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Caminando hasta Kobe (Haruki Murakami)



1

Fue en mayo de este año (*) cuando se me ocurrió la idea de emprender una pausada caminata, yo solo, desde Nishinomiya hasta Sannomiya, en Kobe. Se dio la casualidad de que tenía que parar en Kioto por cuestiones de trabajo y aproveché para desplazarme hasta Nishinomiya. Si miramos un mapa, veremos que entre esta ciudad y Kobe media una distancia de unos quince kilómetros. No está precisamente "ahí al lado", pero confío hasta cierto punto en mis piernas y sé que no voy a sufrir para terminar el trayecto.

Aunque nací en Kioto, y así consta en el registro, mi familia enseguida se mudó a Shukugawa, en la ciudad de Nishinomiya, prefectura de Hyōgo, y al poco tiempo a la vecina Ashiya, en donde pasé la mayor parte de mi adolescencia. Como mi instituto estaba en Kobe, al pie de la montaña, cuando salía a divertirme, lo hacía, naturalmente, por Sannomiya, el centro de la ciudad. Así es como se forma el típico "chico 'Hanshin-kan'", es decir, del área comprendida entre Kobe y Osaka. Por aquel entonces -no quiero decir, por supuesto, que no lo siga siendo-, aquélla era una excelente zona para transitar de la infancia a la pubertad. Tranquila y sosegada, se respiraba un ambiente de cierta libertad, estaba bendecida por el mar y la montaña y a un paso de la gran ciudad. Se podía ir a conciertos, hojear libros baratos de tapa blanda en las librerías de segunda mano, frecuentar clubs de jazz o ver películas de la Nouvelle Vague en salas de arte y ensayo. En lo que a moda se refiere, las cazadoras Van eran lo más.

Pero al entrar en la universidad me marché a Tokio, allí me casé, conseguí un empleo y, desde entonces, apenas regresé al área de Hanshin. Aunque de cuando en cuando volviese a casa, tan pronto como resolvía lo que me había llevado hasta allí, me subía en el 'shinkansen', el tren bala, y regresaba a Tokio. Por una parte llevaba una vida ajetreada, además de haber pasado largos periodos en el extranjero. A eso hay que añadir ciertas circunstancias privadas. En este mundo hay personas que se sienten constantemente compelidas a regresar a su tierra natal y personas que, por el contrario, sienten que ya no pueden volver. Lo que separa a ambas es, en la mayoría de los casos, una determinada fuerza del destino, independiente del peso de nuestros sentimientos hacia el terruño. Y, guste o no, parece que yo pertenezco al segundo grupo.
Mi hogar estuvo durante mucho tiempo en Ashiya, pero tras el Gran Terremoto de Hanshin-Awaji, en enero de 1995, se volvió prácticamente inhabitable y mis padres enseguida se mudaron a Kioto. Con lo cual, ya no existe ningún vínculo concreto que me una con esta tierra; aparte de una pila de recuerdos (que supone un importante patrimonio para mí). Por eso, en sentido estricto, ya no puedo llamarlo "hogar". Ello me produce un sentimiento de pérdida. Dentro de mi cuerpo el eje de la memoria chirría levemente. De un modo muy físico.

Sin embargo, ahora que lo pienso, quizá fue 'precisamente ése' el motivo por el que quise recorrer a pie, paso a paso, la zona. Tal vez deseaba examinar cómo se reflejaría ante mis ojos este "terruño" con el que perdí un vínculo tangible. ¿Qué clase de sombra de mí mismo (o sombra de una sombra) hallaría?

Otro motivo fue que quería saber qué efecto había ejercido el terremoto de hacía dos años en la ciudad donde me crié. He visitado Kobe varias veces tras la catástrofe y excuso decir que me impactó la profundidad de la impronta que ha dejado. Pero de ello ya habían transcurrido dos años y quería observar con mis propios ojos cuál era el aspecto real de esa ciudad que al fin parecía haber recobrado la calma, qué fue lo que esa tremenda brutalidad le arrebató y qué dejó en pie. Porque seguramente guardase no poca relación con mi yo presente.

