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El Cristo clonado I - A su imagen (James BeauSegneur) [Entrega 2 de 57]

Después del desayuno, el equipo se trasladó a una sala de conferencias. Decker no se separó de Goodman, y cuando pasaron el control de seguridad, éste se aseguró de que incluyeran el nombre de Decker en la lista de personas autorizadas a entrar en la sala.

Una vez dentro, el jefe de la expedición, John Jackson, puso orden en la sala.

—A fin de obtener la autorización necesaria para trabajar con la Sábana —comenzó—, hemos tenido que prometer a las autoridades de Turín que mantendremos la máxima seguridad. Como es obvio, nuestro mayor problema va a ser la prensa.

Decker se esforzó por no sonreír.

—Lo mejor es no hablar sobre la Sábana a personas ajenas al equipo. Ahí afuera piensan que todavía estamos esperando la autorización para hacer la prueba.[1]

Eric Jumper tomó la palabra cuando Jackson hubo terminado.

—Damas y caballeros, gracias por su presencia. Es verdaderamente emocionante poder trabajar con tan distinguido grupo de científicos. Bien, hasta el momento me han sido entregados casi todos los protocolos para los experimentos propuestos, pero los que no he recibido todavía necesito que estén listos para el domingo.

Jumper se volvió hacia un proyector de diapositivas situado en el centro de la habitación. La primera diapositiva mostraba una copia a escala de la Sábana, realizada por Tom D'Muhala, uno de los científicos del grupo. Superpuesta a la sábana falsa había una retícula.

—Cada uno de ustedes recibirá una copia de esta ilustración —dijo Jumper—. La retícula nos ayudará a organizar nuestra tarea. Debido a lo limitado del tiempo, tendremos que simultanear el mayor número posible de experimentos. Lo que hemos intentado hacer es distribuir el trabajo para aprovechar al máximo la Sábana, teniendo en cuenta los parámetros ambientales, de tiempo y de espacio que requiere cada experimento.[2]

En el resto de diapositivas se detallaban los experimentos a realizar. La mayoría habían sido concebidas para determinar si la Sábana era un fraude o, posiblemente, el resultado de algún tipo de fenómeno natural. Todas las pruebas no nocivas que Decker hubiese podido imaginar estaban allí incluidas. Uno de los experimentos rechazados era la datación por carbono 14, ya que el método que se empleaba por entonces hubiese requerido la destrucción de una parte importante de la Sábana para conseguir un resultado preciso.

Una vez finalizada su exposición, Jumper presentó al padre Peter Rinaldi, que acababa de regresar de Turín. Rinaldi, como aclaró Jumper, estaba allí para explicar la trascendencia política del estudio de la Sábana. A Decker no le quedó del todo claro a qué se refería exactamente, pero enseguida resultó evidente que eran muchas las manos que se aferraban al viejo lienzo.

Rinaldi formaba parte del llamado Gremio de la Sábana Santa, que se constituyó en 1959 para propagar el conocimiento de la Sábana y financiar su investigación científica. Comenzó con una breve exposición histórica. Según contó Rinaldi, el primer propietario de la Sábana del que se tenía noticia había sido un caballero francés llamado Geoffrey de Charney, en cuyo poder estuvo en algún momento anterior a 1356. Por razones que se desconocen, la familia Charney entregó la Sábana a la Casa de Saboya, que la conservó durante los cuatrocientos años siguientes. A finales del siglo xvi, la Casa de Saboya se convirtió en la dinastía monárquica de Italia, y en 1578 la Sábana fue trasladada a Turín, donde ha permanecido en la catedral de San Giovanni Battista desde entonces.

Además, continuaría explicando Rinaldi, había un grupo denominado Centro di Sindonología o Centro de Estudio de la Sábana Santa, que a su vez formaba parte de otra organización, la Fraternidad de la Sábana Santa, de cuatrocientos años de antigüedad. Ninguno de estos grupos había reclamado para sí oficialmente la propiedad de la Sábana, y en realidad era muy poco lo que hacían. Pero después de tantos años, y con los nombres de tanto obispo y sacerdote a sus espaldas, nadie se atrevía a cuestionar su derecho a existir.

Lo que apuntaba el padre Rinaldi era que serían muchas las personalidades pagadas de sí mismas a las que habría que tener en cuenta y muchos los egos que adular para poder acceder a la Sábana.

