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Infratierra (Robert MacFarlane)

No tenía modo de saber, cuando nos adentramos en la infratierra, que su propia virgen de piedra habitaba un nicho en el techo curvado de la grieta, a cientos de metros bajo tierra. No la vi hasta que regresamos, aunque con toda probabilidad ella nos había observado al pasar camino del interior, en nuestro descenso hacia las profundidades de la fisura, con el frío arroyo bañándonos la espinilla, encaminados hacia las cascadas, hacia el silencio seco de la cámara inferior y el sumidero imposible de bucear.

El nicho era de concreción blanca y brillante, pero la estatuilla y la negrura de su mica centelleaban a la luz de mi linterna. Estaba de brazos cruzados, con los codos apuntando hacia fuera, sus ropajes tenían vuelo y la cabeza, de perfil, miraba hacia la izquierda. Tenía rasgos de bailarina de flamenco y, a la vez, cierto aire mariano. No era ni más ni menos excepcional que un espeleotema (un sedimento mineral nacido de la casualidad, formado durante miles de años gracias a la acción química de la piedra caliza de la grieta). Pero me pareció que su presencia allí tenía sentido: la geología como teología, esforzándose en esculpir una elaborada efigie para aquel espacio barroco.

***

Nacía cerca de territorio kárstico, en el norte rural de Nottinghamshire: unos treinta kilómetros al este de la roca carbonífera de la región del White Peak, en Derbyshire. El Pico era el terreno elevado que más cerca nos quedaba, así que a menudo íbamos allí a pasar el día en familia: bajábamos a los empinados valles que antaño habían sido túneles de ríos de gran calibre, cuyos amplios techos se habían venido abajo hacía mucho; atravesábamos el valle de Dovedale por el camino de piedras, saltando de una a otra; y seguíamos los senderos de los campos, dejando atrás árboles doblados, ovejas pasmadas y granjas agazapadas en las laderas. Una vez visitamos la cueva turística de fluorita de Castleton y salimos de la tienda de recuerdos con triángulos pulidos de raro mineral blue John. A veces nos topábamos con espeleólogos que salían de hoyos en el suelo como pequeños roedores o que marchaban en fila ataviados con monos por los caminos.
“Este terreno es todo hueco –escribió Arthur Conan Doyle acerca del White Peak-. De golpearlo con un martillo gigante, retumbaría como un tambor, o quizás cedería sobre sí mismo y revelaría un enorme mar subterráneo”. Podría haber escrito lo mismo sobre cualquier paisaje kárstico, puesto que el rasgo principal de la piedra caliza es que es soluble en agua de lluvia. La lluvia absorbe el dióxido de carbono del aire al caer, creando una solución de ácido carbónico lo suficientemente agresiva como para corroer la caliza con el paso del tiempo. Esta corrosión da lugar a perforaciones en la superficie de la caliza en forma de arroyos artificiales, resquebrajaduras y lapiaces, y a su vez crea laberintos internos de surcos, vetas, grietas y cámaras. Pacientes, los arroyos desgastan las laderas hasta taladrar sistemas de una complejidad topológica excepcional. A mucha profundidad, ríos sin estrellas forman estanques en cavernas lo suficientemente grandes como para cobijar una iglesia.

Sí, el terreno kárstico es terreno de cavernas, y si se le dedica el tiempo suficiente a la piedra caliza, uno empieza a entender que es la ausencia tanto como la presencia, lo que la construye. Uno empieza a intuir las redes de volumen puro que se extienden bajo los campos, páramos, calles, cementerios, fábricas y bosques, labradas en la roca por la paciente acción del agua. Se aprende a percibir los portales que dan acceso a esta infratierra: las bocas de las minas, manantiales, riachuelos y pozas; el punto donde el arroyo se desvanece en su propio lecho; el estrecho paso entre rocas en una ladera que se convierte en el techo de una cámara inmensa.

La piedra caliza es omnipresente. Conforma una décima parte del volumen de todas las rocas sedimentarias. Se podría, por lo tanto, imaginar un archipiélago de paisajes kársticos que se extendiera por todo el mundo, del mismo modo en que los Alpes Julianos en Eslovenia, los sumideros de Florida, el anticlinal en Israel-Palestina, la península de Yucatán en México, los montes Apalaches, las perchas de murciélagos en Bornero, las gargantas de Ardèche y de los Pirineos, las irlandesas islas de Aran, el condado de Wulong en China y los valles de Yorkshire en Inglaterra comparten parentesco: todos están atestados de cuevas y agua, y la infratierra de todos ellos es compleja y está apenas topografiada.

