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El país de los mutantes (Daniel Pérez Navarro)




Daniel Pérez Navarro (1968) ha escrito artículos musicales, poesía, relato y novela. Ganador o finalista en certámenes como José Saramago, Alberto Magno, La Felguera o Cosecha Eñe, ha publicado libros como La sonrisa de los muertos (2011), El libro del hombre oso (2007) o Mobymelville (2006), que será reeditado por Sportula este mismo año

Dicen los especialistas que aparcar allí es complicado. Ninguno de los expertos sabe decir cómo se puede dejar un escarabajo adaptado a minusválidos tan cerca de la franquicia un sábado por la tarde. Pero Fonsi lo ha conseguido. Llegó cuando otro coche salía. Sus poderes telepáticos y telequinéticos le permiten calcular casi siempre el momento preciso.

La brillante bola de billar que es la cabeza de Fonsi reluce ahora bajo los focos de la cafetería que Stars ha colocado en la Diagonal. Moverse dentro del local un sábado por la tarde en una silla de ruedas resulta difícil. Sin embargo, Fonsi también ha conseguido ponerse en cola sin llamar la atención de los que estaban delante de él.

Le toca pedir.

—Un Frapuccino de Caramelo y un Chocolate Muffin.

Le preguntan su nombre.

Su nombre escrito a mano en un cartón con un rotulador negro. Como si fuera otro cliente más. Un tipo corriente. No puede evitar sonreír.

Hace de nuevo cola junto a los clientes que han abonado sus pedidos. Todos alrededor del mostrador, como una nube, esperando.

Le entregan su vaso desechable. Con él en la mano, escudriña el local. No hay sofás ni mesas libres. Tampoco un lugar en el que sentarse fuera. Pero él no lo necesita. Coloca la silla de ruedas entre dos mesas ocupadas.

A su izquierda, un niño de ocho años le mira fijamente. A él. No a la silla metálica. Ni a la espuma de su magnífico Frapuccino.

—Mi madre ha ido al servicio —dice el crío. Fonsi no responde. Le da un mordisco al Muffin—. Ha dicho que la espere y que no me mueva de aquí —explica sin apartar la mirada del mutante.

Fonsi le mira y sonríe. Como Bob Esponja sonríe a Calamardo.

Sorbito de café. Está bueno, se dice. Joder, vaya si está bueno. Vaya si merecía la pena jugársela con lo de aparcar en el centro de Barna.

—¿Quieres jugar? —le pregunta el niño. Señala un tablero imantado de tres en raya que hay encima de la mesa, al lado de su batido de vainilla.

—Es un juego tonto —sentencia Fonsi sin despegar los labios.

El niño es como él. Tiene habilidades.

—¿Por qué es tonto? —responde el pequeño con naturalidad, como si Fonsi hubiera verbalizado su pensamiento.

—Gana el que empieza —dice el recado mental que envía Fonsi.

El niño lo piensa un momento.

—No siempre.

—Gana el que empieza, en cuanto están las tres fichas colocadas y toca moverlas —insiste el mutante, de nuevo sin despegar los labios.

El niño mira el tablero imantado con la misma concentración que un momento antes dedicaba al rostro de Fonsi.

Pero qué bueno está el Frapuccino, joder.

—¿Quieres jugar una partida? —pregunta el niño, ignorando el pensamiento de Fonsi sobre el café de Stars.

El adulto suspira. Deja de beber café y mira a su aspirante. Luego al tablero. Quizá merezca la pena el chico. Quizá se le pueda reclutar. Podría adoptarlo, convertirlo en uno de los suyos.

Fonsi coge una de las diminutas fichas de metal de color blanco y la sitúa en el centro.

—Me toca —dice el niño, satisfecho, sonriente. Coloca una ficha negra en una de las esquinas.

Fonsi obliga al niño a colocar dos negras juntas. Ocupa entonces la esquina que dejan libres las dos negras. La lógica lleva al niño a ocupar la diagonal contraria. Ya están las seis fichas en el tablero.

Fonsi sonríe con malicia. Como Calamardo sonríe a Patricio.

El adulto desplaza una de las dos fichas blancas.

El niño mueve entonces una de las negras hacia el dibujo de tres al que apuntan las blancas. Su cara lo revela todo. Se ha dado cuenta. La ficha negra no va a llegar a tiempo. No puede llegar a tiempo. Es imposible. Las blancas llevan un movimiento de ventaja.

Tres en raya.

—Otra vez —dice el niño.

—Va a pasar lo mismo.

—Otra vez.

Juegan una segunda partida. El adulto vuelve a ganar. De nuevo, cuando ya estaban las seis fichas puestas. De nuevo, con el segundo movimiento de una de las blancas.

Los aseos tienen cola. Son lo único que no se mueve en la cafetería de Stars. La madre del niño sigue dentro.

—Otra vez.

Fonsi vuelve a ganar a la tercera.

—Otra vez.

Y también a la cuarta.

