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Tarántula (Thierry Jonquet). Alex se apoyó con una mano en el tronco... [Entrega 11]

Alex se apoyó con una mano en el tronco de un olivo y orinó, regando con el chorro una columna de hormigas que se afanaban en trasladar un asombroso montón de ramitas.
Se acabó la cerveza chupando la lata, se enjuagó la boca y escupió. Resopló al sentarse en el banco del porche. Tras eructar de nuevo, se sacó del bolsillo del pantalón corto un paquete de Gauloises. Se había salpicado de cerveza la camiseta, ya sucia y grasienta. A través de la tela, se palpó la barriga y se pellizcó un rollo de grasa entre el índice y el pulgar. Estaba engordando. Las tres semanas que llevaba de inactividad forzosa, ocupado únicamente en descansar y comer, se estaban haciendo notar.

Alargó un pie para pisar un periódico de hacía más de quince días. La suela de la bota deportiva tapó la cara que aparecía en la primera plana. La suya. Un texto a una columna escrito en grandes caracteres, en el que destacaban unas mayúsculas todavía mayores: su nombre, Alex Barny.

Había otra foto, ésta más pequeña: un tipo rodeando con un brazo los hombros de una mujer que llevaba un bebé en brazos. Alex carraspeó y escupió sobre el periódico. El salivazo y unas briznas de tabaco cayeron sobre el rostro del bebé. Escupió de nuevo y esta vez dio en el blanco: la cara del poli que sonreía a su reducida familia. Ese poli que ahora estaba muerto...

Alex vertió el resto de la cerveza sobre el periódico; la tinta se diluyó, emborronando la foto, y el papel se empapó. Se quedó absorto en la contemplación de los regueros que ensuciaban poco a poco la página. Luego la pisoteó para romperla.

Una sensación de angustia lo invadió. Se le empañaron los ojos, pero las lágrimas no acudieron a ellos; los sollozos que nacían en su garganta se truncaron, dejándolo desamparado. Tensó la venda del apósito, que estaba arrugada, la alisó y cambió de sitio el imperdible.

Con las manos sobre las rodillas, permaneció allí contemplando la noche. Durante los primeros días que pasó en la casa le había costado horrores soportar la soledad. La herida infectada le provocaba un poco de fiebre y los oídos le zumbaban, una desagradable sensación que se mezclaba con el canto de las cigarras. Escrutaba el campo y muchas veces le parecía que un tronco se movía; los ruidos de la noche le inquietaban. Llevaba siempre el revólver en la mano o se lo apoyaba sobre el vientre cuando se tumbaba. Llegó a temer por su cordura.

La bolsa que contenía los billetes estaba junto a la cama. Alex solía alargar el brazo hacia el suelo y metía la mano entre los fajos, que removía y palpaba, disfrutando de ese contacto.

Tenía momentos de euforia en los que, de repente, se echaba a reír y se decía que después de todo no podía pasarle nada. Seguro que no lo encontrarían. Allí estaba a salvo. No había ninguna edificación a menos de un kilómetro de distancia. Sólo unos cuantos turistas holandeses y alemanes que habían comprado casas de labranza en ruinas para pasar las vacaciones, hippies con rebaños de cabras, un alfarero... En resumidas cuentas, nada que temer. Durante el día, a veces observaba la carretera y los alrededores con unos prismáticos. Los turistas daban largos paseos y recogían flores. Los hijos eran asombrosamente rubios; había dos niñas pequeñas y un niño un poco mayor. Su madre tomaba el sol, desnuda en la terraza de la casa. Alex la espiaba mientras se palpaba la entrepierna mascullando.

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