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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 22

- Y con las demás piernas, ¿qué te hicieron?

- Las fui perdiendo una a una, hasta que tu padre, al verme con una sola, me dijo: "Como las adormideras te salvaron la vida, mejor será que te dediques a cuidarme el jardín, que, fuera de la guerra, es lo que más me gusta, y a distraer a mi hijo mayor, que yo oportunamente te presentaré". Si me permites decírtelo, lo que sucede es que echo de menos la guerra. Echo de menos, ya ves tú, hasta a aquel rey que los suyos dicen que tiene cara de león, y lo que tiene es cara de mono, feo como un pecado de incesto.

- ¿Qué rey?

- ¿No te lo estoy diciendo? Enrique IV. Muy alto, con el culo muy gordo y con cara de mono. Yo, a la segunda vez que me lo encontré frente a frente, ya le hablé de tú, porque, si me lo permites, me estaba ya cansando. Seis entradas hizo en la Vega en muy poquito tiempo, y hubiera seguido haciendo más si es que no le paramos oportunamente los pies.


Mientras relataba sus gestas, cada día de una manera diferente, cavaba, podaba, regaba, quitaba hojas o recortaba los arrayanes. Nada podía detenerlo cuando estaba en vena. A veces se quedaba con una podadora o con una azada en la mano, o apoyaba en un astil la barba, y le resplandecía la sonrisa, que era una de las más blancas y brillantes que yo he visto en mi vida. Porque él, que por fuera todo lo tenía feo, al acabársele la áspera cáscara del cuerpo y abrírsele el postigo de los labios, dejaba ver la belleza de su interior, y su interior y empezaba en los dientes.


'Mis cualidades -canturreaba- se corresponden
con las de un palacio real:
por fuera, manchas y desconchones;
por dentro, las maravillas'.


Y se sonreía mirando de hito en hito al que tuviese en frente.

- ¿Tú tenías caballo propio? -le preguntaba yo.

- ¿No había de tenerlo? Yo era amigo de tu padre, y todos los amigos de tu padre estamos llenos de caballos propios de raza pura. Tenía un caballito no muy largo, ancho de pecho, con una grupa que ni la de una mujer, y una cara alargada y fina, con ojos de princesa, y ollares como para colmárselos de alhelíes. Cuando cogía el trotecito, era capaz de subirte a la Alpujarra en menos de lo que canta un mirlo. ¿No había de tener yo caballos? ¿O es que yo no soy amigo de tu padre?

- Pero ¿mi padre y mi abuelo se llevaban bien?

Yo había oído comentarios que a un niño, por muy simple que se le suponga, siempre se le quedan grabados. Trataban de reyertas o desagradecimientos familiares.

- Mira, reyercito, eso era cosa de ellos. Yo fui amigo de tu abuelo, y soy el mejor amigo de tu padre. ¿Cómo no iba a tener yo caballo? ¿O, entonces, qué fue lo que me asó?: ¿que se me cayó en lo alto el aballo de un cristiano y me rompió la pierna? Si me permites decírtelo, eso es sencillamente una suposición.

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