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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 15

Moraima, montada sobre mí, me ha devuelto todas las caricias. Ha recorrido los misteriosos triángulos de mi cuerpo, excitándome y aniquilándome. Poseído por esa embriaguez, en que se deja de vivir por vivir más, o en que uno deja de ser uno mismo para confundirse con todo lo que goza, con todo lo que vibra, con todo lo que palpita en este mundo, he pensado a ráfagas qué breve y sucedáneo es el deleite de la masturbación comparado con este otro, tan inducido como compartido, donde la crueldad y la generosidad, el egoísmo y la largueza se enredan y confunden.

Debilitada la cabeza por las largas caricias, agitada con los ojos en blanco sobre los almohadones, ignoro por qué me ha venido a las mientes una escena de mi adolescencia. Fue en una de las huertas del Generalife, en la más grande. Tenía entre las manos el libro de un maestro sufí, y veía -como antes y después tantas tardes- ponerse el sol. Era en verano. La humedad, y el ruido de las aguas que vienen y se alejan, y la luz resistiéndose a morir en la cañada que se para la colina de la Alhambra y la del Albayzín, suscitaban una gustosa melancolía. Debajo de mí, que me halaba sentado y silencioso, apareció por la ladera un muchacho de los que cuidan la huerta. Sin notar mi presencia, se dejó caer en un ribazo lleno de hierba a punto de agostarse. Estaba frente al sol poniente con la cabeza erguida, abiertas las piernas, las manos entre ellas. Y, sin prisa, con la parsimonia de quien obedece una sagrada rúbrica, se levantó la túnica, aflojó sus zaragüelles, y se masturbó como en un íntimo y total sacrificio al sol que se moría. O así lo entendí yo. El corazón me latía con fuerza, no sé si por el deleite al que estaba asistiendo, o por el temor de que el muchacho, concluido su acto, me descubriese. Caído sobre la hierba, se contrajo su rostro en un gesto que podría haber sido de un dolor insufrible, hasta que el crispamiento se suavizó, y se apaciguaron sus labios. El muchacho era tan esbelto, tan rústico y delicado a lave que, excitado yo mismo, sacrifiqué también al sol, y me derramé sobre la tierra. El libro de amor místico había caído desde mis rodillas, y aquel día ya no leí más.

A Moraima le conté, concluido nuestro rito, la visión que me había asaltado mientras la amaba. Ella me interrogó sobre el pastor.

- No era un pastor, sino un hortelano.

- Es lo mismo.

- No, no es lo mismo. Y además no recuerdo cómo era. Sólo la contracción de su boca y de su frente, como si fuese a gritar, y la mitigación después. Pienso si será eso lo que le sucede a quienes están a punto de morir, los convulsiona la agonía, y la muerte luego suaviza las facciones. Sólo me acuerdo de eso.

- ¿Nada más? -preguntó Moraima con malicia.

Yo me eché a reír.

- Recuerdo también algo muy ostensible: su sexo enhiesto y moreno, como los troncos que, según he leído, idolatran algunos africanos.

- ¿Enhiesto y moreno? -repitió mientras retiraba el cobertor con el que nos habíamos tapado.

Me besó, riendo, la risa de mi boca, y recomenzamos, era pasado el mediodía, otra morosa tanda de recíprocos tactos.

- Este jazmín -dijo Moraima- no cesa de dar flores.

- Y aun entre una y otra floración -le repliqué-, no le falta el perfume.

Y le besé los pechos.

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