NOTICIAS                              FORMACIÓN LITERARIA                              ARTÍCULOS                              LEER

'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 4

Amina continuó:

'Soy el traidor a las palomas.
Antes, cuando fui su amigo, las sostuve temblando.
Ahora, vibrante, las acoso
y les doy muerte con mi lengua'.

Recordé el momento en que escribí esa letra. Casi recién casados, había ido con Moraima a pasar unos días al Cenete. Por las mañanas salía con mi arco y mi aljaba para tirar a las torcaces.

- Es el arco -murmuré.

'¿Dónde estarán aquellos días, la luz de aquellos días?', me preguntaba. Los dos hermanos me abrazaron, cada cual por un lado. Amina besó mi barba; Amín, mi mano derecha.

- La última -dijo Amina-. Es muy alegre.

'Soy el dueño de la brisa.
Si quiero, sopla el céfiro; si quiero, el viento Sur.
Pero lo que prefiero es acariciar el rostro
del más hermoso de los nazaríes'.

La cantó sin laúd, mientras me abanicaba.

- El abanico -dije-; pero el resto es mentira.

Me aplaudieron los dos, al unísono como hacen casi todo. Me sirvieron una última copa, y se retiraron, convencidos de que el más hermoso de los beni nazar -no el más hermoso, pero sí el más desdichado; el que estaba allí, lejos de todos los demás, vivos o muertos; el que había perdido hasta su derecho al nombre de la estirpe; el que acababa de cerrar los ojos para ocultar las lágrimas- necesitaba descansar. Sentí como una arcada, y se me llenó de amargura la boca. Le eché la culpa a la aspereza del vino.

He dormido muy mal. Hace ya un largo rato que me levanté. Abrí las vidrieras del mirador, y vi cómo se disponía despacio a amanecer sobre la ciudad. Esta ciudad podría decirse que es la mía: he vivido en ella más tiempo que en ninguna; pero algo dentro de mí lo contradice. Fez no será nunca mi ciudad, ni yo seré suyo, porque mis huesos no conciliarán en su tierra definitivamente el sueño... ¿Escribo sólo para retrasar el adiós?

Aún era noche cerrada. La voz del muecín se alzó como quien rompe de repente un cacharro, y recoge luego los añicos, y los recompone con torpeza, y lo deja caer de nuevo, sin remedio esta vez. Digo se alzó, pero también descendía, y jugaba en el aire igual que un pájaro, y se posaba de repente, y se enroscaba y se desenroscaba. Parecía acabarse ya, y continuaba con más ímpetu. Infinidad de veces habré oído la llamada a la oración, y recordaba ahora algunas de ellas: la del imán de la Alhambra por ejemplo, que era igual que un rebuzno y nos hacía reír, de niños, a Yusuf y a mí; pero era como si ésta de hoy fuese distinta. Flotaba sobre la ciudad, que yo veía a mis pies, presintiendo más que viendo, a mi izquierda, el cementerio de los mariníes. Flotaba sobre la noche, como si no formase parte de ella, y fuese su mejor parte, sin embargo. Era un llanto; pero no lo era, sino un reproche para provocar el llanto. Sus palabras resultaban, como las de las canciones de Amina, indescifrables. Y, no obstante, cualquiera podía descifrarlas. Hablaban de la obsesión más antiguo del hombre: la de ser amparado; la de adorar a algo superior, a alguien superior, que a él le conviene que exista para no quedarse absolutamente sólo en medio de la noche, perdido sin asidero en el universo, sin que nadie más alto se tome el trabajo ni de reírse de él y de su soledad. El hombre infeliz necesita a su Dios como el rebuzno de su asno, y sus palomas, y su arco, y su abanico, y el calor de su mujer, y la pesadilla de sus hijos que lo despiertan cuando lloriquean allá cerca del madre, y el olor nauseabundo y caliente de la bosta aún húmeda... Todo eso, amenazadora y suplicante, repetía la voz. Las voces, porque eran muchas ya. De pronto, muchas: trenzadas y hostiles, sustituyéndose y aliándose como un humo agrio y suave y paciente y urgente que se elevara desde los alminares recordando a los que dormían descuidados que el hombre no es nada: una chispa que cruza y que se extingue sin haber compartido su calor. Nada, si no se pone de acuerdo con las otras chispas en aquello que debe ser creído. Nada, sino lo que él mismo se proponga: ahora, un ser perezoso que acaso hizo el amor al principio de la noche, y se echa agua en la cara, y se moja la garganta y los brazos, y va en busca de su trabajo, sin gusto ni esperanza, bajo el peso de un Dios inventado y afortunadamente inasequible... ¿Inasequible e inventado? ¿No lo hizo el hombre a su imagen y semejanza para tenerlo más a su alcance? Las voces, casi a centenares, lejos o cerca, eran sólo una queja. ¿Por quién? ¿Por los hombres que abandonan al Dios que construyeron? ¿Por el Dios que, desde el comienzo, abandonó a los hombres? ¿Qué recurso queda? Una queja que parecía que jamás iba a terminarse. Y, de improviso, terminó. Como si no hubiese existido. Es la mejor manera.

(Entrega anterior)

(Entrada siguiente)

No hay comentarios:

Publicar un comentario