocarlo en la ranura correspondiente.

—Recuerda que el pie derecho tenía dos heridas de salida, lo que indicaba que el pie izquierdo había sido clavado sobre el derecho. El pie derecho se clavó primero, y la salida de este clavo se encontraba en el arco del pie. A continuación se clavó el izquierdo sobre el derecho, atravesando el clavo ambos pies y dejando una herida de salida en el arco del pie izquierdo y en el talón del derecho. Con todo, ninguna de las muestras parecía demasiado prometedora, porque cualquier partícula de suciedad que hubiese habido en la zona de las heridas probablemente habría quedado adherida al tejido con la sangre.

Goodman cogió un segundo portaobjetos del estuche de plástico.

—Esta muestra corresponde a la mancha de sangre del talón derecho. No es que esperara encontrar suciedad aquí, pero lo examiné de todas formas.

Goodman hizo una pausa.

—Fue entonces cuando lo descubrí.

Goodman sorteó a Decker, apagó la lámpara del microscopio y le entregó el portaobjetos. Decker tomó el portaobjetos y lo colocó sobre la pletina. Ajustó el espejo para compensar la pérdida de luz y enfocó la lente. Goodman giró el revólver y lo fijó en el objetivo de ochocientos aumentos. Decker observó como la preparación mostraba un cúmulo de partículas que le resultaban vagamente familiares; de apariencia cilíndrica, parecían incrustadas o amalgamadas en una sustancia costrosa, de coloración marrón oscuro, que supuso debía de corresponder a una gota de sangre.

Dejó pasar un instante y alzó la mirada hacia Goodman. Sus ojos estaban abiertos de par en par y su mente se debatía entre la incredulidad y la confusión.

—¿Es esto posible? —preguntó por fin.

Goodman abrió un grueso libro de texto de medicina por una página bien marcada y señaló una ilustración en la esquina superior izquierda. Lo que Decker vio era el dibujo de algo muy parecido a lo que acababa de ver a través del microscopio de Goodman. En el pie de foto se podía leer: «Células de piel humana».


[1] Francis Crick (1983): Life itself, Nueva York, Simon and Schuster.

[2] Sir Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe (1979): Diseases from Space, Londres, Dent.

[3] Periódico sensacionalista norteamericano. (N. de ta T.)

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