El White Peak es miembro de esta familia kárstica, y la infratierra del White Peak acoge a su vez el Giant’s Hole, un sistema extenso y enrevesado de galerías, cámaras y canales, cuya entrada se encuentra justo al bordo de la carretera de Sparrowpit que une Chapel-en-le-Frith y Castleton, y fue en el laberinto del Giant’s Hole en el que me adentré con tres amigos en una radiante mañana de otoño.

***

Había diversas buenas razones por las que no ir bajo tierra ese día. La primera: íbamos a penetrar las profundidades de la tierra siguiendo un arroyo, y la previsión del tiempo auguraba que el “segundo hijo de la Tormenta Tropical Nadine” iba a azotar esa zona por la tarde, lo que traería consigo inundaciones. No quería encontrarme en una grieta cuando el nivel del agua empezara a subir. La segunda: el Giant’s Hole tiene la segunda mayor concentración de radón jamás medida en una cueva de piedra caliza. La tercera: a mucha profundidad había una angostura llamada “Vice” que había que salvar, cuya descripción me hizo alegrarme de haber tenido ya a mis hijos. La cuarta: la noche anterior había cometido el error de leer los informes de rescates en cuevas de la zona y descubrí que un hombre había muerto en el Giant’s Hole apenas un año antes a manos del agotamiento y de la hipotermia cuando intentaba regresar. Y la quinta (la mejor razón de todas, sin duda alguna) era que la superficie tenía un aspecto de lo más hermoso: la luz del sol blanca y brillante, la escarcha en las cuestas de los campos, vapor emergiendo de la tierra allí donde daba el sol, manzanas rojas en árboles verdes, una brillante luna diurna y cuervos con destellos de plata en las alas. ¿Quién podría desear dejar atrás un mundo así?

Pero ahí estaba: nos disponemos a bajar al Giant’s Hole, así que ordenamos y colocamos el equipo sobre la hierba del jardín trasero de John: escalas metálicas, mosquetones, cascos con linternas, treinta metros de cuerda de nueve milímetros, arneses para el rapel. Éramos cuatro. John, un viejo amigo mío y un aventurero formidable que había liderado expediciones en la Antártida y en el Himalaya, y en cuya compañía solía sentirme prácticamente invulnerable. El hijo de John, Robin, alto y esbelto, músico de folk e intrépido escalador quien, según John, se sentía “feliz como una rata en una cañería” cuando estaba bajo tierra. Lorna, la alegre amiga de Robin, a quien la perspectiva del descenso no le intimidaba más que una visita al supermercado. Y yo: fascinado por el reino subterráneo, pero vacilante sobre mi capacidad de soportar sus presiones.

En el coche, de camino a Castleton, John rememoró algunas de sus hazañas espeleológicas previas. Durante años, contó, su compañero de cuevas fue un enano conocido por sus amigos como Dennis ‘el Enano’. Dennis era famoso por su capacidad de atravesar espacios que resultaban insalvables para la mayoría de la gente, pero sin embargo, una vez se había quedado atascado en una estrechez en la caverna de Oxlow, próxima al Giant’s Hole. John ya se había deslizado por la angostura; el otro miembro del grupo, Steve, estaba esperando detrás de Dennis.

- Pero Dennis estaba completamente encallado, así que tuvimos que hacer la “sierra” para sacarlo –recordó John con nostalgia-. Yo le agarré de las muñecas y Steve de los tobillos, y al final conseguimos liberarlo tirando hacia delante y hacia atrás.

Giramos por la carretera de Sparrowpit, traqueteamos por el camino repleto de baches de una granja y aparcamos. John se enfundó su indumentaria de espeleólogo: un mono de forro polar de color verde oliva y, encima, un conjunto de impermeables bastante usados. Me metí en mi traje de neopreno, a duras penas y gimiendo, interpretando el baile de contorsionista que requiere meter a un hombre demasiado grande en un traje de neopreno demasiado pequeño. Probamos las linternas, apañamos la cuerda, enrollamos las escalas y John empaquetó una caja de munición de la Segunda Guerra Mundial con lo que él llamó “kit de seguridad” (dos velas, un encendedor, dos barritas de chocolate, cinco tiritas).

Se nos acercó un espeleólogo de barba puntiaguda y piernas sucias. Acababa de salir del Giant’s Hole.

- ¿Adónde vais?

- Al Garland’s Pot, luego al pasadizo Crabwalk, luego bajaremos por las cascadas y luego a Eating House –dijo John-. Quizás luego atravesemos el sumidero y volvamos por el techo. ¿Cómo está el agua ahí abajo?

- No está mal. Hace un par de semanas había mucho sedimento, pero ahora ya se ha aclarado un poco.

John parecía contento. Yo sentí náuseas.

