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'Filosofía para la felicidad' (Epicuro) (traducción de Carlos García Gual) (ensayos de Carlos García Gual, Emilio Lledó y Pierre Hadot)




Errata Naturae. Madrid, 2013
144 páginas. 14,90 euros
Un influyente pensador escribió en una ocasión que la humanidad no se propone nunca otras tareas que las que puede resolver. Sin duda se equivocaba. Porque si en todos los momentos y contextos conocidos el hombre se ha propuesto algo, sin conseguirlo realmente -o, sin conseguirlo, al menos, de modo medianamente satisfactorio- es la felicidad, ese imperativo despótico que es el de una "vida buena", una vida lograda, como decían los antiguos, esos antiguos de los que Carlos García Gual, Emilio Lledó y Pierre Hadot, introductores de esta bella edición de Epicuro, son grandes y probados conocedores. Una vida que sería, por de pronto, una vida guiada por el ideal adulto de la moderación, por la capacidad de no dejarse llevar ni por los impulsos ni por la corriente colectiva, sino por el de la autonomía. Pero ¿qué es y qué ha sido en realidad la felicidad para quienes tanto la han anhelado? Me refiero, claro es, no a la "felicidad perfecta" que según Platón alcanzan en las Islas Bienaventuradas tras su muerte quienes han vivido una vida justa y santa. Me refiero a una felicidad algo más universalizable, menos sublime, pero tan necesaria, a lo que parece, para la vida, como según Aristóteles lo es la propia amistad.

La tradición socrática, con mucho la más influyente del mundo clásico, privilegió un hedonismo de acuerdo con el que la vida del Espíritu y el amor al Bien trascendente vienen acompañados de júbilo y goce espirituales. Dichoso es, pues, quien se preocupa de lo divino que hay en él, renunciando, como acostumbraba a subrayar Aristóteles, a la búsqueda insaciable de bienes externos. No hará falta insistir en la influencia de este enfoque sobre la tradición cristiana, para la que la felicidad es el conocimiento, el amor y la posesión de Dios. O sea, un bien perfecto que el alma recibe desde fuera. Para los estoicos, que también influyeron mucho sobre el Cristianismo, no hay mayor felicidad que la virtud por sí misma, que el bien moral, que encuentra en sí mismo su propia recompensa. Todo lo demás, salud, poder, riqueza, pero también dolor y pobreza, sería irrelevante.

Los revolucionarios franceses "colectivizaron", por así decirlo, el ideal de felicidad. Babeuf, por ejemplo, proclamó que el fin de la sociedad era la felicidad común y que la revolución tenía que asegurar la "igualdad de goce". Con el paso del tiempo ganaron espacio, a la hora de definir la felicidad, tanto su relación con nuestras formas de vida como con nociones del tipo de las de sintonía o coherencia. Ortega hizo suya la tesis de que la feclidad, que es el destino del hombre, remite a la idea de un mundo realmente coincidente con él. Y Gandhi no dudó en proclamar que la felicidad es "cuando lo que piensas y lo que dices están en sintonía". Algún eco de todo ello late, por último, en la visión hoy tan difundida, según la cual "la felicidad es vivir la vida de la forma que quieras, estar a gusto con lo que haces y con las personas que te rodean".

Para Epicuro, pensador "maldito" y marginado del curso general de la cultura occidental, la felicidad reside en el placer. Pero el placer equivale para él a la liberación del sufrimiento. Sobre todo, del sufrimiento debido a nuestro deseo de cosas que no merecen ser deseadas y nuestro temor a cosas que no son dignas de ser temidas. El dolor y el pesar son el mal. Será preciso, pues, librarse del deseo y de los temores ante el más allá. Y, por tanto, de la insaciabilidad. Como sería también preciso alcanzar la serenidad y la imperturbabilidad, una vez satisfechos los "gritos" de la carne, que nos pide evitar el hambre, la sed y el frío. Un programa aparentemente modesto, que privilegia la ausencia de sufrimiento, como subraya Lledó. Pero que lleva también a la idealización del sabio, que es "amigo de los dioses" y, como ellos, se desentiende de los negocios e inquietudes de este mundo y prefiere "vivir oculto". Un ideal de pureza, pues. Altamente espiritual, además, aunque por su fidelidad a los fines de la naturaleza haya parecido a veces lo contrario. Spinoza y Wittgenstein lo asumirían y llevarían a su consumación, a su condición de modelo universal de vida, en el que la contemplación, la amistad, el permanente autoexamen y, sobre todo, el desasimiento y la serenidad jugaban un papel central.

En el jardín epicúreo la filosofía era, desde luego, una actividad que "con discursos y razonamientos procura la vida feliz", que enseña a ser autosuficiente. Razón de más para situarla en el lugar central que le corresponde.

(Jacobo Muñoz, El Cultural)

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