***

Desciendo en la estación Hanshin de Nishinomiya, el punto de partida, calzado con zapatillas de suela de goma para caminar y con un bolso en bandolera en el que llevo una libreta y una pequeña cámara de fotos, y me echo a caminar sin prisa hacia el Oeste. El tiempo era tan bueno que hacían falta gafas de sol. Primero atravieso las galerías de pequeños comercios situadas del lado sur. Cuando estaba en primaria solía venir de compras en bicicleta. Como la biblioteca municipal también queda cerca, cuando tenía tiempo libre me pasaba y devoraba distintos tipos de obras juveniles en la sala de lectura. También había una juguetería especializada en maquetas. Por eso me resulta tan nostálgico este lugar.

Ha transcurrido tanto tiempo desde la última vez que vine que las galerías se han transformado de tal manera que me resultan casi irreconocibles. No puedo juzgar a ciencia cierta hasta qué punto esos cambios son fruto del paso natural del tiempo o derivados de los daños materiales causados por la catástrofe. Con todo, las huellas del terremoto de hace dos años son evidentes. Aquí y allá me encuentro con los descampados que han dejado los edificios derruidos, como huecos de dientes arrancados, y las hileras de casetas prefabricadas que los unen. En los solares deslindados con cuerdas crece la hierba verde de verano y en el asfalto de la calle se abren todavía funestas grietas. En comparación con la zona comercial del centro de Kobe, que ha atraído ampliamente la atención pública y ha experimentado una veloz reconstrucción, el vacío que aquí ha quedado resulta pesado, aturdidor, callado y profundo. Esto, por supuesto, no sólo ocurre en las galerías comerciales de Nishinomiya. Alrededor de Kobe tienen que existir numerosos lugares que siguen cargando con la misma clase de heridas; muchos todavía por relatar.

Una vez atravesadas las galerías y cruzada la calle, nos encontramos con el santuario Ebisu de Nishinomiya. Se trata de un templo sintoísta de grandes dimensiones. Dentro del recinto sagrado hay una densa arboleda. Cuando todavía era un niño pequeño, aquél era para mí y mis amigos un sitio estupendo en donde jugar. Pero ahora las cicatrices duelen con tan sólo mirarlas. La mayoría de las enormes farolas de piedra dispuestas a lo largo de la autopista nacional Hanshin están descabezadas. Las luminarias yacen desordenadamente en el suelo, al pie de las farolas, como si las hubieran cercenado con un arma afilada. Las bases que han quedado se yerguen pesadas y mudas, convertidas en estatutas que han perdido el rumbo y el sentido, como imágenes simbólicas aparecidas en sueños.

El viejo puente de piedra desde el que, de pequeño, solía pescar camarones (se mete harina de 'udon', a modo de cebo, en una botella vacía atada con un cordel y se introduce ésta en el agua. Los camarones pican y sólo hay que tirar de la botella hacia arriba. Es fácil) ha quedado desmoronado. El agua está negra y turbia como si la hubieran hervido durante horas, y las tortugas, quién sabe cuántos años tendrán, airean pausadamente sus caparazones sobre las rocas secas, probablemente ajenas a todo. Las marcas de la violenta destrucción permanecen vivas por todas partes, de tal modo que la zona parece unas ruinas. Tan sólo la frondosa arboleda de antaño sigue ahí, remontando el tiempo oscura y silenciosa, tal y como yo la recuerdo.

Sentado en un banco del recinto del santuario, bajo el sol de principios de verano, vuelvo a echar un vistazo a mi alrededor y me empapo de lo que veo. Procuro asimilarlo en mi interior, de forma natural. En mi conciencia, en la piel. Como "algo que pude haber sido". Pero exige mucho tiempo. Obviamente.