Una vez hubo concluido Rinaldi, Tom D'Muhala, artífice de la copia de la Sábana, repasó los detalles logísticos. Tan pronto concluyese la reunión, se procedería a realizar un ensayo general de los experimentos proyectados en un almacén de la fábrica de D'Muhala, en la población vecina de Amston. Los dos días siguientes se dedicarían a ensayar toda la secuencia de experimentos. Había que sacar todo el material, probarlo y volver a embalarlo para su envío a Italia. Se trataba de un intento a gran escala de optimizar los procedimientos científicos antes de viajar a Turín.

* * *

Una docena de reporteros asaltó a los miembros del equipo cuando abandonaban la sala de conferencias. Ignorando las preguntas que les lanzaban a gritos, el equipo se dirigió presuroso hacia el autobús que les esperaba para trasladarlos hasta la fábrica de D'Muhala. Uno de los periodistas —un joven barbudo de unos veinticinco años, con una protuberante y nada agraciada frente— recorrió el lateral del autobús en lo que parecía un intento por ver más de cerca a uno de los pasajeros. Decker observó a sus colegas de la prensa. Era consciente de que su presencia en el equipo no se debía a otra cosa que a un golpe de suerte. Aun así, no pudo evitar sentir cierta satisfacción personal.

La mirada escrutadora del hombre de la barba captó su atención. Al cruzarse sus miradas, Decker reconoció a su amigo Tom Donafin, del Waltham Courier. El breve gesto de asombro que se dibujó en el rostro de Tom se tornó rápidamente en una sonrisa amistosa y de reconocimiento. Visiblemente impresionado, sacudió la cabeza con exagerada incredulidad al tiempo que Decker le devolvía la sonrisa del gato que se acaba de zampar al canario.

* * *

Al entrar en el almacén de la fábrica de D'Muhala donde iba a trabajar el equipo, Decker se quedó impresionado y algo sorprendido ante la planificación, trabajo y gasto invertidos en el proyecto. Contra las paredes del recinto se apilaban embalajes de madera repletos de material científico de última tecnología por valor de millones de dólares y que había sido cedido por institutos de investigación de todo el país. En el centro, la Sábana de imitación estaba extendida sobre una mesa de quirófano de acero que los ingenieros de D'Muhala habían diseñado y fabricado a propósito, para que la Sábana pudiera extenderse sobre ella sin riesgo alguno. La superficie de la mesa estaba compuesta por más de una docena de paneles extraíbles destinados a facilitar la inspección de las dos caras de la Sábana al mismo tiempo. Cada panel estaba recubierto por una lámina de Mylar bañada en oro de un milímetro de espesor, cuya finalidad era evitar que ni la partícula más diminuta pasara de la mesa a la Sábana y la contaminara. Durante un momento todos permanecieron en silencio. Todas las miradas escudriñaban el material y la sábana falsa. Por fin, Don Devan, informático científico de Oceanographic Services, Inc., especializado en el tratamiento de imágenes, rompió el silencio.

—¡No está mal! —dijo—. ¡Esto parece muy científico![3]

El equipo se desperdigó en dirección a los embalajes, y cada miembro se puso a buscar el material que necesitaría para su experimento. A Decker no le faltaron oportunidades para echar una mano. Después de varias horas de trabajo y mientras ayudaba a devolver un enorme microscopio a su caja, Decker pudo escuchar a dos de los científicos —Ray Rogers y John Heller— discutir junto a un embalaje próximo sobre uno de los experimentos. El suyo iba a ser el único en el que se iban a tomar muestras directamente de la Sábana, y lo harían por el procedimiento de colocar tiras de papel adhesivo en el viejo lienzo. Al retirar las tiras, quedarían adheridas al papel pequeñas fibras de la Sábana.

Decker escuchó a Ray Rogers explicar el experimento a Heller.

—Para obtener muestras para las pruebas químicas, incluidos tus análisis de sangre, emplearemos una cinta Mylar especial con un adhesivo químicamente inerte desarrollado por 3M Corporation. Se lo aplicaremos a la Sábana con una presión determinada...[4]

—Y ¿cómo lo harás?

—Bueno —dijo Rogers mientras rebuscaba en uno de los embalajes de madera—, nuestros amigos de Los Álamos han diseñado un ingenioso aparatito que mide la presión que se aplica.

Desempaquetó el aparato y procedió a hacerle una demostración a Heller.

—Muy bonito, pero ¿cómo vas a saber cuánta fuerza aplicar? —preguntó Heller.

—Precisamente para eso estamos aquí —contestó Rogers.

