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El Cristo clonado I - A su imagen (James BeauSegneur) [Entrega 1 de 57]



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EN EL SITIO ADECUADO, EN EL MOMENTO OPORTUNO

Veinte años atrás, Knoxville, Tennessee

Decker Hawthorne. Escribió su nombre y dejó que sus manos descansaran sobre el teclado. Echó un último vistazo al editorial por si hubiera algún error ortográfico y se aseguró de que la expresión y la sintaxis no eran mejorables. Al final decidió que tendría que pasar como estaba. La hora límite de entrega había pasado, el periódico esperaba para empezar el cierre y Decker tenía que coger un avión.

Al salir de las oficinas del Knoxville Enterprise, se detuvo un momento para ajustar el cartel escrito a mano que colgaba junto a la puerta. El Enterprise era un periódico semanal relativamente pequeño, pero estaba creciendo. Decker lo había fundado con poco dinero y mucha ingenuidad, y todavía había que luchar a diario para mantenerlo a flote. Lo bueno era que, gracias al estilo agresivo de Decker, el Enterprise a menudo superaba a los dos diarios locales, en una ocasión incluso con una noticia de repercusión nacional. Decker había sido siempre un hombre emprendedor que no temía asumir riesgos, y aunque las más de las veces salía perdiendo, le gustaba creer que tenía cierto don para encontrarse en el sitio adecuado, en el momento oportuno. En aquel momento habría tenido que estar en el aeropuerto, pero no lo estaba.

—¡Vas a perder el avión! —gritó Elizabeth, su esposa.

—¡Ya voy! —contestó él—. Ve arrancando el coche.

—Ya está en marcha. Te conozco demasiado bien.

Llegaron a la puerta de embarque con tres minutos de sobra, pero Decker no quería malgastar ni un segundo en el asiento del avión cuando podía pasarlo con Elizabeth. Después de sólo tres meses de casados, no le apetecía separarse dos semanas de su mujer, pero al final no tendría más remedio que subir al avión si no quería quedarse en tierra.

Mientras el avión se elevaba sobre la pista de despegue, Decker contempló la ciudad de Alcoa, en los suburbios del sur de Knoxville. Allá abajo pudo distinguir su pequeña casa en el linde de uno de los parques de Alcoa. Un tropel de inquietantes sentimientos le embargó al verla desvanecerse en el paisaje. Decker había pasado buena parte de su vida viajando. De niño lo hizo con su familia, que se trasladaba de un cuartel militar a otro. Más tarde pasó un año y medio haciendo autoestop por todo Estados Unidos y Canadá y luego cuatro años en el ejército. Se sentía estafado y con suerte al mismo tiempo. Nunca había tenido un hogar y detestaba hacer maletas, pero le entusiasmaba viajar.

* * *

El vuelo llegó a Nueva York con retraso y tuvo que echar una carrera para llegar a tiempo de coger el vuelo de conexión a Milán. Al acercarse a la puerta de embarque buscó algún rostro familiar, aunque infructuosamente. Para ser más exactos, allí no había nadie. Decker se asomó al ventanal. El avión seguía allí, pero en ese instante pudo escuchar como empezaban a rugir los motores. Recorrió con enorme estruendo la alfombra roja que cubría el suelo inclinado de la pasarela y allí casi se choca con una de las azafatas de tierra.

—¡Tengo que coger ese avión! —le dijo a la mujer con el gesto de súplica más dulce que pudo conseguir.

—¿Lleva el pasaporte? —preguntó la azafata.

—Sí, aquí mismo —contestó Decker al tiempo que le entregaba el pasaporte y el billete.

—¿Y el equipaje?

—Es éste —contestó alzando ligeramente una bolsa de mano más grande y llena de lo aceptable.