2

Desde Nishinomiya me dirijo a Shukugawa. Todavía falta un trecho para el mediodía. La temperatura hace que, al caminar a paso ligero, empiece a sudar un poco. Más o menos me hago una idea de por dónde voy, sin necesidad de mirar el mapa, pero no todas las calles me suenan. Hay lugares que no recuerdo en absoluto, a pesar de que en otro tiempo seguramente los frecuenté. Me pregunto cómo es posible que no me suenen. Para ser exactos, se puede decir que incluso me siento 'desconcertado'. Como si, al regresar a casa, hubieran reemplazado todo el mobiliario.

Sin embargo, enseguida se esclarece el motivo: los lugares descampados se han invertido, como el positivo y el negativo de una fotografía. Es decir, los terrenos vacíos en su día ahora ya no lo están y en donde antes se había edificado ahora hay descampados. Por lo general, porque los primeros se han convertido en urbanizaciones y porque en los segundos el terremoto ha asolado las viejas casas. Debido a la superposición de estos dos hechos, la imagen del antiguo barrio guardada en mi memoria se ha tornado en una fantasía de manera sinérgica, por así decirlo.

La vieja casa cercana a Shukugawa en la que una vez viví había desaparecido. En su lugar habían levantado una especie de viviendas adosadas. El campo de deportes de un instituto cercano servía ahora de residencia temporal para los damnificados por el terremoto y en la zona en donde solíamos jugar al béisbol se secaban al sol, apelotonados, la colada y los futones de la gente que allí vivía. Por más que observara fijamente el panorama, apenas quedaban vestigios de antaño. El agua del río Shukugawa era bella y transparente como antes, pero me resultó extraño ver cómo habían solidificado el lecho con cemento.

Camino un poco hacia el mar y entro en un pequeño restaurante de sushi próximo. Al ser domingo, están ajetreados atendiendo pedidos a domicilio. El joven que salió a repartir los pedidos tarda en regresar y el chef se afana en atender el teléfono. Una escena típica en cualquier lugar de Japón. Mientras no me traen lo que he pedido, bebo de una botella mediana de cerveza y miro la televisión sin prestarle realmente demasiada atención. El gobernador de la prefectura de Hyōgo le está contando no sé qué cosa a la presentadora acerca de las tareas de reconstrucción. Estoy intentando recordar qué era de lo que hablaban, pero lo he olvidado por completo.

***

Antiguamente, cuando uno se subía al malecón, el mar se extendía inmediatamente frente a sus ojos. Sin ningún obstácuo de por medio. De pequeño, en verano iba a nadar allí casi todos los días. Me gustaba el mar y me gustaba nadar. También iba a pescar. Cada día sacaba al perro de paseo. Me gustaba aunque sólo fuera a sentarme allí quieto. De noche me escapaba de casa para irme con mis amigos a la playa y encender hogueras con la madera que el mar había arrastrado. Me gustaba el olor a mar, el rumor del oleaje oído desde lejos y las cosas que el agua traía.

Pero ahora allí ya no hay mar. La gente ha deshecho montañas, ha acarreado cantidades ingentes de tierra con camiones y cintas transportadoras y lo ha enterrado todo. La zona de Hanshin, que limita con el mar y la montaña, es ciertamente un sitio ideal para este tipo de obras públicas. Tras derruir la montaña se construyeron monas urbanizaciones, tan monas como las que levantaron en la zona de mar enterrada. Eso ocurrió poco tiempo después de que yo me hubiera marchado a Tokio, en plena época de crecimiento y del boom urbanístico en el archipiélago.

Yo ahora soy dueño de una casa en un pueblo costero en la prefectura de Kanagawa y vivo a caballo entre Tokio y este pueblo, y la verdad es que en este momento -lamentablemente, todo hay que decirlo- aquello me recuerda más al terruño que mi propio hogar natal. Allí todavía hay montañas verdes y un mar en donde nadar. Es algo que me gustaría proteger a mi manera. Porque los paisajes pasados jamás volverán a ser como antes. Porque una vez que el ser humano desencadena el aparato de la violencia, ya no hay vuelta atrás.

