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'Espacio' o el movimiento del tercer mar de Juan Ramón Jiménez (Nicanor Vélez)

A Marina y Gruchenka

Es evidente que nuestra forma de marcar el paso del tiempo es algo más que arbitraria. Einstein ya lo percibió con claridad hace cien años, cuando reflexionaba sobre nuestras nociones de ‘presente’, ‘pasado’ y ‘futuro’, al mismo tiempo que desarrollaba su teoría de la relatividad. Nuestros ciclos o períodos temporales no se corresponden con nuestros desarrollos o realizaciones; por tanto, los siglos no son bloques compactos, ni mucho menos blindados. Tanto el tiempo como nuestra visión del mundo son una construcción mental. Nos hemos inventado una forma para protegernos, entre otras cosas, contra la eternidad, y la hemos resuelto demarcando nuestras sensaciones por medio de los años y los siglos. Resolver esta ambigüedad (la eternidad) así, a pesar de perfectamente humana, no deja de ser curiosa y nos delata.

Hechas estas salvedades, quiero empezar diciendo que “cerrado” el siglo XX, si queremos girar nuestra mirada hacia lo que ha pasado con relación a la creación poética, muchas de las claves surgirán cuando confrontemos, por una parte, los términos ‘tradición’ y ‘modernidad’ (con todo lo que implica de ruptura, continuidad, transformación y novedad) y, por otra, las expresiones ‘poema extenso’ y ‘poema breve’. La historia de la poesía occidental, formalmente, se ha movido entre estas dos polaridades (‘extenso-breve’), cuya realización práctica ha dado para todo: desde los cantees de gesta, la epopeya, pasando por los géneros poéticos y modelos estróficos más diversos, tales como la canción, la lira, el soneto, la elegía, la silva, el poema extenso de los románticos hasta nuestros días y el poema breve moderno que aspira a ser algo más que una sentencia o aforismo, con la ambición detener la perfección formal de un haikú o de una tanka japoneses. Ahora bien, el concepto de ‘extensión’, por sí solo, es algo más que impreciso para definir lo que podría ser un poema extenso, como lo demostró Octavio Paz en “Contar y cantar” (texto escrito en 1976, publicado en 1986, y, muy posiblemente, el primero en lengua castellana que intenta dar de forma esquemática las características del poema extenso moderno) (1). Descartada la extensión para definir este tipo de poemas (pues no es lo mismo, por ejemplo, el concepto de ‘extensión’ para un español que para un japonés o, si se quiere ir más lejos, para un español de los siglos de oro que para un hombre de nuestros días), Paz recurre a dos cualidades: el desarrollo y la variedad dentro de la unidad. En cuanto a la primera, su punto de partida es la definición de Valéry que dice que un poema es el desarrollo de una exclamación. De ahí Paz deduce lo siguiente: en el poema corto, el principio y el fin se confunden; en los poemas de extensión media podemos diferenciar el principio y el fin, pero no pueden aislarse sus partes; en el poema extenso, sí. (Evidentemente, no es éste el lugar para entrar a matizar cada uno de estos conceptos o señalar sus limitaciones). En cuanto a la segunda cualidad, la variedad se produce, como es evidente, dentro del desarrollo que “no es sino la alianza entre sorpresa y recurrencia, invención y repetición, ruptura y continuidad”. Sin embargo, hay un concepto desde mi punto de vista esencial, y que Paz deja de lado: ‘la composición’ (2). Insisto en la importancia de este concepto, pues en realidad es el que nos permite diferenciar entre lo que es una acumulación, una yuxtaposición, una serie de poemas que se articulan para formar un libro y una serie de fragmentos que se relacionan internamente para constituir lo que llamamos un poema extenso. Pongo de manifiesto esto porque pienso que antes que nada es la composición la que nos permitirá establecer la naturaleza de un poema extenso. La interrelación de sus partes, como en el caso de “Espacio”, es la que nos da las claves del todo; sus tres partes se articulan como lo hace un tríptico en la pintura (por ejemplo, ‘El jardín de las delicias’ de Hyeronymus Bosch). Insisto: a pesar de la relativa autonomía que pueda tener cada una de sus partes, el todo no se entiende si no se tienen en cuenta todas ellas. La fortuna en la cohesión de sus elementos es la que le da solidez y sentido a un poema extenso.
Pero no olvidemos que muchos de los grandes poemas extensos, a partir del simbolismo, son, como diría Paz, un “archipiélago de fragmentos”. Como ya señalaba en mi texto de Verona, esa sensación de dispersión que puede provocar un ‘archipiélago’ (resuelta, al fin y al cabo, en una unidad), muy posiblemente, es la que llevó tanto a Coleridge como a Edgar Allan Poe, junto a otros, a no aceptar, como lo recuerda Montale, “emociones de larga duración”. Pues “un poema largo sería para tal teoría –dice Montale- una colección de poemas breves, de una unidad más bien ficticia, extrínseca”.

