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Tarántula (Thierry Jonquet). Se sentaron bajo una pérgola... [Entrega 18]

Se sentaron bajo una pérgola y un camarero fue a tomarles nota. Ella comió con apetito; él apenas tocó los platos. Ève se puso nerviosa mientras intentaba quitarle el caparazón a una cola de langosta y, exasperada por su propia torpeza, empezó a hacer muecas infantiles. Richard no pudo evitar echarse a reír. Ella también rió, y de pronto Richard se puso serio. «Dios mío —pensó—, hay momentos en que casi parece feliz. ¡Es increíble! ¡Qué injusticia!»
Ella había captado el cambio de actitud de Lafargue y decidió aprovecharse de la situación. Le indicó que se acercara a ella y le susurró al oído:

—Oye, Richard, aquel camarero no me quita ojo desde que hemos empezado a cenar. Podría quedar con él para más tarde...

—¡Cállate!

—Sí, hombre, voy al baño, le cito en el jardín y me dejo follar entre los arbustos.

Richard se había apartado de ella, pero Ève siguió hablando y riendo cada vez más fuerte.

—¿No? ¿No quieres? Podrías esconderte para verlo todo. Yo me las arreglaría para acercarme a ti. Mira, pero si se le cae la baba...

Él le echó el humo del cigarrillo en plena cara, pero Ève no callaba.

—¿De verdad que no? Sería en un visto y no visto, me subiría el vestido y... Vaya, pues al principio te gustaba mucho así...

«Al principio», efectivamente, Richard llevaba a Ève a un parque —Vincennes o Boulogne— y la obligaba a entregarse a los transeúntes nocturnos mientras él observaba su degradación escondido entre los árboles. Luego, por miedo a una redada policial, que habría sido catastrófica para él, había alquilado el estudio de la calle Godot-de-Mauroy. Desde entonces, prostituía a Ève dos o tres veces al mes. Esa frecuencia bastaba para aplacar su odio.

—Hoy te has propuesto ser insoportable —dijo Richard—. ¡Casi me das lástima!

—No te creo —repuso ella.

«Quiere provocarme —pensó Richard—, pretende convencerme de que se ha instalado cómodamente en el fango donde la obligo a vivir, que disfruta envileciéndose...»Ella proseguía su juego, atreviéndose incluso a dirigir un elocuente guiño al camarero, que se sonrojó hasta las orejas.

—¡Venga, vámonos! —exclamó Richard—. Esto ya ha durado demasiado. Si tanto te preocupa «complacerme», mañana por la noche iremos a ver las citas que tienes, o quizá te pida que hagas un poco la calle...

Ève sonrió y le agarró la mano para no perder el dominio de sí misma. Él sabía lo penosas que le resultaban esas relaciones y lo mucho que sufría cada vez que la obligaba a vender su cuerpo. A veces, durante esos encuentros, Richard veía a través del espejo falso del estudio cómo a Ève se le llenaban los ojos de lágrimas, cómo se contraía su rostro a causa del asco contenido. Y él se regocijaba con ese sufrimiento, que era su único consuelo.

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