El avión aún no se había movido y una vez avisado el piloto, sólo hubo que volver a encajar la pasarela. Con un «gracias» escueto pero sentido, Decker subió al avión y se dirigió a su asiento. Ahora pudo ver ante sí un mar de caras familiares y amigas. A su derecha iba John Jackson, jefe de la expedición. Unos asientos más atrás viajaba Eric Jumper. Ambos habían estudiado en la academia del ejército del aire de Colorado Springs. Jackson era doctor en Física y había profundizado en el campo de los rayos láser y los haces de partículas. Jumper también doctorado, era ingeniero y se había especializado en termodinámica, aerodinámica y permutación térmica. De hecho, prácticamente todos los que formaban aquel mar de rostros estaban doctorados en alguna materia. En total había más de cuarenta personas, entre científicos, técnicos y personal de apoyo. Aunque sólo conocía a la mayoría de vista, muchos interrumpieron la conversación lo justo para ofrecerle una sonrisa de bienvenida o para expresarle su alegría por que no hubiese perdido el avión.

Decker encontró su plaza y tomó asiento. Allí estaba para recibirle el profesor Harry Goodman, un hombre pequeño de atuendo desgarbado, con el pelo canoso, las gafas de cerca caídas a media nariz y unas pobladas cejas que invadían ceño y frente como las llamas de un fuego de campaña.

—Ya pensaba que me habías dado plantón —dijo el profesor Goodman.

—No me perdería esto por nada del mundo —contestó Decker—. Sólo quería hacer una entrada triunfal.

El profesor Goodman era el vínculo de Decker con el resto del equipo. Goodman había sido profesor de bioquímica en la Universidad de Tennessee (UT) cuando Decker realizaba el curso preuniversitario de medicina. En su segundo año de carrera, Decker había trabajado con Goodman como ayudante de laboratorio. Habían conversado mucho y aunque Goodman no era de los que intiman con nadie, Decker lo consideraba un amigo. Pero algo más tarde, aquel mismo año, Goodman se mostró muy deprimido por un asunto sobre el que se negaba a hablar. Decker pudo descubrir a través de rumores que a Goodman le iban a rescindir el contrato. Esto se podía deber a aquella política suya del «Hazlo primero y pregunta después» que le había costado más de un disgusto con el rector. El curso siguiente, Goodman aceptó un puesto en la Universidad de Los Ángeles, California (UCLA), y Decker no lo había vuelto a ver desde entonces.

Decker, que por razones diferentes dejó la medicina para pasar al periodismo, no había dejado por ello de leer con avidez algunas de las mejores publicaciones científicas. Fue así como se cruzó con el artículo de la revista Science[1] sobre un grupo de científicos norteamericanos que iba a examinar la Sábana Santa, reliquia religiosa que muchos identifican con el Sudario de Jesucristo. Decker había oído hablar de la Sábana, pero siempre había desechado el asunto como otro fraude religioso más destinado a vaciar los bolsillos de creyentes ingenuos. Pero aquélla era una de las revistas de divulgación científica más leídas y los científicos estadounidenses que iban a dedicar su tiempo a estudiar aquello gozaban de toda credibilidad.

Al principio le pareció increíble, risible incluso, pero entre los científicos involucrados, Decker topó con el nombre del doctor Harry Goodman. Aquello no tenía ningún sentido. Decker sabía muy bien que Goodman era un ateo declarado. Bueno, no exactamente ateo. A Goodman le gustaba hablar sobre lo incierto de todas las cosas. En el despacho de la universidad tenía dos carteles clavados a la pared. El primero estaba escrito a mano y decía así: «Primera ley del éxito de Goodman: la distancia más corta entre dos puntos es la que se salta las normas» (filosofía que, obviamente, no encajó del todo con el rector). El segundo cartel era una impresión psicodélica, muy del estilo de finales de los años sesenta, en el que se podía leer: «Pienso, luego existo. Eso pienso». Esta mezcla de incertidumbre acerca de su propia existencia y su ausencia de fe en Dios habían llevado a Goodman a definirse como «ateo de pensamiento pero agnóstico en la práctica». Así las cosas, ¿qué hacía un hombre como Goodman uniéndose a una ridícula expedición para estudiar el Sudario de Turín?

Decker archivó la información en algún lugar de su memoria y es posible que no la hubiese rescatado de allí nunca más si no llega a ser por la llamada telefónica de un viejo amigo, Tom Donafin. Tom era reportero del Courier de Waltham, en Massachussets, y llamaba para hacerle una consulta sobre una noticia en la que estaba trabajando, la corrupción en la banca; asunto sobre el que había mucho material en Knoxville por aquel entonces. Una vez zanjado aquel tema, Tom preguntó a Decker si había visto el artículo de Science.