La dificultad de ver con “nitidez” las relaciones internas en la composición de algunos poemas extensos modernos es lo que ha llevado a algunos a cuestionar la unidad de este tipo de poemas. Tal vez de ahí viene que Juan Ramón Jiménez diga en su “Prólogo” a “Espacio” que no tolera los poemas largos, sobre todo los modernos y añada a continuación: “Creo que un poeta no debe carpintear para “componer” más extenso un poema, sino salvar, librar las mejores estrofas y quemar el resto, o dejar éste como literatura adjunta. Pero toda mi vida he acariciado la idea de un poema seguido (¿cuántos milímetros, metros, kilómetros?) sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz y la ilusión sucesivas, es decir, por sus elementos intrínsecos, por su esencia” (3). Algunos se sorprenden que Jiménez diga que “un poeta no debe carpintear para “componer” más extenso un poema”; él, que “carpinteó” toda su vida, como –por otra parte- lo han hecho la mayoría de los grandes poetas.

Quienes se sorprenden de este término en Juan Ramón Jiménez han centrado la mirada en lo que para el poeta de Moguer era evidente. ‘Carpintear’ aquí no quiere decir trabajar, pulir, labrar, corregir o construir el poema. Pues como bien sabemos, no sólo trabajó “Espacio” internamente (corrigiendo, quitando, añadiendo, puliendo, sacando o relacionando partes para hacerlas, finalmente, poemas independientes), sino que además le buscó sus relaciones externas con el resto de su obra: intentó hermanarlo con su poema “Tiempo”, lo hizo parte de su libro ‘En el otro costado’ y lo insertó en una unidad mayor: ‘Lírica de una Atlántida’. Por tanto, creo que ‘carpintear’ hay que entenderlo en otro sentido. Tal vez lo que le molestaba realmente a Jiménez era que alguien para hacer más largo un poema jugara al ‘añadido’, al ‘collage’ y renunciara por completo a la poda. Recordemos también que en esta época Juan Ramón Jiménez se había convertido en un verdadero maestro de la contención, la síntesis y la depuración; sin descartar que, muy posiblemente, nunca llegó a entender ni a compartir el gusto por poemas como ‘The Waste Land’ de Eliot o ‘Anabase’ de Saint-John Perse.

Los dos primeros fragmentos de “Espacio”, como sabemos, se publicaron por primera vez en verso. El primero en 1943 y el segundo en 1944, ambos en la revista ‘Cuadernos Americanos’ de México. Pero en 1954 se publica, en su versión definitiva en prosa, en la revista ‘Poesía Española’. El primero que saludó con entusiasmo la aparición del “Fragmento primero” de “Espacio” fue Gerardo Diego, considerándolo como el mejor poema del poeta de “Los árboles”. De ahí que la versión final en prosa esté dedicada, con justicia, al autor de ‘Fábula de Equis y Zeda’. Otros reconocerían su valor incuestionable –Guillermo de Torre, Eugenio Florit, Octavio Paz, Rafael Alberti, María Teresa Font, Ricardo Gullón, Mercedes Juliá…- pero, por motivos que corresponde a los críticos indagar, el poema se quedó durante mucho tiempo en una especie de limbo. Ahora son muchos los que lo leen, no sé si con entusiasmo, pero sí con interés; y más cuando disponemos de la edición de Alfonso Alegre Heitzmann de ‘Lírica de una Atlántida’, que recoge “todo” el último Juan Ramón. “Espacio” es sin duda uno de los grandes poemas extensos del siglo XX; junto con ‘The Waste Land’ (1922) de Eliot, ‘Anabase’ (1924) de Saint-John Perse, ‘Poema del fin’ (1924) de Tsvetáieva, ‘Altazor’ (1931) de Huidobro, ‘Réquiem’ (escrito entre 1935-1940 y publicado en 1963) de Ajmátova, ‘Muerte sin fin’ (1938) de Gorostiza, ‘Don de la ebriedad’ (1953) de Claudio Rodríguez, “Piedra de sol” (1957) de Paz, ‘Briggflatts’ (1966) de Bunting, ‘Anagnórisis’ (1967) de Segovia, ‘Algo sobre la muerte del mayor Sabines’ (1973) de Jaime Sabines, ‘Descripción de la mentira’ (1977) de Gamoneda, ‘Hospital británico’ (1986) de Viel Temperley, entre otros.

