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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 11

Ignoraba adónde conduciría tal conversación. El trayecto era habitual. No valía la pena que hubiese interrumpido mis ejercicios para eso: ni los de equitación, según ella creía, ni los de poesía, por los que los había sustituido esa mañana, que me gustaban más.

- Yo tengo que defender mi fortuna; tengo que defender mis derechos, y, por desgracia, ya que tú no lo haces, tengo que defender los tuyos. Eres mi prolongación y, dado el cariz de los acontecimientos, mi único medio de seguir en el trono, si hablamos claramente. Quizá con otro hijo me habría ido mejor... Mírame cuando te hablo, Boabdil.

Lo hice. Levanté los ojos desde el ciervo azul, ahogado en remanso de sol; pero ella tampoco me miraba. Fue entonces cuando levantó sus ojos. Son espléndidos. Lo único espléndido que hay en su rostro no hermoso: oscuro, demasiado largo, con un ligero bozo sobre el labio superior; un rostro adusto y poco grato. Se puso de pie sin darme tiempo a ayudarla. Ahora estábamos muy cerca y frente a frente. Continuó:

- Sin embargo, no tengo más hijos que Yusuf y tú, y tú eres el mayor, qué le vamos a hacer. Es hora de casarte -añadió de repente.

Percibí en su mirada la alarma que ella debió de percibir en la mía. Me puse, en efecto, tenso como quien acusa una amenaza, o una llamada brusca o en exceso sonora.

- He llegado a la conclusión de que ninguna de tus primas nos conviene. Seguir mezclando sangres en una familia como la nuestra es arriesgarse a tener descendientes aún más débiles que tú. Ya ves cómo nació tu hermano -se refería a la mano inválida de Yusuf; fui a protestar, pero me interrumpió con un gesto irrebatible-. Déjame proseguir. Por añadidura, una esposa de sangre nazarí metería en casa la ocasión y el peligro. No quiero que se susciten pretensiones al trono en contra de la tuya, ni que nadie se haga ilusiones de gobernar a tu través. Las ramas familiares deben quedarse en donde están. Bastante tenemos con la pasión de mando de los abencerrajes y con los disturbios de los Voluntarios de la Fe (estoy convencida de que la única fe que tienen es en ellos mismos y en su propia fuerza). Ya ves que trato el tema sin rodeos. No sé, ni me importa, cuáles hayan sido tus escarceos amorosos, aunque tengo noticias contradictorias, no todas de mi agrado -ahora sí me miraba-. Tampoco eso va a pesar en contra ni a favor de lo que voy a proponerte. (Y digo proponerte por emplear una palabra amable). Espero que mi elección de esposa te parezca plausible.

Fui a interrumpirla, pero me interrumpió ella a mí.

- Tu prima Jadicha sería la última que querría a tu lado. Primero, porque no estoy segura de que no sea un muchacho -continuaba mirándome-. Y, si es una mujer, porque es de las que, para que el mundo entero sepa que son libres, le restriegan su libertad por la cara a todo el que se encuentran. Es excéntrica, llamativa y necia. Ninguna mujer inteligente desafía a nadie si no es imprescindible. Me recuerda a aquella princesa Walada de los omeya: mucha estola blanca con versos de amor bordados en negro, mucha estola negra con versos de amor bordaos en blanco; pero ni le sirvieron de nada, ni la acercaron un ápice a su meta. Tu prima Jadicha se tiñe el pelo de verde, y tiñe del mismo verde el pelo del caballo que monta: un despilfarro y una estupidez. Acabará por quedarse calva y por dejar calvo al caballo, lo que sería peor. Y todo para pasear y trotar por el Generalife. Tales excesos me parecerían bien en el alcázar de Segovia, por ejemplo, para reírse de los cristianos, tan torvos y tan pusilánimes; pero, para andar por una huerta, sólo son ganas de llamar la atención.

Yo iba, en efecto, a referirme a mi prima Jadicha, de la que creía estar enamorado. Quedaba claro que mi madre, a pesar de ser mandona y distante, sabe todo de todos.


(Entrega siguiente)

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