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'El manuscrito carmesí' (Antonio Gala) - Entrega 31

Un día, inopinadamente, nos prohibieron a mi hermano y a mí acercarnos en adelante a la torre en que vivía el tío Yusuf. Yo creí que sería por algo de los cristianos y de mi bautismo, y me arrepentí de la apostasía que siempre, hasta ahora, había mantenido secreta. Pero la prohibición no sólo nos afectó a nosotros, sino a todos los habitantes de la Alhambra, y provocó una alteración de las costumbres. El médico Ibrahim fue a vernos a mi hermano y a mí una mañana muy temprano. Estaba descompuesto, alborotado el pelo, y con el rostro demacrado de fatiga. Nos examinó con detenimiento los ojos y las uñas; le preguntó a los ayos si andábamos bien del vientre; nos recetó unas pócimas a mitad de camino, según dijo, entre los evacuatorios y los astringentes. Y entonces fue cuando nos enteramos de que se había declarado una epidemia de peste, y de que el tío Yusuf había sido su primera víctima.


Doña Minia decidió trasladar a su tierra el cuerpo de su marido. El negro Muley, un amigo mío que se ocupaba un poco de todo, supongo que para no ocuparse seriamente de nada, fue encargado de quemar las pertenencias del muerto, desinfectar la torre, y disponer un carromato, tirado por cinco mulas, para el transporte del cadáver embalsamado. Yo quise despedirme de él, y me lo enseñaron, desde el piso superior, a través de un mirador acristalado en colores. Esperaba ver al 'Gordo' manchado de azul, verde, rojo y morado. No fue así: lo vi a través del hueco dejado por un cristal roto, y ya no estaba gordo, sino al revés, delgadísimo y alto como una torre caída, y con un sudario blanco que recortaba aún más su silueta. Arrodillada junto a él, doña Minia rezaba pasando las cuerdas de un rosario, que -digan lo que digan- es igual que los nuestros.


El negro me contó que doña Minia pidió llevarse también la losa funeraria de mármol blanco que mi padre había mandado hacer.

- Como el peso de mi hermano ha disminuido tanto, no perjudicará añadirle el del mármol. Que esa cristiana gallega (por Dios, que los gallegos en Andalucía no han sido nunca sino esclavos cargadores) se lleve las dos coas. Ni la estela ni mi hermano nos servirían aquí ya para nada. Y doña Minia, tampoco. Lo mejor es que los tres desaparezcan -dijo mi padre.

Y así fue.


El negro Muley.-

Era la persona más horrorosa que había visto en mi vida. Más aún que Faiz. Le llamaban Muley por burla, porque 'muley' quiere decir "señor". De todas formas, él no era un esclavo, sino alguien que uno de l familia abencerraje había traído desde un pueblo de los montes de Málaga, donde pertenecía a una comunidad musulmana muy severa. O, por lo menos, eso se chismorreaba en la Alhambra, donde se chismorreaba todo de todos. Por su inteligencia y un evidente don para contar historias, había ascendido a donde estaba ahora, bastante arriba en el servicio de mi padre. Convencido de su fealdad, no le extrañaba el espanto que de entrada causaba en cuantos lo veían. Tenía los ojos redondos y saltones, con venillas muy rojas, lo que los colmaba de crueldad y fiereza; las manos, desmesuradas, y una gran joroba que le hacía parecer doblado, como si anduviese a gachas por recoger algo que se le hubiera caído. Gastaba bromas, ideaba fantasías, relataba historietas burlescas, gesticulando con sus descomunales brazos y girando de modo aterrador sus ojos, como los bufones que a los reyes cristianos divierten en sus cortes, según había yo oído.

(Entrega anterior)

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