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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 30

¿Dónde están aquí los puros curaisíes, los puros fihiríes, u omeyas, o gaisíes, o jazrayíes, o ansaríes o yemeníes, o chozamíes, o gasaníes? No quedan. Todos son hijos o nietos de algún renegado; todos tienen una madre o una abuela cristiana, o son ya cristianos ellos mismos. ¿Quién hay de pura raza aquí? Ni siquiera los mejores caballos. De los doscientos cincuenta mil habitantes, no llegarán a diez los que conservan una sola sangre. Todos somos aquí andaluces, que es bastante. Y es necio empeñarse en el orgullo de las aristocracias y de las genealogías. Por él nos criticó Ibn Jaldún: "se imaginan que con el linaje y un empleo en el gobierno se llega a conquistar un reino y a dominar a los hombres". (Probablemente hace falta mucho más. Y, por descontado, que los hombres se dejen gobernar, y conquistar los reinos).

En cuanto respecta a nosotros, los nazaríes, me temo que empezamos a exagerar desde el Fundador de la Dinastía. Ya cuando una dinastía se funda, mala cosa; eso prueba que tuvo un principio y que se imaginó cuanto lo precedía. Porque, ¿no eran esclavas cristianas Butaina, la madre del gran Mohamed V, y Mariam, la avariciosa madre de Ismail II, y Buhar, la madre de Yusuf I, y Alwa, la de Mohamed IV, y Sams al Dawla, la de Nazar Abul Yuyus? Y ellos eran -todos ellos, comprensivos y abiertos- quienes verdaderamente merecían el nombre de andaluces.

[Después, con mayor calma, he leído en Averroes que "el clima y el paisaje de Andalucía, más semejante a los de Grecia que a los de Babilonia, hacen a sus hombres sosegados e inteligentes. Y así como la lana de las ovejas andaluzas es más delicada que otra ninguna, así sus gentes son las de temperamento más equilibrado, como se trasluce por el color de su tex y por la calidad de sus cabellos. La piel de los andaluces no es morena como la de los de Arabia, y su pelo no es ni crespo como el de los africanos, ni lacio como el de los nórdicos, sino sedoso y ondulado". Y leí también en Ibn Jaldún que la fusión de elementos tan dispares había concluido en un tipo y una raza andaluces que se diferencian de los magrebíes por una singular vivacidad de espíritu, una notable aptitud para aprender y una graciosa agilidad en sus miembros. Aunque él lo atribuye, sobre todo, a la alimentación, muy apoyada en la cebada y el aceite, porque era partidario de proclamar la prez beduina y sus escaseces como origen de la grandeza. Y, desde más cerca, mi paisano Ibn al Jatib pintó un claro retrato que responde a la generalidad de los andaluces: nuestra talla mediana, nuestra tez apenas dorada, nuestro cabello oscuro y suave, nuestras facciones regulares y finas...

No sé qué tendrán que oponer a esto los cristianos, los árabes o los judíos; los andaluces somos diferentes de todos ellos. Y, en cualquier caso, como dijo el califa Alí, yerno de Mahoma, "en el curso de mi larga vida he observado que a menudo los hombres, más aún que a sus padres, se parecen al tiempo en el que viven"].

Todos los humanos, sólo por serlo, tienen tanto en común que las diferencias me parecen mínimas. ¿No es mayor la que hay entre un tigre y un lince que entre mi padre y Muley 'el Negro', por distintos que sean su estatura, su religión, su color y su fortuna? Más diferencias veía yo, por su forma de vida, entre mi tío Yusuf y Faiz el jardinero que entre el imán de la mezquita de la Alhambra y un hombre que solía subir por la Antequeruela, y que me señalaron como sacerdote cristiano.


Tanto me conmovió en aquel entonces este tema que quise comprobar los efectos de los ritos que el tío Yusuf nos describió. Un anochecer fue en busca de un eunuco que conocía, del que después escribiré, y le rogué que me bautizara. Él no sabía cómo, pero yo le dije lo que había escuchado. Lo conduje a una fuente cercana a la Torre de Mohamed, el Fundador de la Dinastía (una torre a la que iba mucho, atraído por las pinturas que en ella se encontraban); le supliqué -el miraba a un lado y a otro, resistiéndose a mi capricho- que tomara agua con las manos, y que la vertiera sobre mi cabeza repitiendo lo que yo le apuntase. Recuerdo que, impaciente, lo taladraba con los ojos, y detrás de él veía el Generalife y, más alto, el Palacio de la Quinta, y el cielo muy oscuro, porque venía la noche con mucha rapidez. "Yo te bautizo -él repetía 'yo te bautizo'- en el nombre de nuestro padre, de nuestro hijo y de nuestro hermano santo". Cuando concluyó la ceremonia, me apresuré a mirarme en una alberca próxima, pero nada veía en el agua negra. Y fui corriendo en busca de un espejo, y allí estaba mi cara, igual que la había visto siempre, aunque con el pelo empapado: mis ojos de color verde oscuro, demasiado grandes para el tamaño de las mejillas, mi nariz corta y recta, y mis labios quizá en exceso abultados. Ningún cambio se había producido en mí a pesar del ceremonial.

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