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Marcel Proust. La comida del esteta




El escritor era un amante de la comida, exigente en sus gustos, que llevó sus obsesiones al paroxismo en París

Un paseo por la gastronomía proustiana. Es fácil que al lector se le haga la boca agua leyendo algunos de los pasajes de la obra del autor de "En busca del tiempo perdido". Las referencias culinarias abundan en Proust, empezando por la magdalena de Combray, que se ha convertido en todo un icono más allá de lo gastronómico y de lo literario

Un poco más allá el paisaje llano y cultivado presagia el Norte. Imperan en él la monotonía y vastos trigales a merced del viento. Un cruce de carreteras señala el camino de Tours o de Le Mans y no resulta fácil fijarse en el pequeño indicador de metal que informa de la distancia a que se encuentra la población de Illiers-Combray. Al principio sólo era Illiers, pero más tarde alguien debió de darse cuenta que fue allí donde Marcel Proust pasó los veranos de su infancia, luego de su adolescencia, y se inspiró para recrear el ficticio pueblo de Combray en su novela universal.

Illiers-Combray ensaya todos los días el papel que le asignó el novelista. Probablemente no todos los que allí viven hayan leído 'En busca del tiempo perdido'. Y, sin embargo, puede que casi nadie se encuentre a disgusto en ese envoltorio romántico que persigue la huella literaria. Para empezar por la pastelería de la Rue de Doctor Proust; un rótulo anuncia que se trata del establecimiento de donde la tía Léonie compraba las famosas magdalenas que despertaban sensaciones perdurables. "Y de repente me vino el recuerdo: aquel sabor era el del trozo de magdalena que, cuando iba a darle los buenos días los domingos por la mañana en Combray -porque esos días no salía yo antes de la hora de la misa-, me ofrecía mi tía Léonie, después de haberlo mojado en su infusión de té o tila...". Los proustianos que visitan Illiers-Combray buscan la magdalena más que como una especialidad del lugar como una forma de emular a Proust. O evocar algo. Hay que tener en cuenta que no hay una descripción del pasado en su obra, sino una evocación.

Si las magdalenas en forma de concha de Léonie suponen el enganche de la novela con la memoria, esa evocación de un mundo antiguo del que nada subsiste, la comida, en general, ocupa un lugar privilegiado en Proust: por su obra desfilan la mousse de chocolate, los melocotones en almíbar, la bullabesa, el solomillo Stroganoff, los soufflés de chocolate y queso, el plumcake, el jamón de York, el salmón... "Por encima del mar, compacto y recortado, como una gelatina, había una franja de cielo rojo, semejante a la que veía yo en Combray extenderse sobre el Calvario cuando tornaba de mi paseo y me disponía a bajar a la cocina antes de cenar, y un momento después sobre el mar frío y azulado como ese pescado que llaman mújol, el cielo, del mismo tono rosado que el salmón que habrían de servirnos poco después en Rivebelle, avivaba el placer que yo sentía al vestirme de frac para ir a cenar fuera".

Es fácil que al lector se le haga la boca agua leyendo algunos de los pasajes de la obra de Proust. Aun convencidos de que la comida es luz en su escritura, no cabe pensar en la bullabesa de Madame Verdurin sólo como en una luminosa zarzuela de pescado. Del mismo modo que Elstir, el pintor que tanto critica el duque de Guermantes, deja que su obra se inspire en el manojo de espárragos que Edouard Manet pintó en 1880 y ello no impide, sin embargo, la ensoñación de unos espárragos al vapor.

En todo ello pensaron seguramente los editores de 'La Cuisine Retrouvée' y de 'Les Carnets de Cuisine de Monet', los dos volúmenes de cocina más proustianos que conozco. El primero de ellos obra de Alian Senderens, Anne Borrel y Jean-Bernard Naudin. El segundo, también con fotografías de Naudin, a cargo de la historiadora del arte Claire Joyes y del desaparecido pintor Jean-Marie Toulgouat. Cualquiera de los dos brinda la posibilidad al devoto de la obra de Proust de rendirle homenaje cocinando.

Marcel Proust era un delicado esteta amante de la comida, exigente en sus gustos. Sus obsesiones gastronómicas las llevaba al paroxismo en París. El café que bebía tenía que ser siempre Corcellet, comprado en un establecimiento de la Rue Lévis donde lo tostaban; los croissants, de una panadería de la Rue de la Pépinière; las mermeladas, de Tanrade, y los brioches, de Chez Borbonnieux. No bebía otro champán que no fuese Veuve Clicquot. Allá cada cual con sus manías.

Robert de Montesquiou, Madame Straus, Antoine Bibesco, Antonelli, la pícara de Polignac, la condesa de Chevigné, etcétera, forman parte de ese espejo caprichoso del autor de 'En busca del tiempo perdido' que proyectará sus reflejos en Charls Swann, Odette de Crécy, Robert de Saint-Loup, el barón de Charlus o Madame Verdurin. En la novela, también están los baños de mar, el Gran Hotel y la playa de Cabourg, y siempre la evocación de Combray, con sus campanarios, y los caminos que solía recorrer el narrador de pequeño. El que va en dirección a Meséglise pasando por Tansoville, donde vive Swann, y el que termina en la casa de los duques de Guermantes. En cada una de las siete partes de la obra vuelven los caminos a cruzarse en la memoria. De la misma manera en que la comida se representa una y mil veces como una pasión estética más, incluso en los trayectos accidentados. Como cuando los soufflés de chocolate llegaban milagrosamente sin sufrir vuelcos, y las patatas a la inglesa, a pesar del galope que las sacudía, culminaban el periplo bien dispuestas.

(Luis M. Alonso, La Opinión de Málaga)

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