La entrada al Giant’s Hole es un agujero a la altura de la cabeza en un semiprecipicio de piedra caliza resquebrajada incrustado en una loma cubierta de hierba. La parte visible de la piedra es de color gris plateado. La boca de Lacueva es negra. Las ovejas pastaban en la superficie y nosotros seguíamos un arroyo cantarín, cruzábamos el portal y penetrábamos la oscuridad.

***

¿Por qué bajar? Es una acción ilógica, contraria al sentido común y a la inclinación del espíritu. Al descender te alejas del día. El montañero Joe Simpson escribió sobre la “gravedad invertida” que atrae a la gente a las cumbres de los picos, a menudo a riesgo de sus propias vidas; una fuerza más extraña tira de la gente hacia lo que Cormac McCarthy (en su gran novela kárstica, ‘Hijo de Dios’) llamó “la horrible oscuridad en el interior del mundo”. La cultura es profusa en sus advertencias contra los viajes a las profundidades, desde Orfeo, pasando por Dante y acabando con H. G. Wells. Los psicopompos son casi siempre necesarios: guías especialistas (Horus, Hécate, Virgilio, Odín, Mercurio) capaces de prever el peligro y de abrirse paso por la enrevesada oscuridad. Estar bajo tierra es lo que los psicólogos llaman una experiencia “aversiva”. La claustrofobia intimida la mente y crispa los músculos; un relato sobre espacios cerrados puede poner el corazón de alguien que está a salvo al aire libre en un puño. La reacción de la mente a los espacios cerrados es innata, y la espeleología requiere prácticamente como habilidad principal la capacidad de desarmas el propio sistema instintivo neuronal de alarma.

Por todo ello, la infratierra es una zona más extraña y menos frecuenta que el reino de las montañas. Son relativamente pocos los que la conocen, y todavía son menos los que albergan el deseo o disponen de los medios necesarios para adentrarse en ella por voluntad propia. Sin embargo, muchos de los que cuentan con ello se ven atrapados por la obsesión. Desarrollan visión en túnel. A los espeleólogos les mueve particularmente el deseo de descubrir nuevas galerías y cámaras y conectar entre sí sistemas aparentemente independientes. En las comunidades de espeleólogos circulan rumores sobre puntos de entrada que podrían dar acceso a espacios que nadie ha visto antes. Los secretos se guardan y se comparten celosamente.

Las pasiones son tan intensas en parte porque el rédito puede ser extraordinario. Puesto que se resiste a la visión del ojo satelital que escanea y cartografía la superficie terrestre, es relativamente poco lo que se sabe sobre la infratierra, y aún pueden hacerse hallazgos extraordinarios. En las colinas de Mendip, en el suroeste de Inglaterra, un equipo se abrió paso concienzudamente entre cieno y rocas en un túnel lateral –a base de cavar cuatro horas cada martes por la noche durante cuatro años- hasta que, en 2012, por fin accedieron a una caverna cubierta de resplandecientes coladas de calcita blanca: la llamaron Profundidad Helada. El hallazgo de Mendip resulta secundario si lo comparamos con el descubrimiento, el Día de año Nuevo de 1999, de Titán, una caverna natural a pocos kilómetros del Giant’s Hole que alberga el pozo más profundo conocido en gran Bretaña: mide al menos ciento cincuenta metros de profundidad y está segmentado a la altura de sesenta metros desde su base por una gran cornisa de roca ahora conocida como Event Horizon (Horizonte de Sucesos). Resulta inconcebible pensar en el descubrimiento de una nueva montaña en las islas Británicas, pero la cueva más profunda encontrada hasta ahora permaneció oculta hasta el último año del siglo XX. La cueva más profunda y también el arte más antiguo: en 2011, un arqueólogo que exploraba una cueva de piedra caliza en la península de Gower, en el sur de Gales, se topó con lo que puede considerarse el petroglifo más antiguo del norte de Europa: un reno atravesado por una lanza grabado en sílex, datado hace 14.000 años, inscrito cuando la mayor parte de lo que hoy es Gales estaba cubierta por un manto de glaciares.

La infratierra es, también, un lugar maravilloso: es a través de una madriguera por donde Alicia cae en su viaja hacia el asombro y la curiosidad, por un pozo soñado que la lleva a un mundo del revés. Después de dos años de camino hacia el interior del sistema Llangattock en el norte de Gales, un equipo de espeleólogos encontró el año pasado una estalactita del tamaño de una persona con una helictita de calcita blanquecina incrustada a la que bautizaron como Courtesan (la Cortesana). En 2007, trescientos metros por debajo del desierto chihuahuense en México, dos hermanos que seguían una veta de plomo en una mina se abrieron paso taladrando y accedieron a una caverna donde había un entramado de cientos de cristales de sulfito de calcio: láminas puntiagudas de mineral traslúcido de hasta doce metros de longitud que descollaban en el interior de la cueva como obeliscos derrumbados.