Decker siguió a los dos hombres mientras se apretujaban entre los que ya rodeaban la concurrida mesa. Tras los preparativos pertinentes, Rogers hizo varias estimaciones.

—Sabemos que la Sábana tiene al menos seiscientos años de antigüedad, así que probablemente es bastante más frágil que ésta. Yo calculo que para estar, seguros deberíamos emplear, pues, aproximadamente el diez por ciento de la presión que vamos a aplicar aquí.

Era evidente que se trataba de una mera suposición, pero llegados a este punto, Decker no estaba dispuesto a ser la voz desalentadora del grupo.

—Luego retiraré la cinta de la Sábana —siguió explicando Rogers—, y montaré cada pieza en un portaobjetos, cada uno de los cuales será numerado y fotografiado antes de quedar sellado en una urna de plástico para evitar que se contamine.

* * *

El equipo prosiguió con los trabajos y el ensayo de los procedimientos durante los dos días siguientes. Decker intentó hacerse valer como miembro útil del equipo y en ocasiones olvidó su condición de periodista. Incluso llegó a preguntarse si, después de todo, no había sido un error abandonar la medicina.



2

LA SÁBANA

Norte de Italia

Como estrellas caídas del firmamento se distinguían tímidas desde la ventanilla las luces de Milán, al sobrevolar el avión el norte de Italia. Decker estudió el contorno de aquella constelación terrestre mientras reflexionaba sobre las consecuencias del proyecto. Al igual que el profesor Goodman, estaba convencido de que con su estudio el equipo demostraría que la Sábana no era más que una burda falsificación medieval. El problema era que había muchas personas que no iban a agradecer precisamente que alguien reventara con la verdad su burbuja de fe, entre ellas la madre de Elizabeth, devota católica. La relación con ella hasta el momento había sido bastante buena. ¿Cómo se tomaría todo aquello? «Supongo que tendremos que pasar las Navidades con mi madre durante unos cuantos años», pensó.

El padre Rinaldi, que había viajado directamente a Turín después de la reunión de Connecticut, se había encargado de alquilar un autobús que trasladara al equipo los ciento veinticinco kilómetros que separaban Milán de Turín. Cuando el autobús llegó al hotel era ya medianoche y aunque sólo eran las siete de la tarde en Nueva York y las cuatro de la tarde en la costa oeste de Estados Unidos, decidieron todos retirarse a sus habitaciones e intentar conciliar algo de sueño.

A la mañana siguiente, Decker, al que siempre le costaba lo suyo adaptarse a los diferentes husos horarios, se levantó antes del amanecer. La diferencia horaria iba en su desventaja y lo lógico es que hubiese querido dormir hasta tarde, pero no le importó; estaba listo para levantarse y contra ello no había lógica que valiese. Se asomó a la ventana del hotel y mientras clareaba el cielo matinal, observó allá abajo las Calles largas y rectas de Turín formando ángulos rectos casi perfectos en las intersecciones. Junto a las aceras había casas y pequeños comercios alojados en edificios de una y dos plantas, ninguno de los cuales aparentaba tener menos de doscientos años de antigüedad. Más allá de los límites de la ciudad, al norte, al este y al oeste, los Alpes rasgaban la atmósfera y las nubes en su ascenso hacia el cielo. «A Elizabeth le encantaría esto», pensó.

Decker salió del hotel para hacer algunas visitas turísticas mañaneras. A pesar de la proximidad de las montañas, encontró pocas cuestas a lo largo del paseo. A algo menos de medio kilómetro del hotel llegó a Porta Palatina, la inmensa puerta por la que en el 215 a.C., después de tres días de asedio, Aníbal hizo entrada con sus soldados y elefantes en la ciudad romana de Augusta Taurinorum, la antigua Turín. Mientras paseaba, los maravillosos aromas de la mañana empezaron a emanar de las ventanas abiertas de las casas que flanqueaban su camino. A ellos les siguieron las voces de niños jugando. Y luego, la ciudad atemporal se vio repentinamente sumergida en el presente por el parloteo del televisor en la cocina de algún vecino. Era hora de regresar al hotel.

