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Tarántula (Thierry Jonquet). Abrió la puerta y entró en el dormitorio... [Entrega 5]

Abrió la puerta y entró en el dormitorio, donde Ève aún dormía en el gran lecho con baldaquino. Su cara apenas asomaba entre las sábanas y su cabellera morena, espesa y ondulada formaba una mancha negra sobre el satén de color malva.
Lafargue se sentó en el borde de la cama y dejó la bandeja junto a Ève. Ella, ya incorporada, tomó un sorbito de zumo de naranja y mordió con desgana una tostada untada con miel.

—Estamos a veintisiete —dijo Richard—. Es el último domingo del mes, ¿lo habías olvidado?

Con la mirada perdida en el vacío, la joven esbozó un débil gesto negativo.

—Bueno —añadió Richard—, dentro de tres cuartos de hora nos vamos.

Salió de los aposentos de Ève. Al llegar al salón, se acercó al interfono para gritar:

—He dicho tres cuartos de hora, ¿entendido?

Ève se había quedado inmóvil para soportar la agresión de aquella voz amplificada por los altavoces.


Llevaban ya tres horas viajando en el Mercedes cuando salieron de la autopista para tomar una pequeña y sinuosa carretera comarcal. La campiña normanda se sumía en el sopor bajo el sol estival. Richard se sirvió una soda helada y, antes de cerrar la puerta del pequeño frigorífico, le ofreció un refresco a Ève, quien lo rechazó para seguir dormitando con los ojos entornados.

Roger conducía deprisa pero con habilidad. No tardó mucho en aparcar el Mercedes a la entrada de una finca situada a las afueras de un pueblecito. Un espeso bosque rodeaba la propiedad, algunos de cuyos edificios, protegidos por una verja, se alzaban muy cerca de las primeras casas del pueblo. Grupos de paseantes disfrutaban del sol sentados en el pórtico. Entre ellos circulaban varias mujeres en bata blanca, que llevaban bandejas llenas de vasitos de plástico multicolores.

Richard y Ève subieron el tramo de escalera que conducía al vestíbulo y se dirigieron al mostrador, donde una imponente recepcionista ejercía su autoridad. La chica sonrió a Lafargue, estrechó la mano de Ève y llamó a un enfermero. Ève y Richard fueron tras él y los tres entraron en un ascensor, que se detuvo en el tercer piso. Un largo pasillo ofrecía una perspectiva rectilínea con puertas a ambos lados, reforzadas y provistas de una mirilla rectangular de plástico transparente. Sin pronunciar palabra, el enfermero abrió la séptima puerta de la izquierda contando desde el ascensor y se apartó a un lado para ceder el paso a la pareja.

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