Animados por la posibilidad de tales descubrimientos, distintos grupos de exploradores de la infratierra perfeccionan distintos métodos de investigación. Así como los hay que excavan, los hay que detonan, tiñen, bucean y practican la radiestesia. En el karst de Tennessee –rico en arte rupestre, el cual se extiende más allá de lo conocido-, los hombres conducen sus camiones arriba y abajo con cartuchos de explosivo en la parte trasera en busca de nuevas entradas, listos para volarlas y adentrarse en ellas. En los Pirineos vierten fluoresceína en el punto donde los arroyos penetran la tierra, manchándolos de un color verde brillante para poder medir la velocidad del flujo subterráneo y cartografiar sus desembocaduras. En las cuevas de Wookey Hole, en Somerset, la excavación de cuevas se desarrolló como técnica de exploración en los años cuarenta, cuando usaban respiradores caseros para sondar las profundidades de lo que poco a poco se fue revelando como un enorme sistema inundado. Mientras en la superficie los coches iban a toda velocidad por la A39 y las campañas de la catedral de Wells tocaban las horas, buceador tras buceador se ahogaba bajo todo ello en los túneles submarinos, traicionados por un equipamiento chapucero o perdidos en el laberinto.

En Eslovenia, los espeleólogos caminan por las laderas con plumas que sobresalen de sus mochilas para buscar corrientes de aire ligeras provenientes de grietas o pilas de piedras, lo que podría indicar la existencia de un nuevo portal (la neumática como sistema de navegación). En el sur de Gales, entre 1955 y 1995, un individuo llamado Peter Harvey, pionero de la exploración de cuevas en Gran Bretaña, dedicó su vida a la exploración de Ogof Ffynnon Ddu (la Cueva de la Primavera Negra), un sistema que ahora se sabe que cubre más de sesenta kilómetros. Los diarios de excavación y las fotografías de Harvey documentan cuatro décadas y unos novecientos viajes al interior de la Primavera Negra, incluyendo sus innumerables buceos en sumideros inundados. También cubrió a pie cientos de kilómetros en la superficie con bastones de avellano, con la esperanza de que la radiestesia le ayudara a encontrar rutas de corrientes submarinas que no podía ver.

***

Ese día en el Giant’s Hole empecé a comprender de dónde podían provenir tales obsesiones subterráneas, puesto que las horas que pasamos ahí abajo fueron de las más extrañas y a la vez más memorables que he vivido a cualquier altura. La boca de la cueva dio paso a noventa metros de estrecho y tortuoso túnel y el arroyo se volvía más ruidoso a medida que el espacio se cerraba. Tras la primera curva, la boca de la cueva desapareció; tras la cuarta, también lo hizo la luz del día.

John guiaba y nosotros chapoteábamos tras él en fila india. En algunas partes, la superficie de la roca que nos envolvía parecía suave como la seda a la vista pero resultaba áspera al tacto. Por lo demás, estaba adornada de huequitos relucientes y tentáculos de piedra o extrañas redes fúngicas. Tendemos a asociar la erosión únicamente con un proceso de substracción, pero con la piedra caliza, lo que el agua disuelve suele volver a precipitarse en otra parte, convirtiéndose en acumulación y crecimiento lento. Éste es el origen de las estalactitas y de las estalagmitas, pero también de las ornamentadas colgaduras y de las piruetas a cámara lenta de piedra caliza. En el karst no existen las líneas rectas ni los ángulos limpios. Las curvas, los surcos, las rugosidades y las espirales son las unidades de su topología; lo perpendicular, lo rectilíneo y lo puntiagudo su anatema; el pliegue es su forma primordial. En lo que a todo ello respecta, se trata de pura geología barroca.

Entramos en una cámara alta. Por una de sus caras discurría una cascada de piedra caliza de unos cinco metros de altura, toda protuberancias y goteos y gélidos rápidos, reluciente bajo el barniz de agua y repleta de brillantes vetas de biotita. Parecía un altar, magnífico en su caudal forjado y lloroso, fiel a la iteración del ornamento. Al mirar hacia arriba no pude distinguir el techo de la cámara, sólo más oscuridad, de la cual caían, en arco, gotas de agua que brillaban en el haz de mi linterna frontal.

Más allá del altar, ya de vuelta en la grieta, el ruido empezó a aumentar.

- Ahora, despacio –dijo John-. Estamos llegando al Garland’s.

El ruido se convirtió en estruendo. El suelo del túnel se acabó abruptamente. John alargó un brazo protector a medida que yo me acercaba al borde. El Garland’s era un espacio cilíndrico irregular de unos tres metros y medio de diámetro y seis de profundidad, y el arroyo atronaba al rebasar el borde y caer en las tripas del pozo. Lorna y yo nos sentamos en sendos cojines de karst mientras John y Robin se asomaban al pozo para colocar la escalera y una cuerda de seguridad en un par de anclajes que allí se encontraban.

