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El suicidio de 'Fígaro': Mariano José de Larra y el amor

(María Jesús Pérez Ortiz - La Opinión de Málaga)

Sobre cómo el amor, el sexo y la pasión consumieron la vida y la obra del columnista de columnistas

Las mujeres del escritor: Ofelia, Pepita Wettoret, Dolores Armijo... Son algunas de las mujeres que jalonan la trayectoria vital del inmortal escritor, un amante sin medida, un supersticioso incurable y un hombre, como poco, difícil que terminó con su propia vida en 1837


Cuando Mariano José de Larra, conocido bajo el seudónimo de Fígaro, cumplió 16 años sufrió, según se dice, un gran choque emocional que ejercerá notable influencia sobre el porvenir del escritor. Al parecer se enamoró perdidamente de Ofelia, una hermosa mujer de mayor edad, que resultó ser la amante de su padre. Ese impacto, al parecer, no hizo sino potenciar violentos reflejos de su conducta que la edad iba desarrollando. Su libidinosidad sin freno, su mal humor frecuente y hasta su estilo mordaz, que se manifiestan pródigamente en toda su vida, pueden explicarse claramente por un sistema nervioso tan débil como irritante.

Tras una turbulenta vida amorosa, producto de su propensión viciosa, Fígaro se enamora perdidamente de Pepita Wettoret, joven de aspecto angelical, con la que contrae matrimonio un día 13 de agosto de 1829. Fecha de mal agüero para muchos, y más para Larra, que muere en día 13.

En 1833, el escritor está convencido ya de que su mujer no es la amante arrebatada que su ardiente lascivia requiere. De nuevo palpita un loco amor: Dolores Armijo, una mujer casada que adora la mundanidad y sabe triunfar en ella. Todo esto debía ocurrir a finales de 1833. El escritor vive feliz y ajeno a los males que con su disfrute pueda ocasionar a otros; la esposa abandonada, el marido ultrajado, los hijos y el hogar sin padre, el escándalo público. "Ande yo caliente, ríase la gente".

Al cabo de cierto tiempo de relaciones, ella quiere romper. Larra le asaetea con súplicas y mensajes hasta tal punto que el marido ultrajado, deseoso de poner fin al vergonzoso escándalo, decide encerrar a Dolores en un convento.

A finales del 35, el escritor inicia un placentero viaje por Francia e Inglaterra. Durante este año de ausencia apenas ha nombrado a Dolores, pero al llegar a la Corte, los recuerdos pasionales de otros tiempos, avivados al saber que su amante ha salido del convento, trata de nuevo de reconquistarla. Pero la Armijo tenía sobradas razones para su alejamiento definitivo de Fígaro. Además de su firme deseo de reintegrarse a la honrada existencia conyugal, acusaba a su amante de indiscreto: "Es un hombre que apenas recibía un favor mío, iba al café y a las tertulias a contarlo". Pero aquel hombre, todo bilis y nervios, busca desesperadamente a Dolores Armijo, soñando con aquella carne morena cuyo recuerdo le trastorna. Acostumbrado a satisfacer todos sus caprichos, no puede soportar su rechazo.

Bajo fúnebres pensamientos comienza para Larra el fatídico año 1837. Evidentemente, no tiene razón para ello. Su vida, hasta entonces, ha sido un largo rosario de éxitos. Cierto que tuvo un tropiezo político: la pérdida de su acta de diputado, quizá la única contrariedad pública que sufrió. Pero queda la otra llaga: la pasión rechazada por Dolores Armijo, a quien había poseído ya y quería a toda costa volver a gozar. Fígaro está desesperado. Su estado anímico obedecía, sin duda, a una anormalidad fisiológica. Sólo un histérico podía reaccionar ante los accidentes de la existencia como Fígaro lo hizo. De no ser así, el rompimiento con Dolores Armijo habría sido probablemente una anécdota más o menos honda, pero sólo una anécdota en su existencia plagada de amoríos. Pero el desequilibrio, junto a su descreimiento y materialismo, lo lleva, poco a poco a la tragedia.

