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Machado, mi profesor de francés. Concepción Ramírez, alumna de Antonio Machado




Concepción Ramírez es posiblemente su última alumna viva. Cuando se cumplen 75 años de la muerte de Antonio Machado, recuerda las clases del poeta sevillano, con el que compartió derrota y exilio

Conchita Ramírez descorre las cortinas y el ventanal enmarca un patio con naranjos, aparejos de jardín, herramientas y flores. "Yo quería una casa en Sevilla", dice. "La diseñó Gaby. Nos vinimos en el 79, con la democracia. A él le cambió el carácter". Señala la foto que preside el mueble del salón: dos novios muy juntos, de perfil, posan en un retrato color sepia. "En Francia mi marido era un señor bastante tímido. No hablaba con nadie. Solo lo imprescindible. Pero aquí... Aquí le dio por contar nuestra historia: la guerra, Burdeos, los nazis... Recordábamos en voz alta todos los días. Hasta que murió".

Conchita abre una libreta pequeña, de hojas cuadriculadas, donde se aprietan renglones y renglones de una letra aplicada e infantil. Es el diario que escribió entre 1936 y 1947. Un testimonio inocente, a veces sintético y a veces minucioso, que ahora le sirve para no perder pie dentro de su propio pasado. "Cuando te haces mayor te das cuenta de que recordar es lo más importante. Contar lo que vivimos. Pero a mí ya me está fallando la memoria. Me acuerdo de unas cosas perfectamente y otras las he olvidado por completo... Me acuerdo de Machado, por ejemplo, pero no de la nota que me puso. Es posible que me acuerde de él porque era un maestro muy bueno. O porque mi padre me enseñaba sus artículos en la prensa. Del resto del claustro solo me acuerdo de otro profesor, pero por lo contrario. Creo que se llama Amós. Era muy duro: me suspendió las matemáticas.

La anciana, a sus 92 años, hojea las páginas amarillas del diario y encara el relato como puede. De vez en cuando duda y tuerce el gesto porque le fastidia que se le escapen las fechas, el nombre de aquel pueblo o de aquella estación, algún apellido. Por lo demás presume de una lucidez envidiable. Explica que Antonio Machado, al que tenía por un poeta conocido pero no por un genio, le dio clases de francés en el Instituto Calderón de la Barca (curso del 35-36), justo cuando entre los docentes más progresistas calaban las prácticas de la Institución Libre de Enseñanza. "Siempre vestía un traje de chaqueta, gris oscuro, azul o negro. Parecía más mayor de lo que era. Se explicaba de una manera muy dulce, pero tenía la voz ronca. A veces se saltaba el programa de francés, interrumpía la clase y nos hablaba de cosas que a mí me parecían interesantes y extrañas porque yo no llegaba a entenderlas del todo: de la vida, de la historia, de los hombres... No recuerdo que hablara de política. Por lo menos no dentro del aula. Nos pedía nuestra opinión sobre esto o sobre lo otro, y eso era una novedad, porque el resto de los profesores sólo se dirían a los alumnos para pasarles la lección...".

El Machado de entonces, según las crónicas, era un abuelo prematuro, fumador empedernido, que despachaba a diario ocho tazas de café y lucía siempre un resto de ceniza en las solapas del abrigo. Es posible que sus disquisiciones existenciales ante los casi cincuenta alumnos de la clase de Conchita procedieran de los estudios tardíos que cursaba en Filosofía y Letras, o que fueran un remedo de las reflexiones de su Juan de Mairena (su alter ego), en pleno desarrollo. el escritor Eduardo Haro Tecglen, compañero de curso de Conchita, lo describió como un intelectual dividido entre cuestiones metafísicas (ensayo, poesía), tormentos emocionales (su amor por Guiomar, con la que mantuvo una relación platónica y epistolar) y las preocupaciones por la durísima realidad de una España que ya cruzaban vientos de guerra.

- El hombre ensimismado.

Conchita, una niña retraída, hija de militar republicano, asistía, involuntariamente, a esa dualidad que convivía dentro de su profesor: el hombre tranquilo, que siempre parecía un tanto ensimismado, capaz de teorizar en clase sobre cuestions abstractas, y el articulista, algo más combativo, que defendía las reformas del Gobierno en los recortes de prensa que por las tardes le enseñaba su padre. Pero de todos los recuerdos de Conchita, el más nítido es una estampa amable: "No sé si fue durante un recreo o en un cambio de clase, pero me lo encontré de pie, en uno de los pasillos enormes del Calderón, cerca de las ventanas, que también eran muy grandes, explicándole un poema suyo a un corrillo de alumnos mayores". Conchita sonríe: "No, no había muchos profesores que hicieran eso". Después, con una ligera mueca de arrepentimiento: "Quise acercarme, pero me dio vergüenza".