Uno a uno, con John asegurándonos con la cuerda de seguridad desde arriba, nos descolgamos por la estrecha escala metálica. Inexperto en la técnica, me balanceé e irrumpí en la trayectoria de la cascada, la cual me atizó en la espalda y en el cuello.

John fue el último en descender.

- Una vez, al volver a este punto vi que algún cabrón me había robado la escalera –dijo-. Tuve que escalar sin cuerda para salir. Me fastidió mucho.

Levanté la vista y observé la escurridiza roca vertical. Me fue imposible imaginarme escalándola. Deseé que ningún cabrón nos robara la escalera.

Las paredes de la base del pozo eran escarpadas y macizas, con la excepción de una rendija estrecha que aparecía como un resquicio de oscuridad, y hacia el interior de la cual discurría el arroyo. John se acercó a la rendija y se puso de lado.

- Bienvenidos al Carbwalk –dijo antes de desaparecer en su interior, metiendo primero el hombro. Yo le seguía y la caja de munición golpeaba las paredes, llenando la grieta de un ruido metálico.

Estuve en el Carbwalk durante unas tres horas, regreso incluido. Es un espacio tan extraordinario que la lengua común no es capaz de bosquejarlo siquiera. Mide entre veinte y treinta metros de alto, y entre un metro y veinte centímetros de ancho. Los laterales se ahuecan y sobresalen. Tuerce y gira. No: dichos verbos se quedan irremediablemente cortos para describir su tortuosidad. Se contracurvea, se parabolea, se esea, se sinusoidea, se espiraliza, se intestina, se volutea. Nadie podría entrar y conservar el sentido de la orientación. Si de alguna forma pudiera rellenarse de hormigón y luego retirar la tierra que la rodea, lo que quedaría sería un enorme ombligo o el cuerno de un unicornio aplastado, sobresaliendo y enrollándose hacia abajo sin cesar. Cada nueva curva emerge de su predecesora, tal como un pliegue sigue a otro pliegue al desdoblar una tela, o como los meandros siempre nacen de otros meandros en el curso de un arroyo.

Hacerse camino en el Crabwalk recuerda tanto a un jeroglífico como a una pista americana. A pesar de llamarse “paseo del cangrejo”, no se puede recorrer caminando. En el camino de bajada me agaché, me estrujé, me encorvé, me ahuequé y me lancé, siempre abriéndome paso con el hombro, restregando la ropa contra la piedra caliza, con los pies en el torrentoso arroyo, golpeándome la cabeza con salientes y ondulaciones, con el cuerpo pegado a la pared y esculpido por las formas de la propia piedra. Había supuesto que la oscuridad mermada de información de la infratierra y sus acotados espacios cognitivos empobrecerían el lenguaje, pero en vez de eso, fluía y florecía, y yo quería palabras nuevas para ese mundo nuevo, un lenguaje líquido para un paisaje líquido, y los sonidos y las sílabas empezaron a diluirse los unos con los otros, dando lugar a nuevos pliegues plisados y fusiones de palabras compuestas –ostinatos de cavernas y espeleotropos- o desdoblándose y volviéndose a doblar las unas dentro de las otras (replegándose y multiplicándose), ya que la grieta era una banda de Moebius que había enloquecido y viajar a través de ella era como abrirse paso en el interior voluptuoso de la cortina de un teatro. Estaba prácticamente en caída libre y no quería parar, pero entonces el Vice nos detuvo en seco.

***

Seguía a John de cerca cuando nos detuvimos. Delante, el lateral izquierdo de la grieta sobresalía a la altura del estómago, el lado derecho era su convexo gemelo y el canal de la grieta se había partido bruscamente por debajo del saliente, dejando un punto de apoyo limitado. En los tramos más estrechos, el hueco curvado entre los laterales debía de medir unos veinte centímetros de ancho. Donde nos habíamos parado, la grieta era tan estrecha que no podíamos girar la cabeza. Así que nos quedamos ahí de pie, juntos, con los cuerpos de lado contra la pared, los brazos en alto como si nos estuvieran apuntando con un arma, las palmas planas sobre la piedra, las cabezas encajadas de perfil, respirando con dificultad. Experimenté la sensación contradictoria de tener un espacio vertical abriéndose extensamente sobre mí y un confinamiento lateral extremo. Yo veía la parte posterior del cráneo de John. John veía el problema que nos esperaba. Detrás de nosotros, en algún punto, Lorna y Robin se tomaban su tiempo.

- Esto es muy estrecho, Rob. Espera aquí.