Algunos le han reprochado a Juan Ramón Jiménez haber diluido en prosa los dos primeros fragmentos de “Espacio”, compuestos originalmente en verso. Es una crítica que está por escrito en algunos de sus mejores lectores, y es un comentario que personalmente he oído más de una vez a poetas de una cierta edad y de un gran prestigio (4). También se le ha reprochado su falta de una visión del mundo y de reducir la realidad –según Paz- a “una serie de impresiones e imágenes intensas y discontinuas”.

Con acierto o no, no deja de ser significativo que Paz –que admiraba profundamente a Juan Ramón, y sobre todo al último- haya dejado ir entre sus elogios no pocas críticas a un poema que influyó considerablemente en uno de los más importantes de la obra del poeta mexicano: “Piedra de sol” (5). Paz habla de “Espacio”, al menos que yo sepa, en tres ocasiones. La primera data de 1955, en ‘El arco y la lira’, en donde encontramos explícitamente su idea de que el mejor Juan Ramón Jiménez, como en el caso de Yeats, está en su última etapa. Y concretamente con relación a “Espacio” dice que “es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna” y añade que “con ese texto capital culmina y termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud” (6). El segundo texto es “Una de cal…”, escrito en 1967, en donde, al hablar del poeta de Moguer, se centra exclusivamente en “el tercer Juan Ramón Jiménez”, y al referirse a este último período dice: “”Espacio” es algo aparte y no sólo por su extensión sino por la velocidad del lenguaje y de la visión, por la presencia constante de la crítica –acicate que hace del discurso un delirio vertiginoso. Es una lástima que en la edición de la ‘Tercera antolojía poética’ (1957), “Espacio” aparezca como un texto en prosa y no con la disposición tipográfica que su autor le dio originalmente cuando publicó la primera parte en México. Se pierde así la percepción visual del ritmo. La masa compacta de la prosa impide ver la respiración de la escritura, la forma de su voz y la de su silencio. “Espacio” es un poema extenso, al mismo tiempo, vuelto sobre sí mismo y esto lo une a la tradición hispanoamericana más que a la española: ‘Altazor’, ‘Muerte sin fin’, ‘Alturas de Macchu Picchu’ y algún otro poema. […] “Espacio” es lo que está más allá de la poesía de Jiménez: es la transfiguración del poeta español en un poeta de vanguardia: el ‘Altazor’ de Huidobro –y su negación-. Uno de los textos capitales de la poesía moderna, el testamento del yo poético dirigido a un “legatorio expreso” aunque improbable: los poetas de hoy, empeñados en abolir el yo poético como nuestros predecesores abolieron a Dios” (7). Por último, hay un texto que tal vez sea el más explícito y extenso: “’Laurel’ y nosotros”, de 1983. Aquí se reafirma en su opinión anterior, según la cual el gran Juan Ramón está, como en Yeats, en su última etapa, pero critica fuertemente su tendencia hacia un impresionismo en su poesía última: “la realidad se adelgaza y evapora, el yo se hincha, el mundo pierde cuerpo y el cuerpo, esqueleto. El poema se vuelve una pompa irisada, exclamación que pronuncian unos labios de viento. Bajo la acusación de ser “literarios”, se expulsó del poema a muchos elementos que, desde su origen, han sido el alimento y el tema de la inspiración poética: la visión del mundo y del trasmundo; la historia con sus santos, sus héroes y sus diablos; las pasiones humanas, de la avaricia al erotismo, de la envidia a la sed de absoluto, del ansia de poder al afán de conocer. A la poesía pura le debemos algunos de los poemas más hermosos de este siglo y, simultáneamente, un general empobrecimiento de la realidad poética” (8).