Al otro lado del malecón, en donde un día estuvo la playa de Kōroen, todo alrededor ha sido enterrado hasta transformarlo en una cala recogida (o más bien un estanque). Allí, un grupo de windsurfistas se esfuerza por atrapar ráfagas de viento. Al lado, hacia el Oeste, en donde se veía el antiguo arenal de Ashiya, se yerguen, como un conjunto de monolitos, altos bloques de pisos. En la playa varios grupos de familias reunidas, que han venido en furgonetas y monovolúmenes, preparan barbacoas con hornillos portátiles. Lo que se conoce como actividades al aire libre. Formando parte del solemne paisaje dominical, el humo blanco que desprende la carne, el pescado y las verduras asadas se eleva tranquilamente hacia el firmamento, como una almenara. Apenas hay nubes en el cielo. Una apacible escena en una tarde de mayo. Casi se podría calificar de impecable. Pero cuando, sentado sobre el dique de cemento, contemplo atentamente lo que en su día fue un mar de verdad, en mi cabeza todo lo que allí hay va perdiendo poco a poco, calladamente, el sabor de la realidad, como el aire que escapa de un neumático.

Es innegable que existe dentro de ese manso paisaje una especie de reverberación violenta. Al menos así lo siento yo. Una parte de esa violencia se oculta bajo nuestros pies y otra parte está latente en nuestro propio interior. Una es metáfora de la otra. O quizá sean intercambiables. Ambas yacen aquí dormidas, como un par de bestias que sueñan con lo mismo.

***

Atravesando un riachuelo se llega a la ciudad de Ashiya. Paso delante de mi antigua escuela secundaria, delante de la casa en la que una vez viví y camino hasta la estación Hanshin de Ashiya. En un cartel se anuncia un partido de béisbol el domingo (hoy) a las dos entre los Hanshin Tigers y los Tokyo Yakult Swallows en el estadio de Kōshien. Al verlo, de pronto me entran ganas de ir al estadio. Sin más dilación, cambio de planes y me subo a un tren en dirección a Osaka. El partido acaba de empezar. Si me dirijo hacia allí, llegaré a tiempo al menos para la tercera entrada. El resto del trayecto puedo caminarlo mañana.

El estadio de Kōshien está practicamente igual que cuando era niño. Siento una nostálgica desazón a flor de piel -extraña forma de expresarlo-, como si hubiera hecho un viaje en el tiempo. Lo único que ha cambiado en el estadio es que han desaparecido los vendedores de Calpis, que cargaban con los barriles a lunares de bebida (da la sensación de que el número de personas que bebe Calpis se ha reducido considerablemente), y que el viejo marcador ha sido reemplazado por uno digital (gracias al cual, de día cuesta un horror leer los tantos). El color de la tierra del terreno de juego sigue siendo el mismo, el verde del césped es el mismo y los fans de los Hanshin Tigers son los mismos. Podrá estallar un terremoto, una revolución o una guerra, podrán pasar siglos, pero la presencia de los fans de los Hanshin seguro que nunca cambiará.

El encuentro termina con la victoria de los Hanshin, uno a cero, tras un duelo entre Kawajiri y Takatsu. A pesar de la diferencia de tan sólo una carrera, no es que el partido haya sido especialmente emocionante. Más bien ha sido un partido sin apenas jugadas llamativas. Siendo franco, no habría pasado nada si me lo hubiera perdido. Sobre todo habiéndolo visto desde las gradas del jardín. Los rayos de sol se vuelven cada vez más intensos y la garganta se reseca. Tomas unas cuentas cervezas frescas y, como consecuencia, de vez en cuando te adormilas sobre la grada. Cuando despiertas, por un instante no sabes en dónde estás. "¿En dónde narices estoy?". La sombra de los focos se alarga y se curva casi hasta alcanzarme.