Cuando terminaban las clases, algunos de esos chavales, militantes de la FUE (Federación Universitaria Escolar), bajaban hasta San Bernardo por Mártires de Alcalá, a partirse la cara con los alumnos de Cardenal Cisneros, teóricamente de derechas, en una especie de ensayo menor y pobre de la sangría que vendría después. Llegó la sublevación, el golpe de Estado y la guerra. Pero los destinos de Antonio Machado y de Concepción Ramírez parecían condenados a transcurrir en paralelo, aunque nunca más volvieran a cruzarse. El padre de Conchita, adscrito a la defensa del Congreso, se mantuvo fiel a la República. "Más que por una cuestión ideológica, por lealtad a su juramento constitucional". Desde el piso familiar se veían los combates de la Casa de Campo. El día que una bala perdida se clavó en la pierna del coronel, el militar decidió que su mujer y sus cinco hijos, Conchita incluida, partirían a Valencia. Más o menos por las mismas fechas, Machado, "sempiterno y desaliñado", según Tecglen, apenas disimulaba en los artículos de 'La Vanguardia' su creciente pesimismo y hasta se atrevía, en privado, a aventurar malos augurios. "No me encuentro bien", le confesó a su hermano Manuel. Su enfermedad pulmonar se agravó, quizá por culpa de los cigarrillos de hierbas que le enviaba el general Lister, y también optó por refugiarse en Valencia. Entre su casa y la de Conchita apenas mediaban unos metros.

- "Se canta lo que se pierde".

Cae Barcelona. El general Valera invita a su padre a desertar: "Si colaboras con la derecha siempre serás favorecido", le escribe. Aún sabiéndose derrotado, el coronel se niega. Sin ningún refugio seguro, envía a su familia al exilio. Apretados en un camión militar, cruzan la frontera el 1 de febrero de 1939. Conchita ve cómo su padre se despide de ellos, subido a una caja de madera, en mitad de una riada de civiles asustados. El poeta había salido de España tres días antes, en ambulancia. Llega a Colliure, visiblemente enfermo, la tarde del 28. Según Joaquín Xirau, que lo acompaña, es un espectro que habla para sí mismo y solo levanta la voz para preguntar por su madre. A Conchita y su familia una patrulla francesa de guardias de frontera las dejó en la estación de Bouleau-Perthus. "No teníamos nada. Solo frío".

La letra pulcra de Conchita continúa desgranando un relato de novela: las dificultades de su madre para encontrar un trabajo, el milagro de la supervivencia del padre (que se ganó la vida en Francia arreglando sillas), su apasionado enamoramiento de un joven partisano, Gabriel Torralba, enviado a Auschwitz por su resistencia al nazismo... Conchita lo cuenta todo, todo lo describe, todo lo resume o lo anota. Quizá por la misma obsesión de permanencia que tenía Machado. Por su misma convicción de que las palabras escritas son capaces de vencer el paso del tiempo. "Para que no se pierda la memoria", insiste.

Casi todo el mundo conoce las últimas palabras de Machado ("Adiós, madre"). También sus últimos versos, lso que encontró su hermano José, algunos días después de su muerte, arrugados en un bolsillo del gabán ("Estos días azules, este sol de la infancia"). No es tan conocido que en ese mismo papel Machado escribió otras dos cosas: el "ser o no ser" de Hamlet y la correción de un poema propio, antiguo, que puede que cobrara súbitamente para él un nuevo significado y que bien podría servir para resumir la voluntad de pervivencia del diario de conchita, esa obsesión por contar que compartió con su marido. El poema decía: "Y te daré mi canción: Se canta lo que se pierde". Subrayó: "Lo que se pierde".

Haro Tecglen también le dedicó hace años unas palabras a su vieja compañera de pupitre. "Ahora está en la Sevilla que soñabas -escribió-; tienes una hija con acento francés. Tienes dentro la guerra y la resistencia, el exilio y la república. Se habrán perdido las esperanzas, Conchita: pero no se ha perdido todo".

(Dani Pérez, Ideal)

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