Más que hacer una réplica a algunas de las críticas de Paz, intentaré reformular en otros términos algunos de los aspectos esenciales de “Espacio”. El lector sacará las conclusiones que considere oportunas.

Empezaré por la transformación que sufren los dos primeros fragmentos del verso a la prosa. No hay quien no haya cuestionado, positiva o negativamente, el hecho de que Juan Ramón haya decidido “prosificar” parte de su poesía. “Espacio” es el poema más conocido de los que fueron sometidos a este cambio. Para comprender esta transformación o “metamorfosis” es necesario ver algunas de sus ideas básicas sobre la prosa y el verso que se encuentran, parcialmente, en su charla “Poesía cerrada y poesía abierta” (9). A partir de su análisis sobre la naturaleza del verso en español y sus reflexiones sobre la rima y el ritmo, Juan Ramón decide hacer más de un cambio drástico en su poesía. “A pesar de que Ricardo Gullón le pidió no hacer cirugía tan radical sabemos, según la edición que preparó Antonio Sánchez Romeralo de ‘Leyenda’, que se dedicó a la enorme tarea de cambiar gran parte de la forma de su verso” (10). Juan Ramón llegó al convencimiento de que “el romance octosílabo es el pie con que camina toda la escritura española en verso y en prosa, como toda la francesa camina con el alejandrino, la italiana con el endecasílabo, etc.” (11), y las formas ideales para su poesía –declara él- son: “canción, romance y verso libre (y prosa general)”. No por otra cosa dice que hubiese llegado antes al simbolismo si hubiese tomado “el tesoro casi intacto para nosotros de la poesía de los árabes andaluces de Córdoba, Sevilla, Granada, tan unida en nuestros siglos medievales con los siguientes” (12), en lugar de haberse puesto a “calcar lo italiano”.

Lo fundamental en su razonamiento, con relación a “Espacio”, es que Juan Ramón opina que la disposición en verso no tiene ningún sentido si está desprovista de rima; para él, el verso sin rima es una cuestión artificial, visual; y por eso recuerda que la poesía tiene que ver más con la música que con la pintura. La poesía, insiste en varias ocasiones, no es un arte visual. Y por eso recurre al ejemplo del ciego. “Para un ciego el verso y la prosa serían iguales. Y en realidad no existe el verso más que por el consonante o el asonante, por la rima. El ciego es siempre una gran autoridad para la escritura poética. Si no se viese escrita la poesía, ¡qué distintas serían las opiniones sobre ella!” (13).

Más que entrar en la discusión de si es preferible las versiones en verso o prosa, lo importante es ver qué es lo que se consigue con la prosa, lo importante es ver qué es lo que se consigue con la prosa. Es evidente que desprovisto de rima –“la rima: ese tardío invento del ritmo”, decía Juan de Mairena-, al poema en prosa lo articula, fundamentalmente, el ritmo. Pero téngase en cuenta que al pasar del poema en verso mayor a prosa, el cambio del ritmo nunca es radical, lo esencial se mantiene, aunque las pausas se sumerjan y cambie la sensación del movimiento: de caída en cascada pasa a una especie de movimiento de ola. El poema se hace mar. Espacio en movimiento: tiempo. No creo que el poema en prosa “impida ver la respiración de la escritura, la forma de su voz y sus silencios”, simplemente se percibe de otro modo y se mueve de otra forma.

A través del ritmo el poema crea o acentúa la sensualidad, la intensidad, el ruido o el murmullo. El ritmo dice pero también remite: estructura. (Evidentemente, doy por supuesto que cuando hablamos de ritmo entran en juego todos los elementos retóricos: aliteraciones, metonimias, recurrencias, etc.). Al margen de la forma que adopten, el ritmo y la armonía –con su movimiento- evitan que la filosofía o el ‘concepto’ devoren la naturaleza del poema. Generan ambiente. La extrañeza se asimila mejor y la abstracción toma concreción en el poema.