En febrero de 1837, Larra ya no escribe. La crisis se acentúa, el desenlace se aproxima. Envía carta tras carta a Dolores solicitando una entrevista. La entrevista al fin le es concedida.

Es el lunes 13 de febrero de 1837. ¿13?, día aciago. Fígaro, que es supersticioso, mira con aprensión el calendario cuando despierta. La luz ceniza de un día de invierno entra tristemente por los cristales. El criado entra y entrega a Fígaro una carta, cuya letra reconoce al vuelo. Es de Dolores. Tiembla de emoción. Dolores consiente en verlo. El desbocado temperamento del desequilibrado Larra le hace pensar que vuelve a sus brazos.

Llama a Falconi, el peluquero de moda, para que le recorte y perfume cabellos y barba. Se viste una elegante levita cortada por Utrilla, se encasqueta la chistera en forma de tubo que ha inventado en París el caballero de Orsay, y se lanza a la calle. Es carnaval. Está pletórico. La fortuna está con él. Dolores vuelve.

De regreso a su hogar compra un ramo de violetas y otro de camelias blancas, la flor de lujo que halaga la vanidad de Dolores. Es ya de noche. Su casa está preparada para el feliz encuentro. Cada cosa, desde su sitio, parece sonreírle con el mudo lenguaje de los objetos familiares. Sobre una mesa de caoba, cubierta con un mantel de fina batista, unos pasteles, algunas golosinas de las que gustan a Dolores... y dos floreros dentro de los cuales coloca las violetas y las camelias recién compradas. El aspecto de la sala tibiamente caldeada por el fuego de la chimenea, reflejándose en un gran espejo, es acogedor... Y la alcoba próxima está dispuesta para el gran encuentro. La cama de caoba vestida con finos lienzos con olor a espliego. Al lado, la mesa de noche y, en un cajoncito, dos pistolas cargadas que Fígaro conserva siempre cerca de sí. La poca seguridad de la época justificaba, al parecer, tal precaución.

Larra, terriblemente inquieto por la espera, fuma convulsivamente. Se asoma al balcón y mira a la calle de Santa Clara. Está sola, bajo la llovizna silenciosa. Suenan las campanas de Santiago próximas.

Al fin se escucha el rumor de dos personas que suben. Son ellas: Dolores y una amiga que le acompaña. La Armijo entra rápidamente en el salón. Fígaro se precipita hacia ella, pero ésta le contiene con su actitud fría y distante. La decepción cubre de palidez el verdoso rostro de Larra. Él, tan altivo para todo el mundo, se humilla y pide amor como un mendigo que demanda limosna. Las palabras de Larra son más bien gemidos y lamentos. Fígaro no es dueño de sí, es ya sólo un manojo de nervios. Dolores deniega con el gesto, con la voz, con todo su ser. Por nada ni por nadie cambiará su decisión. Y menos aún por el hombre que un día publicara sus secretos de alcoba por los mentideros de Madrid y que ha sido la causa de su ruina familiar. No, no, y mil veces no. Sólo fue a recuperar sus cartas y tratar de borrar el pasado. Fígaro siente con estas palabras como un latido en su alma, pero se contiene, va al escritorio y saca un gran envoltorio, atado con una cinta de seda. Un sudor frío corre por su frente. Dolores coge apresuradamente las cartas y se marcha. Todo ha terminado.

Fígaro ha vuelto a la estancia donde aún chisporrotea el alegre fuego de la chimenea y la luz de las bujías juega, entre las violetas y las camelias, en la nítida blancura del lecho incólume. Enajenado por el dolor, con paso trémulo como un beodo, busca en la mesilla de noche, extrae una de las pistolas y se dispara un tiro que nadie oye. De la Torre de Santiago caen pesadamente las campanas de ánimas. Ninguno dentro de la casa se ha dado cuenta de la tragedia. Adelita, la pequeña hija de Fígaro, entra en el cuarto de su padre para darle las buenas noches y encuentra el cadáver. Acuden los servidores y, mudos de miedo, llaman al ministro de Gracia y Justicia, señor Landero y Cochado, que vive en el piso de arriba. El mundo sigue su marcha imperturbable...

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