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Dilema de un viejo espía

(Robert Saladrigas - La Vanguardia)

Narrativa.- A punto de cumplir los 82 años, John le Carré sigue activo y, con mirada crítica, publica su vigésima tercera novela que sitúa en Gibraltar



John le Carré: Una verdad delicada
Traducción de Carlos Soler Milla
Plaza & Janés. 368 páginas. 22,90 euros
Hace la friolera de cincuenta años (¡medio siglo!) apareció una novela con el título El espía que surgió del frío (The spy who came in from the cold) cuyo autor se hacía llamar John le Carré, un nombre con tufo a seudónimo que, en efecto, más tarde supimos que encubría a un treintañero de Dorset, un tal David Cornwell, en nómina del MI5 que recibía cobertura diplomática en la embajada inglesa de Berlín. Bajo la identidad de le Carré se le autorizaba a escribir complejas historias de espionaje entre soviéticos y anglosajones en plena política de bloques, poner en solfa determinadas formas de relativismo moral y moldear al inigualable George Smiley, combinación del honor y la vileza del servicio de inteligencia británico durante la guerra fría. Todo ello lo cuenta le Carré en el prólogo a la edición del cincuentenario de su primera novela con la que despertó en mí una admiración que, con lógicos altibajos, ha perdurado hasta hoy mismo.

Han transcurrido cincuenta años y en ese tiempo largo, mutante y sinuoso Cornwell / Le Carré ha escrito y publicado veintitrés novelas, algunas de ellas conradianas. Desapareció Karla, el factótum del KGB, encarnizado adversario de Smiley; se evaporó el mismo Smiley devuelto a la rutinaria mediocridad de la vida civil tras haber desenmascarado la identidad de un topo en la estupenda El topo (Tinker, tailor, soldier, spy, 1974), para mi gusto la más redonda de sus novelas hasta el derribo del muro de Berlín y la demolición de la Unión Soviética, una época proclive a los antihéroes, los Maquiavelos del Foreing Office y los traidores con etiqueta de Cambridge. Una gran etapa de territorios acotados; al fin y al cabo, un periodo de bonanza que un día terminó y a partir de entonces le Carré tuvo que seleccionar a sus nuevos enemigos –y de Occidente– entre las multinacionales farmacéuticas, la banca, el tráfico de armas, el terrorismo islámico, los políticos corruptos, los burócratas del laborismo post-Blair sin un mínimo código ético, aquel que defendía con su racionalismo el trasnochado Smiley, tan groseramente borrado del mapa desde que fuera declarado inservible –material de chatarra– en el contexto del nuevo orden europeo.

John le Carré tiene ahora ochenta y un años, sigue en forma y saca su última novela, la número veintitrés, Una verdad delicada (A delicate truth, 2013). Creo haber sido arrastrado por las redes de todas ellas, que son extensas y absorbentes. De la nueva época sin Smiley –para él mi más sincero y emotivo recuerdo– unas obras me han llenado más o menos y otras me dejaron insatisfecho. Le Carré ha permanecido fiel a un esquema personal de trabajo, consolidado e inmutable, que lo identifica: maneja a la vez numerosos hilos de las tramas siempre complicadas, suele abusar de las metáforas y los sobreentendidos, bascula en los tiempos narrativos, cambia a placer los puntos de vista, deposita su fe en la sensibilidad y la capacidad de concentrarse de los lectores, entregados a él, a sus tremendas habilidades, del primer párrafo al último renglón. De manera que sus libros no admiten el menor intento de explicarlos.

Este último tampoco, claro está. En el año 2000 un funcionario, Christopher Probyn, participa con un comando de mercenarios en una oscura acción en Gibraltar. Le dicen que todo ha salido bien y por ello es recompensado. Tres años más tarde, desde su retiro en una casa de Cornualles, averigua que aquella noche en el peñón murieron –daños colaterales– una madre argelina y su hija. Ahí entra en liza un joven secretario de Exteriores, Toby Bell, peligrosamente interesado en rescatar la verdad (delicada).

Toby encarna el viejo dilema que recorre transversalmente toda la ficción de Le Carré, desde los balbuceos de Smiley en su lucha contra Karla y las fuerzas del mal: los alaridos de la conciencia ética frente a los imperativos del deber al margen de su coste. ¿Quién va a vencer? Sin duda Le Carré, quizá más realista que nunca, resignado a vivir hasta el final en el frío polar de un mundo absolutamente desalmado.

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