3

En Kobe, me fijo en un hotelillo nuevo cualquiera y cojo una habitación. La mayor parte de los huéspedes son grupos de chicas jóvenes. Es de esa clase de hoteles. Me levanto a las seis de la mañana y parto en un tren de la compañía Hankyū hacia la estación de Ashiyagawa antes de que sea hora punta. Y desde allí emprendo de nuevo el modesto viaje a pie. Al contrario del día anterior, el cielo está encapotado y hace un poco de fresco. El pronóstico meteorológico del periódico anuncia, con total seguridad en sí mismo, que por la tarde lloverá. Igual que aquella Casandra, que sólo vaticinaba profecías aciagas (cómo no, el pronóstico acertó y al atardecer la lluvia me caló hasta los huesos).

En el periódico que había comprado por la mañana en la estación de Sannomiya también se decía que "aún no se ha detenido al agresor que atacó a dos niñas y mató a una en el área residencial Suma New Town (me imagino que será otro nuevo barrio ganado a la montaña, ya que el nombre no me resulta familiar) y apenas se han obtenido indicios. La gente del barrio con niños pequeños está atemorizada". Por aquel entonces, todavía no se había perpetrado el asesinato del pequeño Jun Hase (**). Pero, en cualquier caso, no cambia el hecho de que fue un crimen atroz, despiadado y absurdo dirigido contra unas estudiantes de primaria. Yo, que casi nunca leía la prensa, ni siquiera estaba al corriente del caso.

Recuerdo que, aunque el artículo fuese rutinario, entre líneas se percibía un trasfondo siniestro, profundo, extraño. Mientras pliego el periódico, se me pasa por la cabeza que alguien podría sospechar de un hombre deambulando por las calles solo en pleno día. Una nueva sombra de violencia deja al descubierto un nuevo matiz de mi condición "foránea" en este lugar. Me siento como un huésped no invitado que se ha metido en el lugar erróneo.

Caminando hacia el Oeste por el lado de las vías del tren Hankyū que da a la montaña, con algún que otro rodeo, se llega a Kobe en media hora. La ciudad de Ashiya es alargada de norte a sur. Yendo de este a oeste, se atraviesa en un periquete. Al dirigir la mirada a ambos lados mientras camino, reparo en varios descampados causados por el terremoto. De cuando en cuando también me encuentro casas inclinadas sin rastro de vida. El suelo en la zona entre Kobe y Osaka, al contrario de lo que sucede en la región de Kantō, está formado por arena de la montaña, con lo cual es fino y de color blancuzco. Ése es el motivo por el que los descampados llaman la atención. El nítido contraste con el verde de la hierba estival que crece en el suelo salta a la vista. Me trae a la mente la enorme cicatriz que una operación quirúrgica ha dejado en la tez blanca de una amistad. La imagen trasciende el momento y la situación de un modo físico y me punza la piel.

Obviamente, no sólo hay descampados sembrados de maleza. También me fijo en algunas obras en construcción. En menos de un año habrán levantado nuevas viviendas en la zona. Probablemente de tal modo que resultará irreconocible. Las nuevas tejas recibirán la nueva luz del sol y brillarán deslumbrantes. Pero, para entonces, entre el nuevo paisaje recién nacido y yo puede que ya no exista ningún sentimiento evidente de pertenencia (seguramente no). Puede que entre nosotros se interponga una nueva divisoria de aguas que el terremoto, ese arrollador mecanismo de destrucción, ha visibilizado por la fuerza (seguramente así será). Miro al cielo, respiro una bocanada del aire de esta mañana ligeramente nublada y pienso en esta tierra que ha hecho al ser humano que soy, y en mi persona, que ha sido modelada por esta tierra. En todas esas cosas con las que, por así decirlo, no se puede jugar.

***

Al llegar a la vecina estación Hankyū de Okamoto, me propongo entrar en la primera cafetería que vea y pedir un menú de desayuno. Bien pensado, no he comido nada desde que me levanté. Pero, a la hora de la verdad, no localizo ninguna que abra de mañana. ¡Es verdad! Por esta zona no había ese tipo de locales. Sin más remedio, me compro una CalorieMate en el veinticuatro horas Lawson que está al lado de la Nacional y me la como solo y en silencio sentado en el banco de un parque. También me tomo una lata de café. Hago alguna anotación sobre lo que he visto durante el itinerario. Luego me echo un pitillo y leo varias páginas de 'Fiesta', de Hemingway, que me he traído metida en el bolsillo. Recuerdo haberla leído cuando estaba en el instituto, pero por caprichos del destino volví a empezarla metido en la cama del hotel y me enganchó por completo. ¿Cómo es posible que la primera vez no me haya dado cuenta de lo que increíble que es esta novela? Pienso en ello y la verdad es que me parece raro. Seguramente tendría la cabeza en otra parte.

