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Tarántula (Thierry Jonquet). Después de comer, Roger lo condujo en el coche... [Entrega 16]

Después de comer, Roger lo condujo en el coche a Boulogne. La consulta empezaba a las dos de la tarde. Lafargue atendió rápidamente a sus pacientes: una joven madre de familia con su hijo, afectado de labio leporino, y varios candidatos a rinoplastias: el lunes era el día de las narices. Las había para todos los gustos: rotas, prominentes, desviadas... Lafargue les palpaba el rostro a ambos lados del tabique nasal y les mostraba fotos de «antes» y «después». La mayoría eran mujeres, pero también acudían algunos hombres.
Cuando la consulta hubo terminado, trabajó a solas estudiando las últimas revistas estadounidenses. Roger fue a recogerlo a las seis.


De regreso en Le Vésinet, llamó a la puerta de los aposentos de Ève y descorrió los cerrojos. Ève estaba sentada al piano, desnuda, y tocaba una sonata sin dar señales de haberse percatado de la presencia de Richard, a quien daba la espalda. El cabello negro y ondulado se agitaba sobre sus hombros cada vez que ella movía la cabeza mientras pulsaba con fuerza las teclas. Richard admiró su espalda, torneada y musculosa, los dos hoyuelos bajo los riñones, sus nalgas... De repente, Ève interrumpió la sonata, ligera y aterciopelada, para atacar los primeros compases de ese tema que Richard tanto odiaba. Canturreó con voz ronca, exagerando los tonos graves: So me day, he'll come along, The Man I love... De pronto introdujo un acorde disonante para interrumpir la pieza y, con una torsión de la cintura, hizo girar el taburete. Permaneció sentada frente a Richard con las piernas abiertas y las manos sobre las rodillas, en una postura obscena y desafiante.

Durante unos segundos, él no pudo apartar los ojos del vello castaño que cubría su pubis. Ella frunció el entrecejo y, con lentitud, abrió todavía más las piernas, se introdujo un dedo en la hendidura del sexo y se separó los labios, gimiendo.

—¡Basta! —gritó Richard.

Con un ademán desmañado, le tendió el frasco de perfume que había comprado por la mañana. Ella lo miró con una expresión irónica. Richard dejó el paquete sobre el piano, le lanzó una bata y le ordenó que se cubriera.

Tras haber rechazado la bata, Ève se levantó de un salto y se acercó a él deshaciéndose en sonrisas. Le pasó los brazos en torno al cuello y frotó su pecho contra el torso de Richard. El tuvo que retorcerle las muñecas para desasirse.

—¡Arréglate! —ordenó—. Ha sido un día espléndido. Vamos a salir.

—¿Me visto de puta?

Richard se abalanzó sobre ella, le rodeó el cuello con las manos y apretó, manteniéndola a distancia. Repitió la orden. Ève se asfixiaba con una mueca de dolor, de modo que tuvo que soltarla enseguida.

—Perdona —masculló—. Por favor, vístete.

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