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Gas mask baby (Santiago Eximeno)



Santiago Eximeno (Madrid, 1973) ha publicado libros de relatos como Bebés jugando con cuchillos (Grupo AJEC, 2008) o Umbría (El humo del escritor, 2013). Disfruta de la literatura de género y de las distancias cortas. Puedes encontrarle en su Web: www.eximeno.com

Child
Do not ask me
To decide
Cause it’s me
Who can tell you
How hard it is to live
(Embryodead, :Wumpscut:)

Los niños se amontonan unos sobre otros. Los cuerpos forman una montaña de carne temblorosa. Los que ocupan las posiciones más bajas apenas respiran, los que están en lo más alto se mueven, se agitan, pero no logran separarse del grupo porque el resto lo evita. Los sujetan con manos firmes, los atrapan. Nadie puede romper la montaña de niños. Y están vivos. Y respiran.

María lo sabe. Y sabe que su hijo está allí, en la montaña, entre los cuerpos de miles, de cientos de miles de otros niños, algunos adolescentes, algunos ancianos, que desde que llegó allí no han parado de llorar.

Hay otras mujeres junto a la montaña, un puñado de ellas. Temblando, llorando. Tirando de los brazos de niños que no son los suyos. Escalando la montaña, hundiendo los tacones afilados de sus zapatos en los rostros de bebés gimoteantes. Las mujeres no hablan entre ellas. Las madres, piensa María. Madres como ella, que han venido aquí a recuperar al niño que perdieron. Porque todas ellas, de alguna forma, han perdido a su hijo, y están aquí para recuperarlo.

Aquí.

En el infierno.

María se cubre el rostro con una mano, no puede soportar el hedor que proviene de la montaña de carne. En algún lugar alguien ha encendido una hoguera, y el olor a carne quemada es insoportable. La montaña es en realidad una muralla, un muro palpitante de más de veinte metros de altura, un muro que la rodea y le hace recordar las viejas aulas universitarias donde daba clase antes de que la culpabilidad, la maldita culpabilidad, la condenara. Se vuelve, mira atrás, al lugar por donde ha entrado. Y ahora ese lugar ya no existe. La entrada se ha cerrado, bloqueada por los cuerpos apilados de adolescentes. De bebés. De niños.

El hedor persiste, también el rumor, el lamento. La letanía de los niños torturados. ¿Por qué no están muertos? ¿Por qué aquí, al otro lado, se obstinan en vivir? A María siempre le dijeron que, al margen de lo que pregonaran los políticos, las madres decidían. Pero parece que no es así. Parece que la decisión de vivir o no siempre fue cosa de niños.

María sostiene entre sus manos el plano que le dieron al entrar. El plano está escrito con la sangre de nonatos sobre piel de ancianos pederastas. En el inferno hace tiempo que las máquinas de escribir fueron abolidas. María alza el plano, lo contempla, lo compara con la masa de carne aullante que supura, gime, llora, grita ante ella. Y se pregunta si ese círculo rojo que se deshace en lágrimas sanguinolentas le indica el lugar donde yace su hijo, o si por el contrario es una burla, otra pantomima destinada a aumentar su sufrimiento. Dobla el plano hasta que lo reduce a un cuadrado de piel palpitante y vuelve a colocarlo en su boca. Lo sostiene entre sus dientes, asustada ante la posibilidad de tragárselo. Lo guardaría en cualquier otro lado, pero está completamente desnuda. Ese fue el trato al entrar, eso le dijo aquel demonio negro como la noche.

—Desnúdate. Arrodíllate. Hazlo.

Y lo hizo, vaya si lo hizo. Cualquier cosa por volver a ver a su hijo. Por expulsar la culpabilidad de su mente, esos recuerdos cristalizados en un aula universitaria vacía, en una mirada de tristeza, en una frase dicha sin conciencia.

—Yo no me voy a hacer cargo. Yo de ti abortaría.

Las embarazadas, los rostros cubiertos por bozales, esperan al otro lado de la montaña. Puede verlas a través de los cuerpos aplastados si mira con atención entre los muslos, entre las nalgas, en los espacios abiertos que los cuerpos no logran llenar. Las embarazadas adoptan posturas de maniquí de tienda y varias de ellas se han tatuado con tinta negra códigos de barras en los brazos. Aquí son parte del decorado, nada más. Como los árboles carbonizados o los ríos de sangre colmados de alambre de espino. El escenógrafo del infierno es un hijo de puta.

María apoya las manos en uno de los cuerpos –una niña de rizos que sonríe mientras aúlla como una loba en celo– y comienza la escalada. Si el plano no miente encontrará a su hijo allá arriba, entre medio centenar de otros lactantes expectantes, junto a un pequeño grupo de niños de primaria. Mientras hunde sus pies en la carne, mientras siente manos y lenguas curiosas explorando su vientre, rozando su vulva, María se pregunta cómo lo reconocerá. En el fondo de su alma sabe que lo hará al instante; ese conocimiento la aterra.