En la siguiente estación, la de Mikage, por desgracia tampoco hay menús de desayuno. Sumido en ensoñaciones de café caliente cargado y gruesas tostadas untadas con mantequilla, sigo caminando en silencio a lo largo de las vías de Hankyū y, como hace un rato, paso delante de varios descampados y obras. También me cruzo con algunos Mercedes Benz Clase E que llevan a niños en su camino hacia el colegio o la estación. Los Mercedes no tienen, por supuesto, ni una sola mancha o rasguño. Igual que los símbolos carecen de sustancia o el tiempo que corre, de objetivo. Esas cosas están al margen de los terremotos y la violencia. Quizá.

Frente a la estación Hankyū de Rokkō, hago una humilde transigencia y entro en un McDonalds en donde pido un menú Egg McMuffin (360 yenes) con el que por fin sacio esa hambre, honda como el rumor del oleaje, y descanso durante media hora. El reloj marca las nueve. Cuando entras en un McDonald's a las nueve de la mañana, te sientes como si formases parte de una enorme realidad ficticia (mcdonaldesca). O como si te hubieras vuelto una parte del inconsciente colectivo. Pero lo que de verdad me rodea no es más que una realidad individual. No hay más que discutir. Lo que ocurre es que esa individualidad, para bien o para mal, ha perdido el rumbo durante un instante.

Aprovechando que estoy allí, subo una empinada cuesta y, secándome el tenue sudor de la frente, me dirijo a mi antiguo instituto. Recorro con mis propias piernas, despacio, el camino por el que siempre pasaba subido a aquel autobús atestado. Unas colegialas juegan al balonmano durante la clase de Educación Física en un amplio terreno construido sobre un allanamiento de la ladera de la montaña. La zona se ha vuelto demasiado silenciosa y apenas se oye nada, excepto los gritos ocasionales de las chicas. Todo está tan tranquilo que tengo la impresión de haberme colado, por alguna razón, en una dimensión espacial equivocada. ¿Cómo puede haber semejante silencio?

Mientras oteo el puerto de Kobe, que brilla gris oscuro en la lejanía, aguzo el oído a ver si se escucha el eco de los viejos tiempos. Pero nada llega a mis oídos. Parafraseando la letra de esa vieja canción de Paul Simon, sólo se oye el sonido del silencio. Pero, bueno, qué le vamos a hacer. Después de todo, ya han pasado más de treinta años de aquello.

Más de treinta años... Sí, solamente hay una cosa que puedo afirmar con toda seguridad: a medida que la gente envejece, se va quedando cada vez más sola. A todos nos pasa. Y tal vez no sea incorrecto. De hecho, en cierto sentido mi vida no ha sido más que un continuo proceso de adaptación a la soledad. Así que ¿qué derecho tengo a quejarme? Y aunque quisiera quejarme, ¿a quién me dirigiría?

4

Me levanto y me alejo del instituto, desciendo la larga cuesta un tanto apático (también es cierto que estoy un poco cansado de andar) y camino hasta la estación de tren bala de Shin-Kobe. Una vez allí, la meta, Sannomiya, queda a un tiro de piedra.