John se ahuecó para pasar al otro lado. Ahora ya veía algo más del problema; vi sus pies tanteando inútilmente la parte desgastada de la roca en busca de agarre. El truco estaba en usar la fuerza de la parte superior del cuerpo para elevarte por encima del hueco, y entonces moverte hacia delante antes de dejarte caer donde la grieta se ensanchaba de nuevo. Pero a John lo habían operado de los hombros hacía dos mees y, como es natural, le costaba auparse hacia arriba y hacia delante.

Se ahuecó de nuevo para regresar.

- No me gusta. No me fío de que mi hombro responda y, si me caigo, puede que me quede atascado.

- En ese caso, tendrías que pasar mucha hambre para liberarte –dije-. Podrías tardar bastante.

No obtuve respuesta. Esperé. Lo intentó de nuevo y esta vez desapareció de mi vista. Ruido de pies peleando y de nailon arañando la roca. Gruñidos. Un aullido nervioso, luego un grito. “He pasado”. Le seguí. El problema era que aquello no era el Vice. Encontramos el Vice tras unos cuantos recodos, más adelante, y su forma era diabólica: el hueco era todavía más estrecho y el riesgo de quedarse atascado era todavía mayor. Parecía haber el espacio justo para pasar por debajo del punto de pellizco, de lado y retorciéndonos, pero ello implicaría agacharse dentro del arroyo y no me seducía la idea de quedarme atascado tan cerca del nivel del agua.

John no estaba ansioso por seguir.

- Lo siento, Rob. Necesito un momento. Es el hombro. Me preocupa quedarme atascado.

Me ofrecí a intentarlo. Deshicimos la primera angostura hasta donde había más espacio y trepé por encima de John. Estaba a punto de proceder cuando bajé la vista hacia el arroyo. El agua, antes clara como el cristal, era ahora de un marrón limoso.

- John, el agua se está volviendo fangosa –dije-. ¿Significa eso que está lloviendo en la superficie?

- Probablemente. Un poco. No te preocupes, ninguna tormenta sería lo suficientemente fuerte como para inundar esta cueva: mide más de veinte metros de profundidad. Simplemente tendríamos que escalar las paredes o flotar entre ellas. –Ambas consecuencias me desagradaron. John parecía tranquilo.

Me llevó cosa de un minuto cogerle el tranquillo al Vice. Tienes que engancharte con los dedos de los pies un poco por debajo de la cornisa, confiar en que no resbalen, espirar para vaciarte los pulmones y aplanarte el pecho, luego te deslizas a través y coges aire ya en el otro lado. Yo me enganché, exhalé, me aplané, me deslicé, jadeé.

- ¿Has pasado?

Había pasado, y me sentí como si hubiera cruzado una puerta pesada que se había cerrado de golpe tras de mí. Delante tenía la caverna vacía y detrás, al otro lado el Vice, estaban John, Lorna, Robin y la superficie. Apareció la claustrofobia. Primero noté un cosquilleo en el cuero cabelludo, y luego una opresión en los pulmones. Mi ritmo cardíaco se desbocó y noté como si toda mi piel se estuviera comprimiendo, contrayéndose hacia un oscuro punto central. Imágenes del mundo exterior se agolparon en mi mente: dos cisnes volando a barlovento a la altura de la cabeza, alejándose con el batir de sus grandes alas blancas; tres cuartos de luna, tres cuartos en lo alto del cielo; hierba titilante.

***

Hay muchas formas de morir bajo tierra. Está la muerte por ahogamiento, la muerte por aplastamiento, la muerte por agotamiento, la muerte por caída, la muerte por inanición, la muerte por frío. Sin duda alguna, la muerte más infame en la historia de la espeleología británica es la de la tragedia de Neil Moss. Todavía es, en mi experiencia, una historia de la que la gente de Derbyshire prefiere no hablar, medio siglo después.

Moss estudiaba filosofía en el Balliol College, en Oxford, y era un espeleólogo experimentado. A mediados de marzo de 1959, al terminar el trimestre académico, se desplazó al White Park y precalentó con un descenso exitoso del Giant’s Hole. El fin de semana siguiente decidió unirse a la Asociación de Espeleología Británica (BSA) en una expedición hacia las partes más alejadas de la caverna Peak, cerca de Castleton. Más allá de la conocida “Great Chamber” de la caverna Peak (cueva turística desde el siglo XIX) había una serie de obstáculos que grupos anteriores de la BSA ya habían franqueado: un largo semisifón conocido como Mucky Ducks (Patos Fangosos), un pasadizo rocoso que tenía que cruzarse completamente erguido, una curva tortuosa con un sumidero fangoso, y luego –a lo alto de una pendiente de barro- una gatera en la caliza por la que un cuerpo humano apenas podía pasar, no sin mucha dificultad. Después de la gatera venía un pequeño lago que cubría hasta los muslos. Más allá, era territorio desconocido.