* * *

Al entrar en el vestíbulo, Decker oyó las voces de los del equipo. La reunión matinal con desayuno incluido ya había empezado y la conversación giraba en torno a un problema con el material que había traído desde Estados Unidos. Decker intentó recomponer el rompecabezas de lo que ocurría sin interrumpir. Al parecer, el material había sido enviado a nombre del padre Rinaldi a fin de evitar precisamente los problemas que ahora tenían con la aduana. Rinaldi era ciudadano italiano pero, por desgracia, el tiempo de permanencia en Estados Unidos había sido demasiado largo y muy breve el de estancia en Turín, por lo que no tenía derecho a introducir material en el país sin que éste fuera retenido durante sesenta días. Rinaldi y Tom D'Muhala ya habían viajado a la aduana de Milán para negociar y presionar a las autoridades cara a cara.

* * *

Concluido el desayuno, varios miembros del equipo decidieron recorrer a pie los ochocientos metros que separaban el hotel del palacio real de la Casa de Saboya. Allí se habían facilitado varias dependencias para que el equipo pudiera realizar su estudio de la Sábana. Cuando llegaron al palacio, se quedaron boquiabiertos ante las decenas de miles de personas que allí se concentraban, formando colas que se extendían a lo largo de casi dos kilómetros hacia el este y el oeste. Las filas convergían en la catedral de San Giovanni Battista, situada junto al palacio. En ella descansa en el interior de una urna de plata fina, alojada a su vez en otra urna más grande de cristal antibalas llena de gases inertes, la Sábana Santa. Dos o tres veces cada siglo se exhibe la Sábana al público, ocasión que atrae a peregrinos de todos los rincones del mundo. La multitud que allí había aquel día no era más que una pequeña fracción de los tres millones de personas que durante las tres últimas semanas habían viajado hasta aquí desde distintas partes del planeta para ver la que creían era la mortaja de Cristo.

El grupo fue escoltado a través de un patio hasta una zona de acceso restringido del palacio. En todas las esquinas había apostados guardas armados con pequeñas metralletas de fabricación europea. A su entrada, el grupo se detuvo asombrado ante la escala y grandeza de lo que les rodeaba. Había oro por todas partes, en los candelabros, los marcos de los cuadros, en los jarrones, incrustado en los relieves de las puertas y en otras obras de ebanistería. Incluso el papel de las paredes lucía un revestimiento de pan de oro. Y en todos los espacios había cuadros y estatuas de mármol.

Al fondo de un largo salón opulentamente decorado se abría la entrada a los apartamentos del príncipe, donde el equipo realizaría los experimentos. Las puertas, de tres metros de alto, daban paso a un salón de baile de quince por quince, la primera de las siete estancias que conformaban los apartamentos. La segunda sala, en la cual iba a colocarse la Sábana para su examen, era tan majestuosa como la primera. De los techos pintados al fresco con ángeles, cisnes y escenas bíblicas, colgaban arañas de cristal.

Llega un momento en la vida de todo edificio antiguo que permanece en funcionamiento en el que no se puede seguir ignorando el paso del tiempo y el progreso. Sea una cochera convertida en garaje o un aseo transformado en cabina de teléfono, existen ciertos elementos estéticos que acaban por sucumbir a las necesidades de la vida moderna. En los apartamentos del príncipe evidenciaban esta claudicación la existencia de un baño y de luz eléctrica. El primero, una curiosa combinación de dos aseos y cinco lavabos, haría las veces de sala de revelado fotográfico. La única toma eléctrica la proporcionaba un cable muy poco más grueso que el de un prolongador corriente y que conducía hasta un único enchufe situado a dos centímetros del rodapié. Los aparatos del equipo iban a necesitar mucha más potencia que aquello.

—Tendremos que tirar cables desde el sótano hasta aquí arriba —dijo Rudy Dichtl, la más entendida en electricidad—. Voy a ver si encuentro una ferretería.

Decker comentó a Dichtl que había visto una durante su paseo matinal y, aunque no estaba seguro de la dirección exacta, se ofreció a intentar dar con ella de nuevo.

—Genial —dijo Dichtl—. Si tienen lo que necesitamos, me vendrá bien un poco de ayuda para traerlo todo hasta aquí.

* * *



[1] Paráfrasis de los comentarios de John Jackson. Para las palabras exactas, véase John H. Heller (1983): Report on the Shroud of Turín, Boston, Houghton Mifflin Company, pág. 76.

[2] Paráfrasis de los comentarios de Eric Jumper. Las palabras exactas las recoge John H. Heller, op. cit., pág. 77.

[3] Paráfrasis de los comentarios de Don Devan. Las palabras exactas las recoge John H. Heller; op. cit., pág. 88.

[4] Paráfrasis de la conversación entre John Heller y Ray Rogers. Las palabras exactas las recoge John H. Heller,.op. cit., págs. 86, 87.

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