El referente espacial del poema –como se ha dicho muchas veces y lo explicó en varias ocasiones Juan Ramón- es Miami. En ‘Conversaciones’ con Ricardo Gullón el poeta dice: “¿Conoce usted Miami? […] Es un arrecife de coral que se presenta como una línea horizontal, recta. Pues bien: esa línea y ese paisaje me hicieron concebir según es el poema “Espacio” en cuya revisión estoy trabajando. El poema quiere ser también algo de horizontes ilimitados, sin obstáculos: dar la impresión de que podría seguir sin fin, continuamente. […] Miami es como el poema: llano, amplio, sin una colina ni un obstáculo que se oponga a la vista; todo es espacio abierto, libre” (14).

“Espacio” establece una declaración de principios nada más empezar: “”Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. Yo tengo como ellos, la sustancia de todo lo visible y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin” (p. 96). La primera frase nos remite a la esencia, a nuestra naturaleza que compartimos, por supuesto, con el resto del cosmos. Luego nos remite a nuestro resultado del tiempo: somos fruto de una tradición, hecha de un pasado vivido y de un futuro percibido. Somos un presente que arrastra pasado y se proyecta al tantear las “formas” del futuro. Somos el resultado de todo lo existente, que se expresa en nuestra especificidad. Nuestra individualidad es el resultado del Todo, una de sus expresiones: “Yo tengo, como ellos [los dioses], la sustancia de todo lo vivido y de todo lo porvivir”. Pero casi hacia el final del “Fragmento primero”, la primera frase da el siguiente giro: “Los dioses no tuvieron más sustancia que la que tienes tú” (p. 103).

Es evidente que el problema del ‘yo’ en Juan Ramón es más complejo de lo que algunos han intentado hacernos creer. Ni se trata de un simple narcisismo (y hablo de literatura), ni se puede revestir de un “narcisismo trascendental”. Si en Whitman el ‘yo’ era a su vez un ‘tú’ que nos hacía sentir que todo en el poema revertí a un ‘nosotros’, en Jiménez esto no sólo es así, sino que además en el interior del poema se dan claves “explícitas” para la conversión de los pronombres. Juan Ramón, como lo han señalado algunos de sus críticos, entre ellos Mercedes Juliá, era muy consciente de que el poeta tiene la obligación de trascender la realidad cotidiana, pues “el verdadero poeta –dice Juan Ramón Jiménez (15)- lo es todo y más, abarca y anula, como la vida, el amor y la muerte, todos los hombres y supone todos los olvidos de todos los nombres. Su único nombre es el suyo, el nombre que no es nombre, sino ser “Poeta” y ¡qué bien si pudiera siempre añadírsele “Anónimo”!”.

Desde luego, el Juan Ramón de carne y hueso no es el ‘yo’ del poema; como tampoco los elementos concretos, “autobiográficos”, que entran dentro del cuerpo del poema (sean temporales o espaciales). Los referentes marcan huellas (el pino de Fuentepiña, Monturrio de Moguer, Carmona de Sevilla, calle Torrijos de Madrid, Madrid en guerra, Sitges, Barcelona, Miami, Coral Gables, La Florida, Miguel Utrillo, Santiago Rusiñol…), pero las huellas de la historia son diferentes a los rastros de los arquetipos de la creación. Sin embargo, no quiero decir con ello que no haya que establecer relaciones; sólo alerto contra la simplificación.

Esta concepción del ‘yo’ tiene que ver con toda su visión del mundo, o al menos con la que se explaya a través de “Espacio”. Me remito sólo a ella. Hay una serie de aspectos o, si se quiere, temas que planean a lo largo de todo el poema: la Unidad, la relación del hombre con el cosmos, el amor como articulación del Todo, la belleza, lo Uno y lo diverso (no muy lejos de Plotino), etc. Es evidente que el concepto de ‘unidad’ tiene que ver con su visión del hombre. “Espacio” es el poeta (el hombre) en medio del cosmos preguntándose por su razón de ser. Es un universo de preguntas esenciales, sin apelar –al menos de una manera directa- a las respuestas de la razón o de la lógica. Éste es posiblemente uno de los grandes aciertos del poema, pues lo peor que le podría pasar es precipitarse por el abismo del discurso filosófico. Sin embargo no se puede ignorar que la poesía, discurso de la esencia, cruza no pocas veces su camino con la filosofía; por eso el acierto del poeta está en no dejar –riesgo frecuente- que la filosofía cercena la expresión de lo que la poesía abarca con sus palabras, sus repeticiones, sus “contradicciones” y, por supuesto, sus silencios.