—Sí —contestó Decker—. ¿Por qué?

—Por nada, pensaba que te interesaría saber en qué anda metido el viejo Cejas Pobladas —comentó Tom con una carcajada.

—¿Estás seguro de que se trata de la misma persona? No lo vi en ninguna de las fotografías.

—Al principio me pareció imposible, pero hice unas cuantas averiguaciones y, sí, efectivamente, se trata de él.

—¿Sabes qué? —dijo Decker pensando en voz alta—. Puede que aquí haya una buena historia. La religión vende.

—Si te refieres a cubrir la expedición, creo que tienes razón, pero las medidas de seguridad son excepcionales. Intenté indagar un poco en los detalles de la expedición y fue como chocar contra un muro. Han limitado la cobertura de la expedición a un único reportero, un tipo de National Geographic.[2]

—Eso me suena a reto —dijo Decker.

—Bueno, no digo que no pueda hacerse, pero no va a ser fácil.

Decker empezó a cavilar sobre cómo hacer para conseguir la historia, si acaso le llegaba a interesar. Podía tomar la vía directa e intentar razonar con quien fuera el que mandara en la expedición. Después de todo, ¿por qué iban a contar sólo con un periodista? Por otro lado, ¿qué argumento iba a esgrimir para convencerles de que incluyeran en la expedición a un tipo de un pequeño y desconocido semanario de Knoxville, Tennessee? Estaba claro que su mejor baza pasaba por hablar con Goodman.

Durante las tres semanas siguientes, Decker hizo varios intentos por ponerse en contacto con su viejo profesor, pero fue inútil. Goodman estaba de viaje académico en algún lugar de Japón y ni siquiera su mujer, Martha, sabía con exactitud dónde se encontraba. Sin más armas que la suerte y la determinación, Decker consiguió billete para volar a Norwich, en Connecticut, y reservó habitación en el hotel donde el equipo de la Sábana debía reunirse el fin de semana del Día del Trabajo.[3] Llegó con un día de antelación para examinar el terreno.

A la mañana siguiente, Decker se enteró de que en el hotel había un comedor privado reservado para unas cincuenta personas. Tras interrogar a un camarero, pudo confirmar rápidamente que era allí donde iba a reunirse el equipo de la Sábana. Pocos minutos después empezaban a entrar en él los primeros miembros del equipo. Aquellas cejas eran inconfundibles.

—Profesor Goodman —dijo Decker aproximándose con la mano tendida.

Goodman le miró desconcertado.

—Hawthorne —socorrió Decker. Era evidente que Goodman intentaba situar la cara, así que añadió—: De la Universidad de Tennessee.

Bajo las pobladas cejas, pudo distinguir un destello de reconocimiento en los ojos verde pálido del profesor.

—¡Pues, claro, Hawthorne! Pero... ¡qué diablos! ¿Cómo te va? ¿Qué haces en Connecticut?

Antes de que Decker pudiera contestar, entró en la sala otra persona que se dirigió a ellos con una exclamación.

—¡Harry Goodman! ¿Dónde te metiste anoche? Te llamé a la habitación con la idea de que cenáramos juntos.

En lugar de contestar, Goodman procedió a hacer las presentaciones pertinentes.

—Profesor Don Stanley, permíteme que te presente a Decker Hawthorne, uno de mis antiguos estudiantes y asistente de laboratorio en la Universidad de Tennessee, en Knoxville.

El profesor Stanley apretó la mano de Decker, le inspeccionó rápidamente y se giró de nuevo hacia Goodman.

—Así que Hawthorne debe de ser el ayudante de investigación al que he oído has conseguido engañar para que eche una mano. Qué desperdicio —añadió Stanley haciendo una pausa y volviéndose para mirar a Decker—, me has parecido demasiado inteligente para eso.

—Lo es —contestó Goodman—, y por desgracia, parece que también lo es el joven al que te refieres.

—Ya veo, así que te ha dejado tirado, ¿eh? —dijo Stanley con una risita.