Como me sobra el tiempo, por pura curiosidad pruebo a entrar en el enorme Shin-Kobe Oriental Hotel, que acaba de ser inaugurado frente a la estación. Me arrellano en un sofá de la cafetería 'lounge' y por fin disfruto del primer café en condiciones del día. Me descuelgo el bolso del hombro, me quito las gafas de sol, respiro hondo y descanso las piernas. De pronto me acuerdo de ir al baño y meo por primera vez desde que salí del hotel por la mañana temprano. Vuelvo a mi asiento, me bebo otro café y a continuación tomo un respiro y observo a mi alrededor. La sala es amplia en demasía. La impresión que me produce es muy distinta a la del antiguo Kobe Oriental Hotel situado cerca del puerto (ahora mismo está cerrado temporalmente a causa del terremoto, pero el caso es que allí la justa amplitud del espacio creaba una sensación de intimidad). Tal vez la palabra "vacuo", y no amplio, se ajuste más a la realidad. Se asemeja a una pirámide recién construida con un número insuficiente de momias. No pretendo sacarle defectos, pero tampoco sentí especiales ganas de alojarme allí. Por lo menos, no es de mi gusto.

Varios meses después, justo en aquella cafetería, miembros de una organización criminal protagonizarían un tiroteo en el que dos personas perdieron la vida (***). En ese momento, desde luego, era imposible que yo supiese que eso iba a ocurrir. Pero una vez más me cruzo, inesperadamente y con cierta distancia temporal de por medio, con otra sombra de "violencia por llegar". Aunque sea "pura casualidad", si pienso en ello, me resulta extraño. El pasado, el presente y el futuro se entrecruzan como una red de pasos a desnivel.

***

¿Por qué será que nos encontramos profunda e incesantemente expuestos a esa sombra de violencia? Cuatro meses más tarde, mientras rememoro la modesta caminata y escribo este texto frente a mi escritorio, no puedo evitar esa impresión. Aun dejando a un lado el contexto geográfico del Kobe actual, siento como si cada forma de violencia estuviese fatalmente ligada con otra (en la realidad o de manera metafórica). ¿Será un imperativo de la época en la que vivimos o algo por el estilo? ¿O acaso sólo se trata de una mera coincidencia?

Justo cuando vivía lejos de Japón, en Estados Unidos, ocurrió el Gran Terremoto de Hanshin y, dos meses después, el ataque con gas sarín en el metro de Tokio. Yo lo interpreté como una sucesión con un significado tremendamente simbólico. Aquel verano regresé a Japón y, tras un paréntesis, realicé una serie de entrevistas a víctimas del ataque con gas sarín, que un año más tarde se publicarían bajo el título de 'Underground'. Lo que buscaba y pretendía ilustrar en este libro, o lo que yo mismo deseaba conocer urgentemente, era la violencia que late bajo nuestra sociedad. Esa violencia, de cuya existencia normalmente nos olvidamos, pero que en realidad existe como contingencia, o la posibilidad de que, adoptando una forma violenta, salga a la superficie en el mundo real. Ése fue el motivo por el que elegí para las entrevistas a "víctimas", y no a "verdugos".

Mientras recorría a pie, solo y en silencio, el trayecto de dos días que me llevó de Nishinomiya a Kobe, medité constantemente en esa especie de proposición. Con cada paso, bajo la sombra del terremoto, no dejaba de preguntarme: "¿Qué diablos fue el ataque con gas sarín?". O arrastrado por la sombra del ataque en el metro, me preguntaba: "¿Qué diablos fue el terremoto de Hanshin?". Estos dos hechos no están desligados. Resolver uno requiere, probablemente, tener que resolver con mayor precisión el otro. Eso es lo que yo pienso. Y es que se trata de algo físico y, al mismo tiempo, algo psicológico. Aunque el hecho de que sea psicológico se debe a que es físico. Yo debo tender, a mi manera, un pasillo entre los dos.

Y, debo añadir, existe una proposición todavía más importante, que es: "¿Qué diablos puedo hacer yo en este momento?".

Por desgracia, todavía no he sacado una conclusión clara y lógica para esas proposiciones. No he llegado a ningún lugar concreto. Lo único que puedo hacer ahora mismo es servir y mostrar en el recipiente anticlimático de esta prosa incierta el trayecto real que han recorrido mis pensamientos (o mi mirada o mis piernas). Pero, a ser posible, me gustaría que me comprendiesen: Al final, este ser humano que soy yo sólo es capaz de avanzar pasando por el torpe y físico proceso de mover las piernas y el cuerpo. Y ello requiere tiempo. Tanto que resulta lamentable. Ojalá no sea demasiado tarde.