Sin la intención de agotar, en absoluto, el poema, veamos algunos momentos esenciales. En primer lugar hay que decir que ese ‘dios’, que muy posiblemente la censura franquista hubiese deformado en ‘Dios’ (16), es lo que otros llamarían musa, inspiración, pero que a su vez tiene otro sentido algo más amplio y, en cierta forma, distinto: “lo que sea”. Para entender cabalmente el sentido de la palabra ‘dios’ deberíamos asomarnos por un momento en ‘Animal de fondo’; pues no olvidemos que este libro está estrechamente unido a “Espacio”, ya que fue escrito entre los dos primeros fragmentos y el último (17). No se me escapa en absoluto que términos como ‘dios’, ‘destino’, ‘eternidad’ tienen una fuerte carga religiosa en Juan Ramón, pero en absoluto se puede llevar al terreno del cristianismo su ‘dios inmanente’, su misticismo tiene que ver con una mística panteísta, como él mismo se encargó de aclarar. El prólogo a ‘Dios deseado y deseante’ es más que explícito al respecto: “Para mí la poesía ha estado siempre íntimamente fundida con toda mi existencia y no ha sido poesía objetiva casi nunca. Y ¿cómo no había de estarlo en lo místico panteísta la forma suprema de lo bello para mí? No que yo haga poesía relijiosa usual; al revés, lo poético lo considero como profundamente relijioso, esa religión inmanente sin credo absoluto que yo siempre he profesado” (18) y más adelante dice: “Hoy concreto yo lo divino como una conciencia única, justa, universal de la belleza que está dentro de nosotros y fuera también y al mismo tiempo”; en definitiva, y así acaba su prólogo a ‘Dios deseado y deseante’, Juan Ramón no concibe una realidad que no esté integrada a lo espiritual y que excluya “un dios vivido por el hombre en forma de conciencia inmanente resulta en su limitación destinada: conciencia de uno mismo, de su órbita y de su ámbito”. Es evidente de que hay una necesidad y un deseo en Juan Ramón de aprehender lo sublime (que generalmente se resuelve en ‘belleza’), y deslizarlo –como en “Espacio”- por la superficie del poema en prosa.

Ahora bien, por una parte, tenemos un cuestionamiento claro sobre nuestra razón de ser, de nuestro origen y de nuestra procedencia. Y, por otra, la naturaleza es el referente a sus interrogantes. De ahí surgen casi todas las imágenes: “[Las plantas del jardín] ¿Esperan más que verdear, que florear y que frutar; esperan, como un yo, lo que me espera, más que ocupar el sitio que ahora ocupan en la luz, más que vivir como ya viven, como vivimos; más que quedarse sin luz, más que dormirse y despertar?” (p. 97). Una de las partes más concluyentes y definitorias del poema es una rememoración: “Aquel chopo de luz me lo decía, en Madrid, contra el aire turquesa del otoño: “Termínate en ti mismo como yo”” (p. 97). Esencia, pura energía, fuerza que emana de uno mismo. El canto a los árboles, en Juan Ramón Jiménez, es un canto a la vida, al instante y al asombro. ¿De qué otra materia está hecha la poesía, si no es de todo esto? La copa milenaria del pino de la corona, en Moguer, da pie para “visualizar” la creación, el impacto el asombro y la revelación del instante: “La música mejor es la que suena y calla, que aparece y desaparece, la que concuerda, en un “de pronto”, con nuestro oí más distraído. Lo que fue esta mañana ya no es, ni ha sido más que en mí; gloria suprema, escena fiel, que yo, que la creaba, creía que otros más que de mí mismo” (p. 99). ¿Qué otra cosa puede ser la poesía que recoger ese “de pronto”, y hacerlo palabras, pausas y silencios? Es un “caer en la cuenta”, es decir, es la poesía cuando coincide con el instante y el asombro. Más que buscar en un hipotético más allá, hay que encontrar un lugar que no sea ese nombre inventado “en nuestro desconsuelo” que llamamos Edén, Oasis, Paraíso o Cielo.