—Bueno —dijo Goodman encogiéndose de hombros—, después de todo, sí que es esperar demasiado de un joven que se pague el billete a Turín, para ir tras una quimera.

Decker era todo oídos. La posibilidad de sustituir al asistente desertor se presentaba como una oportunidad mucho más plausible para entrar a formar parte del equipo que el intento de convencerles de que aceptaran la presencia de un segundo reportero. Ahora sólo había que esperar a que se abriera la puerta adecuada.

—Si estás tan seguro de que se trata de una quimera, ¿por qué entonces insistes en acompañarnos? —preguntó Stanley.

—Alguien tiene que velar por que seáis del todo científicos —dijo Goodman con media sonrisa.

Mientras tanto, el comedor se había ido llenando de miembros del equipo que ahora charlaban en pequeños grupos. Uno de ellos reclamó con un gesto al profesor Stanley, que se alejó para saludar al recién llegado. Decker aprovechó el momento para preguntar al profesor Goodman sobre el asistente fugado.

—¿Qué es exactamente lo que iba a hacer su asistente en este viaje? —preguntó Decker.

—Ah, pues de todo un poco; desde recoger datos a hacer recados de todo tipo. Tenemos proyectada la realización de cientos de experimentos diferentes y es posible que se nos concedan solamente doce horas para realizarlos todos. Es el tipo de situación en el que un par de manos expertas resultarían de gran ayuda.

—Supongo que no estará interesado en un sustituto —preguntó Decker. Contaba con que Goodman no estaría al tanto de que después de abandonar la UT él había dejado el curso preparatorio de medicina y se había pasado a periodismo. Decker sintió una punzada de culpabilidad, pero no era la primera vez que omitía información para conseguir una noticia, y esta vez tampoco eran demasiados datos. Además estaba convencido de que se acordaba de lo suficiente para manejarse. Y para trabajar de recadero tenía calificaciones de sobra.

—¿Cómo? —respondió Goodman—. ¿Después de decirle al profesor Stanley que eras demasiado listo para algo así?

—En serio, me gustaría ir —insistió Decker—. De hecho, es la razón por la que estoy aquí. A lo mejor estoy algo oxidado, pero leí el artículo de Science y tengo experiencia con casi todo el material con el que van a trabajar.

—Lo que leíste no es más que el principio —Goodman se tomó el tiempo de fruncir el ceño y continuó—: Bueno, no voy a rechazar una oferta de ayuda, pero ya sabes que los gastos corren de tu cuenta; billete, hotel, comida y transporte.

—Sí, ya lo sé —contestó Decker.

—Pero ¿por qué? —preguntó Goodman—. ¿No te habrás convertido en un beato, no?

—No, nada de eso. Sólo es que suena interesante.

Aquélla no era una respuesta muy convincente, así que Decker cogió la sartén por el mango.

—Y ¿por qué va usted? —preguntó—. Usted sí que no cree en nada de estas cosas.

—¡Por supuesto que no! Sólo quiero aprovechar la oportunidad de acabar con esta historia.

Decker reenfocó la conversación.

—Entonces, ¿puedo acompañarles o no?

—Sí, bueno... Supongo que sí; si estás completamente seguro. Pero déjame hablar antes con Eric —dijo refiriéndose a Eric Jumper, uno de los jefes del equipo—. Tendremos que añadir tu nombre a la lista de miembros del equipo. No sabes cómo es lo de la seguridad en este asunto.

En un abrir y cerrar de ojos Decker había pasado a formar parte del grupo.

—En el sitio adecuado, en el momento oportuno —murmuró para sí.

Habrían de pasar cuarenta y ocho años para darse cuenta de que había sido mucho más que eso.

* * *


[1] B. J. Culliton: «Mystery of the Shroud of Turin Challenges 20th Century Science», Science, 21 de julio de 1978, n.° 201, págs. 235-239.

[2] Para el artículo resultante, véase K. F. Weaver: «Mystery of the Shroud», en National Geographic, junio de 1980, n.° 157, págs. 729-753.

[3] El Día del Trabajo en Estados Unidos se celebra el primer lunes de septiembre. (N. del E.)

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