El grupo entró en la caverna Peak un domingo, llegaron al lago y lo atravesaron, y en ese momento Moss se ofreció voluntario para liderar. Llegó a una cueva pequeña desde cuyo suelo descendía una fisura estrecha. Esta fisura era el objeto de la exploración del grupo.

Moss era un joven alto y delgado. Decidió descolgar la escala metálica por la cavidad y ver hasta dónde podía descender. La cavidad era vertical a lo largo de diez metros, y luego se curvaba sobre sí misma con el giro de un sacacorchos antes de dar lugar a un recodo escarpado que la convertía de nuevo en vertical.

Con cierta dificultad, Moss salvó el recodo y descubrió que, en ese punto, unas rocas obstruían la cavidad. Las notaba bajo el pie, pero la cavidad era tan estrecha que no podía usar las manos para moverlas. La fisura había –para usar el argot de la espeleología- muerto. Emprendió la ascensión de vuelta. A unos metros por debajo del recodo se resbaló un poco, se soltó de la escala y se quedó atascado.

Moss no podía doblar las piernas para apoyarse en los peldaños de la escala con los pies, aunque de todas formas estaban cubiertos de barro y resbalaban. No podía mover los brazos para volver a aferrarse a la escala con los dedos. Cada movimiento que hacía para volver a agarrarse a la escala hacía que se deslizara un poco más hacia el interior de la fisura y se encallara todavía más. Pronto, la caliza le tuvo completamente aprisionado.

Así empezó una de las operaciones de rescate en cueva de mayor despliegue en Gran Bretaña hasta ese momento. Los propios rescatadores asumieron riesgos extremos en sus intentos de salvar a Moss. Le lanzaban cuerdas sin cesar, pero no podía agarrarlas. Trajeron cal sodada para que absorbiera la concentración de dióxido de carbono. Forzaron pesados cilindros de oxígeno a través del semisifón y usaron manos y cabeza para empujarlos a lo largo del pasadizo rocoso. Centenares de metros de cable telefónico se abrían paso por el sistema para conectar la fisura con la superficie. Dos jóvenes arrastraron una batería de coche de doce voltios por los pasadizos para proporcionar energía para tener luz.

Pero a pesar de todo, Moss murió en el transcurso de dos días, en un sofoco gradual a medida que la cantidad de oxígeno del pozo decrecía y la cantidad de dióxido de carbono aumentaba. Al confirmarse su muerte, su padre, quien se había desplazado a Castleton rápidamente y se hospedaba en un hotel del pueblo a la espera de noticias provenientes de las cuevas, decidió que nadie más debía poner en peligro su vida por intentar recuperar el cuerpo de su hijo. Había empezado a llover intensamente y los rescatadores se arriesgaban a ahogarse a medida que el nivel del agua subía. Más tarde se vertió cemento en la fisura, sepultando así el cuerpo sin vida de Moss. Como homenaje, se le puso su nombre a la cámara bajo la cual había muerto.

Un viejo chiste de espeleólogo: “¿Cómo te suicidarías si te quedaras encallado en una expedición? ¡Arráncate la lengua de un bocado y trágatela, así te atragantarás con ella y te asfixiarás!”. ¿Me reí? Por poco me ahogo.

***

Mantuvimos una conferencia a gritos en el Vice. John no quería arriesgarse. Yo estaba ansioso por seguir adentrándome en el sistema. Robin me acompañaría encantado. Así que John y Lorna volverían al Garland’s y nos esperarían allí. Era imposible perderse, ya que en la grieta sólo había una ruta de bajada. Establecimos una hora de vuelta y a qué hora John debería asumir que había habido algún problema y buscar ayuda.

Robin serpenteó a través del Vice, y juntos emprendimos la marcha. Me alegró volver a tener compañía. Nos movíamos rápidamente, turnándonos el liderazgo, pasándonos la caja de munición del uno al otro cuando encontrábamos obstáculos, angosturas o desniveles. Por debajo del Vice, la pendiente de la grieta se volvía más pronunciada y pronto nos encontramos con la primera de las cascadas, donde el arroyo caía dos metros y medio desde un labio liso hacia el interior de una profunda poza. Dos alertas de roca afiladas se extendían sobre la pendiente y las usamos para asomarnos antes de descolgarnos para encontrar un punto de apoyo en las orillas de la poza. La segunda cascada era más grande, de unos tres metros, y había una escalera de hierro oxidada apoyada contra la roca, suelta. Bajamos por ella, con el arroyo azotándonos los hombros y la escalera chirriando al rozarse con el karst.