Juan Ramón era consciente de que lo universal se expresa a través del ahora y el aquí, que –como todo lo que pasa por el filtro de la poesía- termina convirtiéndose en arquetipo. O mejor, el pasado y el futuro se funden en el presente, cuya forma inmediata, su realización “visible”, es el instante. Insisto en ello: Jiménez vuelve una y otra vez sobre el instante, lo breve, lo individual que es manifestación particular del todo: “Grande es lo breve, y si queremos ser y parecer grandes, unamos sólo con amor, no cantidad. El mar no es más que gotas unidas, ni el amor que el amor que murmullos unidos, ni tú, cosmos, que cosmillos unidos. Lo más bello es el átomo último, el solo indivisible, y que por serlo no es, ya más, pequeño. Unidad de unidades es lo uno […]” (p. 99).

La plenitud, el goce y la armonía definen la ambición poética de Juan Ramón Jiménez; por eso en todo el poema planea una visión cósmica, que se articula a través del amor. Éste integra las partes de la unidad y, a su vez, es el Ideal. El amor es comunión con el todo, pero también es pasión y es Ideal. De ahí los referentes a Eloísa y a Abelardo. El amor abarca todas las cosas y sentidos; y aquí, por supuesto, la mujer es central. Pues ella es origen, arquetipo de la creación: “¡Qué dulce la mujer normal, qué tierna, qué suave (Villon), qué forma de las formas, qué esencia, qué sustancia de las sustancias, las esencias; qué lumbre de las lumbres; la mujer, madre, hermana, amante! Luego, de pronto, esa dureza de ir más allá de la mujer, de la mujer que es nuestro todo, donde debiera terminar nuestro horizonte” (p. 98). No es gratuito por tanto que el “Fragmento segundo”, que es un canto al amor, no sea otra cosa que un puente entre el primero y el segundo. Este puente se articula a través de dos temas esenciales: el amor y nuestra ‘razón de ser’. En cuanto al amor, el “Fragmento primero” acaba diciendo: “¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca!”, dando así entrada al “Fragmento segundo” que girará alrededor de un ‘estribillo’ cuyas variantes juegan con el tiempo: “Dulce como esta luz era [es] el amor” y “Dulce como este sol era [es] el amor”.

Pero esta canción de amor a su vez se teje a través de otro ‘estribillo’ que da también entrada al “Fragmento tercero”: “Y para recordar por qué he vivido” que empieza matizando a través de sus variantes: “… por qué he venido”, “… por qué he nacido” y “… por qué he vivido” (p. 105). Todo esto no es otra cosa que un volver al origen. Ver las raíces para reconocer plenamente su tronco y sus ramajes. ¿No era eso lo que le decía ese chopo en Madrid: “Termínate en ti mismo como yo”? Esta visión del amor y de su interpretación del hombre en el cosmos conlleva sin dificultades a concebir la unión indisoluble ‘cuerpo y alma’: “desnudez plena y honda del otoño, en la que alma y carne se ve mejor que no son más que una” (p. 111). La desnudez es transparencia, pero a su vez origen: Eva y Adán, el sol con todos sus matices (del principio del “Fragmento primero”) y su proyección en ‘luz’, génesis de todo lo existente. De ahí su imantación: “la obra desnuda y la muerte desnuda, que tanto me atrajeron. Desnudez es la vida y desnudez la sola eternidad” (p. 105).

“Espacio” es –como decía Paz- uno de los monumentos de la conciencia poética moderna. Hará falta leerlo muchas veces, para oír una y mil veces sus múltiples preguntas, que en medio del cosmos apuntan en todas direcciones… pero sin esperar encontrar una respuesta. La formulación de una respuesta dinamitaría ese espacio abierto de palabras y silencios que se mueve en virtud de la búsqueda de un Ideal, y que con su movimiento enfrenta al hombre a su destino y a su soñada eternidad: cuestionada ésta, nos sabemos tiempo, nos sabemos mortales.

