‘El cine del diablo’
Jean Epstein
Traducción de Pablo Ires
Cactus, 2014
128 páginas. 13 euros
Empiezan a ver la luz en castellano los escritos teóricos de Jean Epstein, cineasta imprescindible para experimentar qué es el cine y cuáles son sus poderes, pero también filósofo –con todas las letras- que supo trasladar a una escritura encendida y visionaria la concepción de un arte que podía, y por lo tanto debía, recobrar la infancia espiritual de creadores y espectadores.
Como en el caso mucho más conocido de André Bazin, para Epstein la existencia del cine precede a su esencia. O, para ser más exactos, su esencia (maquínica) ha luchado, casi siempre en desventaja, por agujerear su existencia (narrativa/representacional) y revelar un mensaje turbador y transgresor. Escrito en 1947, ‘El cine del diablo’ parte de una constatación, la de que el cine, en tanto “personifica la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación [y la] atracción de un porvenir diferente y destructor del pasado tanto como del presente”, encarna originariamente lo revolucionario y antidogmático –lo diabólico en definitiva- pues modifica de tal manera el clima en el que se mueve el pensamiento racional y su sistema de valores fijos que invita a sospechar de la injerencia del ángel caído en su invención. Así como Bacon, Galileo o Copérnico antes que ellos, los Lumière bien podrían haber sido acusados de connivencia con el Diablo, pues la criatura nacida de la curiosidad científica no tardó casi nada –ahí tienen las famosísimas impresiones (de espanto) de Máximo Gorki en la primera proyección comercial de 1895- en orquestar los apabullantes vértigos que su funcionamiento íntimo le proporcionaba.
Cactus rescata este encendido y visionario opúsculo de Jean Epstein sobre su revolucionaria concepción del cine ‘El cine del diablo’ Jean Epstein Traducción de Pablo Ires Cactus, 2014 128 páginas. 13 euros Empiezan a ver la luz en castellano los escritos teóricos de Jean Epstein, cineasta imprescindible para experimentar qué es el cine y cuáles son sus poderes, pero también filósofo –con todas las letras- que supo trasladar a una escritura encendida y visionaria la concepción de un arte que podía, y por lo tanto debía, recobrar la infancia espiritual de creadores y espectadores. Como en el caso mucho más conocido de André Bazin, para Epstein la existencia del cine precede a su esencia. O, para ser más exactos, su esencia (maquínica) ha luchado, casi siempre en desventaja, por agujerear su existencia (narrativa/representacional) y revelar un mensaje turbador y transgresor. Escrito en 1947, ‘El cine del diablo’ parte de una constatación, la de que el cine, en tanto “personifica la energía del devenir, la esencial movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación [y la] atracción de un porvenir diferente y destructor del pasado tanto como del presente”, encarna originariamente lo revolucionario y antidogmático –lo diabólico en definitiva- pues modifica de tal manera el clima en el que se mueve el pensamiento racional y su sistema de valores fijos que invita a sospechar de la injerencia del ángel caído en su invención. Así como Bacon, Galileo o Copérnico antes que ellos, los Lumière bien podrían haber sido acusados de connivencia con el Diablo, pues la criatura nacida de la curiosidad científica no tardó casi nada –ahí tienen las famosísimas impresiones (de espanto) de Máximo Gorki en la primera proyección comercial de 1895- en orquestar los apabullantes vértigos que su funcionamiento íntimo le proporcionaba.
‘El cine del diablo’ se propone, de esta manera, como un recuento de las virtudes de la máquina que registra y ensambla. Las lentes del cine son las que exploran el dominio de lo infinitamente grande –relacionándose en esto con otras aventuras ópticas de la astronomía, esfuerzos en definitiva de una “filosofía del catalejo”- así como de lo microscópico, de lo imperceptible –la tarea de hacer visible lo invisible según los preceptos de una “filosofía de la lupa”-; también las que capturan el movimiento de seres y cosas que luego, durante el montaje y la proyección, se traducirá en una sustancia temporal reversible y manipulable: el mundo de la pantalla –el anti-universo, en su singular vocabulario- “agrandado y reducido a voluntad, acelerado y ralentizado, constituye el dominio por excelencia de lo maleable, de lo viscoso, del líquido”. Epstein ve las intrigas del cine narrativo como una vulgarización de la filosofía revolucionaria que sus máquinas subterráneas promueven la posibilidad del reflejo de una vida mental y sentimental ajena a lo estable, destructora de todo orden y por eso diabólica. Se trata, en resumen, de una concepción relativista que abjura de la creencia en valores fijos o sistemas absolutos y tiene al cine como un ojo especial que colora inefable y moralmente al mundo –de eso versa, dicho con alocada rapidez, el concepto de ‘fotogenia’ al que el cineasta dedicara tantos maravillosos y alucinados pasajes- para presentar otro que sea capaz de devolver el asombro a nuestra mirada y a nuestro espíritu. El cine, como la naturaleza, era para Epstein esa fuente de sublimidad que nos sacude corrigiendo la penuria de nuestros pensamientos, la mediocridad habitual con la que afrontamos el regalo de vivir.
(Alfonso Crespo, Málaga Hoy)
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