En un momento dado, cuando Robin iba por delante y la grieta se ensanchó, apagué la linterna y me senté en un banco de caliza unos minutos. La oscuridad en la que allí me adentré era indefinida, una oscuridad impensable en la superficie, una oscuridad tan total que sólo la interrumpían los destellos de fuegos artificiales y garabatos rojos retinianos que aparecían cuando cerraba los ojos.

Se nos estaba agotando el tiempo cuando de pronto el arroyo se internó en un agujero en el suelo de la grieta, en otro pliegue insondable más del laberinto. Seguimos el lecho del antiguo curso del arroyo, y tras unos minutos la pendiente se suavizó y al tomar una curva nos encontramos en el interior de una cámara espaciosa y seca. A la derecha y a la izquierda, había zonas elevadas y planas, como si fueran literas de un dormitorio. En el centro, el arroyo había esculpido un barranco estrecho de unos tres metros y medio de profundidad. Trepamos al dormitorio de la derecha y descansamos un poco, escuchando el silencio. Oía mis propios latidos.

Aquello, supuse, era el Eating House. Era un lugar solitario, profundo, y más allá solamente había lugares más solitarios y más profundos todavía: el pozo Geológico, una cavidad de veinticinco metros que hacía que el Garland’s pareciera pequeño, y que tenía que bajarse rapelando; el cruce desesperado hacia la caverna de Oxlow; el sumidero que, de haber estado lo suficientemente seco, habríamos tenido que atravesar tendidos de espaldas, con la nariz y la boca pegados al techo bajo del túnel, respirando el aire disponible, tras lo cual vendría el retorno con cuerda por el techo del Crabwalk. Para cualquier espeleólogo competente, tales aventuras eran factibles. Para mí, sin John guiándome, eran territorios tan remotos e inalcanzables como la luna.

Así que Robin y yo nos dimos la vuelta y empezamos a escalar para salir, deshaciendo la ruta de la grieta. Fue justo encima de la cascada superior, o tal vez justo debajo, al mirar hacia arriba, cuando la vi ahí, bajo la luz de mi linterna frontal: era la figura negra de mica, nítida en su nicho de pálida piedra caliza. Llamé a Robin y volvió atrás, y la estudiamos durante más o menos un minuto, intentado comprender algo sobre su origen y significado.

Seguimos remontando la grieta, nos estrujamos y serpenteamos a través del Vice y por fin salimos de los confines del Crabwalk para adentrarnos en la amplitud del Garland’s. Nos encontramos con John y Lorna, que nos estaban esperando; con el arroyo, que ahondaba la cavidad milímetro a milímetro; y con nuestra escalera no-robada, así que trepamos por ella, bamboleando de un lado a otro, y nos balanceamos hasta los resbaladizos salientes en la cumbre de la cavidad. Volvimos a pasar por el altar de caliza y a subir por el túnel que se ensanchaba, y olimos la superficie antes de verla: ráfagas de aire puro, verde y extraño al olfato y luego, más adelante, una tosca puerta de luz solar. Luz amarilla. Pupilas dilatadas. El graznido de un cuervo.

Nos quedamos de pie en la boca de la cueva, nos quitamos los cascos, sonreímos.

- Es agradable estar de vuelta en un mundo a todo color –dijo Lorna.

- Había olvidado que existían las ovejas –dijo yo.

Más tarde, John me llevó en coche por una vía muerta hasta el borde superior de una gran cantera de fundente. No hacía mucho había visto aves migratorias allí mismo, y quería ver qué hacían. Encima de nuestras cabezas había cumulonimbos que bullían y se desdoblaban en imposibles exhibiciones de volumen. Los cuervos se dejaban caer y giraban en las corrientes ascendentes. Los precipicios de la cantera llegaban a los sesenta metros en algunos puntos. El lago a sus pies era de un color cobrizo azul-verdoso. En algún momento, un coche se había precipitado por el borde y ahora yacía oxidado y destrozado en el lago. Seguimos con dificultad las baldosas de asbesto hasta el borde de la cantera y sobresaltamos a un gran zorro que se alejaba de nosotros, deslizándose, naranja sobre las losas, y luego se escabullía en el interior de una grieta en la pared de la cantera. Esperamos para ver si reaparecía. La tarde ya estaba avanzada y la luz en las colinas del este, tenue y sesgada, realzaba los desfiladeros y los torrentes del páramo, y centelleaba en los afloramientos de la piedra arenisca y en los surcos de la piedra caliza, revelando la oquedad de la tierra hasta tal punto que parecía como si todo el mundo visible no fuera algo sobre lo que caminar, sino en lo que adentrarse.

(Traducción de Ana Pedrero, Granta en español, nueva época, nº 1, Rebaño + 1, otoño 2014, Galaxia Gutenberg)

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