La escalada lo es todo. Envuelta en el aullido, en el grito, en el gorgojeo, María trepa por esa muralla de carne nonata sin mirar atrás, ajena a las otras madres, a las embarazadas, a los demonios enmascarados que asetean con sus lanzas al rojo vivo los cuerpos desnudos de las mujeres, de los niños. De todos. Y cuando sus dedos se introducen por descuido en una boca y el mordisco le arranca la primera falange del dedo meñique de la mano izquierda grita, grita como una endemoniada, pero no se detiene. Sigue escalando, hacia arriba, siempre hacia arriba.

No quiere llegar hasta la cima del muro de carne, no quiere ver lo que se oculta al otro lado, lo que ha podido atisbar a través de los cuerpos. No quiere ver otra vez a esos hombres que parecen muñecas hinchables mutiladas parloteando junto al río. No quiere oír los llantos de las adolescentes ciegas sentadas en círculo alrededor de ancianas con los labios cosidos. El infierno lo es todo, y ella no quiere formar parte de él.

Estoy aquí de paso, se dice.

Sabe que no es verdad. Que aunque hoy logre escapar antes o después volverá.

Otro paso en el muro y de pronto su rostro se enfrenta al de un niño sonriente. Sabe que es su hijo nada más verle. Sus ojos, las comisuras de sus labios. No se pregunta qué edad tiene porque lo sabe exactamente. Un año, seis meses, cuatro días. El tiempo que ha tardado en reunir el valor suficiente para venir al infierno a por él. Porque el infierno no es perder un hijo. El infierno es recuperarlo.

—Mamá —dice el niño.

María pierde el equilibrio y a punto está de caer. Pero no lo hace. Se aferra al cuerpo de su hijo mientras grita, mientras llora. Tira de él, trata de extraer su carne aplastada de la muralla de cuerpos que esperan que las madres que los abortaron vuelvan a por ellos. Algunos muestran en su rostro cubierto de arrugas la certeza de que su madre nunca vendrá. María tira con todas sus fuerzas, sin temor. Y el cuerpo del niño resbala poco a poco, centímetro a centímetro, mientras el resto de nonatos abre sus manos y lo libera.

—Mamá —repite el niño.

—Estoy aquí —susurra María—. Estoy aquí.

El descenso es una locura febril. Las manos de un centenar de fracasos la sostienen, la animan. No la retienen, sólo la ayudan a descender, a volver al suelo de alambre de espino. Las manos la tratan con dulzura porque ya saben que es una madre, una verdadera madre, de las que entregan su propia vida para recuperar al niño perdido.

Abajo las mujeres le sonríen, tratan de tocarla. María, con su niño en los brazos, se aleja de ellas, aterrada. Rehúye su contacto, su inesperada cercanía. Algunas de las mujeres son tan ancianas que María no quiere pensar cuánto tiempo llevan sus hijos atrapados allí, esperando. Y tantos otros que vivirán la eternidad allí, en el muro de carne, mientras sus madres, ajenas a su realidad, rehacen su vida y olvidan. Olvidan.

Hay una puerta, está abierta. María la traspasa y ha vuelto. El demonio la espera sentado frente a su mesa.

—Tendrás que rellenar el papeleo. Déjale el niño a la matrona para que lo preparemos.

María tiembla como una hoja cuando la parodia de mujer que, presume, es la matrona se le acerca con los brazos extendidos. El hedor que despide su cuerpo marchito, abierto, le provoca arcadas, pero sabe que ha de ser obediente y, sin rechistar, le entrega al niño.

—Mamá —dice él, pero no encuentra reproche en su tono.

La matrona exhibe impúdicamente un cuerpo completamente cubierto de llagas supurantes. Su extrema delgadez, su piel negra, contrasta con el saludable aspecto del niño. Quizá por eso María quiere gritar cuando esa cosa que cree ser una mujer coloca con extrema delicadeza la máscara de gas sobre el rostro del niño.

—Necesita un nombre —dice el demonio, y le muestra a María una serie de documentos—. Y tienes que firmar todas estas hojas con tu sangre menstrual.

María asiente. Un hombre castrado con la piel rasurada recubierta de celofán le entrega la ropa. Ella le pide, le suplica con la mirada que espere, mientras hunde la pluma en su cuerpo y firma hoja tras hoja, hoja tras hoja.

—Esta noche iremos a casa —dice el demonio mientras ella se viste— y nos llevaremos al hombre.

María asiente. Es el pago. Es lo justo. La ropa le araña la piel. No puede apartar la vista del niño, de la máscara de gas que se adhiere a su rostro como una segunda piel.

—Un año, seis meses, cuatro días —dice el demonio.

—Sí —dice María.

No se le ocurre qué más debe decir.

—Bien —dice el demonio—. Allí volverás entonces. Suerte. Disfruta de cada día. Dentro de unos años volveremos a vernos.

Y después la matrona le entrega al niño y todo es oscuridad.

***

El aula está vacía. Allí no hay nadie. Sólo ella, con su hijo dormido entre los brazos.

—Yo me haré cargo —susurra María.

Cierra los ojos, acaricia la máscara de gas que cubre el rostro del niño. Después se desabrocha la blusa y deja que la criatura busque su pecho y se alimente.

(Maelstrom)

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