***

Finalmente, llego de nuevo a las calles de Sannomiya. Apesto a sudor. Y eso que no ha sido tanta la distancia. Pero sí un poco más largo que un simple paseo matinal. Me tomo una ducha caliente en la habitación del hotel, me afeito y me bebo de una sentada la botella de agua mineral fría que hay en la nevera. Saco una muda de la bolsa de viaje y me cambio. Un polo azul marino, una chaqueta de algodón azul y unos chinos beis. Tengo los pies un poco hinchados, pero eso es lo único que no puedo cambiar. Las ideas vagas y apagadas pendientes por resolver en mi cabeza, esas tampoco hay forma de sacarlas.

Como no se me ocurre nada mejor que hacer, salgo a la calle y veo la primera película que se me antoja. No se puede decir que sea apasionante, pero tampoco está tan mal. La protagoniza Tom Cruise. Descanso el cuerpo y mato el tiempo. Paso dos horas de mi vida; sin pasión, pero no tan mal. Al salir del cine ya casi ha atardecido. Doy un paseo hasta un pequeño restaurante en la zona que sube hacia la montaña. Me siento a solas en la barra, pido una pizza de marisco y me bebo una caña de cerveza. Soy el único cliente no acompañado. Quizá sean imaginaciones mías, pero el resto de la gente que está en el local parece muy feliz. Se ve que las parejas de enamorados tienen una relación buena de verdad, y un grupo de hombres y mujeres se ríe en voz alta, como si estuvieran pasando un buen rato. A veces hay días así.

En la pizza de marisco que me sirven viene un papelito que reza: "La pizza que está usted a punto de comerse es la número 958.816". Durante un instante no consigo captar el significado de esa cifra. ¿958.816? ¿Qué clase de mensaje debería percibir ahí? Ahora que lo pienso, las otras veces que vine con una novieta a este local también me tomé una cerveza fría y me comí una pizza recién horneada con su número. Charlamos sobre distintos aspectos del futuro. Aunque todas las predicciones que salieron de nuestras bocas fallaron de manera estrepitosa... Pero ésa es una vieja historia. Una historia de cuando aquí todavía había mar y montaña.

Mentira. El mar y la montaña aún hoy siguen ahí. Por supuesto. Yo me refería a otro mar y otra montaña diferentes de los de hoy. Mientras bebo la segunda cerveza, abro las páginas de 'Fiesta' y prosigo con la lectura. La historia perdida de una gente perdida. Enseguida me enfrasco en su mundo.

Al cabo de un rato dejé el restaurante y, tal como se había pronosticado, la lluvia me empapó. Me quedé calado de un modo realmente desagradable. Tanto que ya ni merecía la pena comprar un paraguas.

(Notas):

(*) Este relato se escribió en el año 1997, dos años después del Gran Terremoto de Hanshin-Awaji, que ocurrió el 17 de enero de 1995 (N. del T.)

(**) Tanto el artículo de prensa como el hombre de Jun Hase hacen referencia a una serie de macabros asesinatos cometidos en Kobe por un muchacho de catorce años. El caso conmocionó a la sociedad japonesa. Jun Hase fue asesinado el 24 de mayo de 1997 (N. del T.).

(***) Se refiere al caso ocurrido el 28 de agosto de 1997, en el cual Masaru Takumi, el número dos del clan Yamaguchi de la 'yakuza', la mafia japonesa, fue abatido por miembros de otra banda que hasta hacía poco tiempo había estado subordinada al clan Yamaguchi. En el incidente también falleció un cliente del hotel sin ninguna relación con el hampa (N. del T.).

(Traducción de Gabriel Álvarez Martínez, Granta en español, nueva época, nº 1, Rebaño + 1, otoño 2014, Galaxia Gutenberg)

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