El niño se ha aprendido los movimientos, pero no puede evitar que el mutante gane repitiendo la misma estrategia.

—Tú con blancas —reta Fonsi.

Te vas a enterar, lee el mutante. Bien. Iniciativa. El crío le acaba de enviar el primer mensaje con la boca cerrada.

La partida se desarrolla como las anteriores. Las seis fichas están dispuestas en el tablero imantado. El niño mira entonces fijamente la disposición de los seis círculos. Toca con un dedo una ficha blanca que no debe mover. Se da cuenta y corrige. Desplaza otra ficha blanca a la posición correcta. Le queda un movimiento. Y ganará.

—Ficha tocada, ficha movida —dice Fonsi.

—¿Qué?

—Ficha tocada, ficha movida.

—No la he movido.

—Pero la has tocado.

—Estaba pensando.

—La próxima vez piensa sin tocar.

—Sólo pensaba.

—Ficha tocada, ficha movida —repite Fonsi.

—No es justo.

—Son las reglas.

—No es justo.

El adulto se encoge de hombros.

—Nada lo es.

El niño aprieta los labios. Mira hacia el tablero. Sólo tiene un movimiento posible con la ficha que tocó primero. Y es una jugada perdedora. Los dos lo saben.

El niño arrastra despacio la ficha blanca hacia la única casilla que puede ocupar. Mira fijamente al mutante en silla de ruedas, con cara de pocos amigos. La boca cerrada y estrechada y las cejas fruncidas.

Dos jugadas después el niño está arrinconado. El único movimiento que le queda le obliga a ceder el eje del tablero. Lo siguiente ya lo han visto ambos, cuatro veces esa tarde. Otros dos movimientos y las negras de Fonsi hacen tres en raya.

—¿Le está molestando? —pregunta la madre del niño. La mujer acaba de regresar.

Fonsi la observa detenidamente. Una de esas madres jóvenes. Más atractiva y seductora que muchas veinteañeras espectaculares.

—No, en absoluto.

—Es un niño muy inteligente. Para su edad —añade la mujer.

—Lo es —confirma Fonsi, atento a los pechos de ella. Espléndidos. Sobre ellos se dibujan algunas manchas marronáceas de léntigo solar que a sus ojos la hacen aún más atractiva. Pequeñas máculas que le ponen a cien. No hay que leer la mente del hombre para percatarse de la escena que él está imaginando.

El niño coge el móvil de un Fonsi distraído. El hombre lo había dejado junto al batido de vainilla.

—Da las gracias —invita la mujer.

El niño, con el móvil de Fonsi escondido en un bolsillo de sus pantalones, recoge las fichas y el tablero imantado.

—Gracias por jugar —dice el pequeño con resignación.

—Espero que te sirva de lección. El poder está aquí dentro —dice Fonsi mientras se toca la frente. Luego guiña un ojo a la mujer.

—He aprendido —repite el niño.

Está bueno el café. Con caramelo y nata por encima. Vaya que sí.

Fonsi da otro mordisco a su Muffin.

—Yo podría enseñar a su hijo —dice el hombre.

El sentido arácnido de la mujer se dispara.

—¿Cómo?

—Su hijo. Tiene habilidades. Yo podría enseñarle a desarrollarlas.

—Sí, bueno, ya tiene profesores. Del sistema público y particulares. No le hacen falta más clases.

—Pero yo puedo desarrollar habilidades ocultas. Si me permite...

Fonsi busca una tarjeta entre sus bolsillos. La mujer aprovecha entonces para tirar del brazo de su hijo y caminar hacia la puerta. Hay tanto pervertido suelto. Para fiarse.

Madre e hijo salen de la franquicia de Stars. Fonsi se da cuenta de que se han ido cuando tiene una tarjeta personal con su dirección y número de teléfono en la mano, pero nadie a quien entregársela.

Ellos se lo pierden, piensa el mutante.

La mujer llama a un taxi. La parada de metro cae lejos y no ha venido en coche porque, como todo el mundo sabe, aparcar en el centro de Barna un sábado por la tarde es misión imposible.

El niño saca el móvil de su bolsillo y conecta el WhatsApp. Lee la notificación pendiente de una chica que se identifica con el alias Redhair.

Otra de esas eternas luchas de poder.

"Fonsi mío, ¿estás en la cafetería?"

El niño responde al mensaje.

"No."

El móvil de Fonsi emite un sonido. La réplica por WhatsApp de Redhair. Casi instantánea.

"¿Con lo listo que eres y no has aparcado aún?"

Último movimiento. El niño mueve su segunda ficha.

"No. Y déjame en paz, puta".

Después de enviar la respuesta, tira el móvil en la papelera más cercana.

La madre no se ha dado cuenta de lo que acaba de hacer su hijo. Ella intenta llamar la atención de un taxi. Van dos fracasos. Prueba una tercera vez. Se le ocurre que si pudiera enviar órdenes mentales a los conductores de los taxis la vida sería más sencilla.

(Maelstrom)

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