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María Zambrano y Rogelio Blanco (Luis María Ansón)

(El Cultural)


En 1937, cuando las tropas del general Franco tomaban Bilbao y demostraban hacia dónde se inclinaba la victoria en la guerra incivil española, María Zambrano decidió regresar a España. A la pregunta: “¿Pero, por qué vuelves si la guerra está perdida?”, la escritora respondió: “Por eso”.

“Dama peregrina” llama Rogelio Blanco a la autora de La tumba de Antígona en un libro que acabo de leer, con cuatro años de retraso, y que me ha conmovido. Es un ensayo metafísico sobre la obra de la gran escritora que conoció y admiró a Machado, a Rafael Alberti, a Guillén, a Cernuda, a Miguel Hernández y fue discípula de Zubiri y Ortega y Gasset. Me sentí unido a ella en la lista del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y leí con cierta perplejidad El hombre y lo divino y Hacia un saber del alma. A instancias de José-Miguel Ullán, mi inolvidado amigo provocador y sabio, dediqué muchas horas a Claros del bosque. La poeta Clara Janés llama a la filósofa, “la sombra llameante”. Y no le falta razón. María Zambrano ardía en la soledad del exilio, en soledad de amor herida, como en el verso definitivo de San Juan de la Cruz. Y su alma, dada a la melancolía, era delicada y profunda. En España recogimos tarde sus cenizas pero la obra de la gran intelectual no ha perdido ni el nervio ni la hondura. Nadie se ha adentrado en la fenomenología de lo divino con la autoridad que ella lo hizo. Supera holgadamente a Nietzsche en el camino incierto de la libertad trágica.

En María Zambrano: la dama peregrina, Rogelio Blanco se introduce, árbol adentro, en el alma de la escritora, en su corazón entristecido y turbio. “Mi historia no es sino la historia de una mendiga –escribe María– de una mendiga enmascarada porque no me han dejado serlo. Fue mi vocación, pedir limosna”. El libro de Rogelio Blanco, que es uno de los españoles más cultos que he conocido, con una inacabable cultura literaria y filosófica, se adensa al analizar la historia sacrificial de Zambrano. “Existe un trabajo aún más inexorable que el de ganarse el pan –afirma la autora–. Es el trabajo para ganarse el ser a través de la vida, de la historia”. Y añade en un texto cardinal recogido por Rogelio Blanco: “La historia no tendría sentido si no fuera la revelación profética del hombre”.

El exilio atroz no ciega las luces de la esperanza. “Si el hombre es un ser de necesidades –escribe Rogelio Blanco– también lo es de esperanza, de ahí que para Zambrano la historia del hombre es historia de esperanzas si se revela adecuadamente en el esfuerzo de ganarse el ser”. La autora de El reposo de la luz no fue abatida por el exilio. Ciertamente despedazó su alma pero sin enturbiar la inteligencia ni el anhelo de la esperanza final. Rogelio Blanco lo explica muy sagazmente. La filosofía de María Zambrano es la filosofía de la esperanza.

Un verso, un solo verso, puede resumir todo un tratado filosófico, en la certera opinión de Kant. “Y no saber adónde vamos ni de dónde venimos”, la palabra pedernal con que Rubén Darío cierra su poema Lo fatal, condensa la incertidumbre del hombre y su destino. Rafael Lapesa, que recitaba de memoria el poema entero, me dijo un día en su piso abrumado de libros fatigados que la poesía constituía la esencia de la gran filosofía. María Zambrano no era ajena a esa idea y Rogelio Blanco apunta en su libro la significación de la razón poética en la autora de Filosofía y poesía, libro escrito cuando la guerra incivil dejaba a España fracturada en dos y ya en el exilio Rafael Alberti escribía entumecido y yacente: “Se equivocó la paloma, se equivocaba…”. Era la misma paloma de El hombre deshabitado: “Una paloma blanca va por la nieve, quiere levantarse, pero no puede, quiere levantarse, ir por la nieve, pero no puede, pero no puede…”. “La palabra de la poesía temblará siempre sobre el silencio”, escribió bellamente la gran filósofa.

En la hondura del yo y la conciencia está, en fin, para María Zambrano el ser poético, la palabra liminar, el aliento lírico que sacude a los hombres y a la historia y que los codifica y vertebra. Un libro este de Rogelio Blanco, que he leído con retraso y con asombro porque descubre mejor que ningún otro la profundidad de una escritora instalada en la cumbre de la intelectualidad española.

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