(Notas):

(1) Antes de hablar de “Espacio” de Juan Ramón Jiménez, recogeré algunos puntos –intentando repetirme lo menos posible- planteados en mi conferencia sobre el poema extenso en la Universidad de Verona, en mayo de 2004: “El poema extenso: arquitectura de palabras y silencios. La composición en “Piedra de sol” y “Blanco” de Octavio Paz”, cuyo primer borrador forma parte de mi trabajo de Suficiencia Investigadora en la Universidad de Barcelona, 2000.

(2) Paz sólo utiliza el término ‘acumulación’ para decir que ‘Soledades’ de Góngora no es un poema extenso.

(3) Juan Ramón Jiménez, ‘Lírica de una Atlántida’, edición de Alfonso Alegre Heitzmann, Barcelona, 1999, p. 95. A partir de ahora todas las citas de “Espacio” provienen de esta edición.

(4) No olvidemos, entre otras, las críticas de Gil de Biedma.

(5) Paz leyó “Espacio” en todas sus versiones, y sobre todo quedó asombrado ante la primera en verso de los dos primeros fragmentos, que como hemos dicho se publicó en México. En “Piedra de sol” (1957), además de en ‘Pasado en claro’ (1974), es más que evidente el impacto que le produjo la primera versión de “Espacio”. El ritmo, la forma y algunos elementos delatan esta influencia.

(6) ‘El arco y la lira’ (1ª ed. 1955 y 2ª 1967), en el volumen I de sus obras completas –‘La casa de la presencia’-, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999, pp. 132-133.

(7) Recogido en el volumen II de las obras completas –‘Fundación y disidencia’-, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999, pp. 1045-1046.

(8) Paz, “Poesía e historia: ‘Laurel’ y nosotros” (1983), en el volumen II de las obras completas –‘Fundación y disidencia’-, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, p. 744. Paz tiene razón con respecto a la “poesía pura”, pero no sé si en esto es justo con Jiménez.

(9) La edición que consulté es ‘Pájinas escojidas. Prosa’, Madrid, Gredos, 1970, pp. 179-210. Véase al respecto Howard Young, “La prosa de Juan Ramón Jiménez”, ‘Ínsula’ (septiembre de 2005).

(10) Howard Young, “La prosa de Juan Ramón Jiménez”.

(11) “Poesía cerrada y poesía abierta”, en ‘Pájinas escojidas. Prosa’, Madrid, Gredos, 1970, p. 195.

(12) ‘Ibídem’. Es muy posible que un razonamiento similar es el que haya llevado a Novalis a “prosificar” algunos de sus himnos. (Véase a sus dos mejores traductores al español: Eustaquio Barjau y Américo Ferrari).

(13) ‘Ibídem’, p. 193.

(14) Cit. por Mercedes Juliá, ‘El universo de Juan Ramón Jiménez. Un estudio del poema “Espacio”’, Madrid, Ediciones de la Torre, 1989, p. 73. Sobre el origen del poema también se conserva la carta –citada una y mil veces- del 6 de agosto de 1943 escrita a Enrique Díez-Canedo (J.R.J., ‘Cartas. Antología’, edición Francisco Garfias, Madrid, Espasa Calpe, 1992, pp. 241-245).

(15) En ‘Estética y ética estética’, Madrid, Aguilar, 1967, p. 164.

(16) Véase el prólogo (p. 8) de Alfonso Alegre a ‘Lírica de una Atlántida’, donde se citan los comentarios de Juan Guerrero a J.R.J.: “Yo pensaba que tratándose de poesía lírica no habría motivo para preocuparse de la censura […] [pero] alguna vez cuando el nombre de “dios” puede estimarse que se emplea aludiendo a la divinidad, pudiera ocurrir que la Censura impusiera la D. mayúscula, o bien tachara la línea, o la estrofa o el poema”.

(17) ‘Ibídem’, véase las notas de Alfonso Alegre a este libro.

(18) ‘Ibídem’, p. 259.

('TURIA. Revista Cultural', nº 77-78, Marzo-Mayo 2006, ed. Instituto de Estudios Turolenses de la Diputación de Teruel)

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