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Tarántula (Thierry Jonquet). Estaba apoltronado en un sillón... [Entrega 13]

Estaba apoltronado en un sillón, con los ojos clavados en la pantalla de la tele, ahora vacía. Un ratón pasó chillando junto al zócalo de la pared, muy cerca de su mano. Alex alargó rápidamente el brazo y sus dedos se cerraron en torno al pequeño cuerpo peludo. Sentía latir atropelladamente el minúsculo corazón. Recordó el campo, las ruedas del tractor que hacían salir corriendo a las ratas, los pájaros escondidos en los setos.
Se acercó el ratón a la cara y empezó a apretar suavemente. Sus uñas se hundían en el pelaje sedoso. Los chillidos se volvieron más agudos. Entonces vio de nuevo la página de periódico, los grandes caracteres, la foto encerrada entre columnas de palabrería periodística.

Se levantó, salió al porche y, en la oscuridad, lanzó con todas sus fuerzas el ratón a lo lejos.


...Tenías aquel gusto de tierra mohosa en la boca, todo aquel fango viscoso bajo el cuerpo, aquel contacto tibio y suave contra el torso —la camisa se había rasgado—, olor a musgo, a madera podrida. Y sus manos atenazándote el cuello, tapándote la cara, unos dedos crispados que te aprisionaban, aquella rodilla clavada en tus riñones con todo el peso de su cuerpo, como si quisiera hundirte en el suelo para hacerte desaparecer.

El jadeaba, aunque ya empezaba a recobrar el aliento. Tú ya no te movías; esperar, simplemente había que esperar. El puñal estaba allí, sobre la hierba, en algún lugar a tu derecha. Pronto tendría que aflojar la presión. Entonces podrías apartarlo de un empujón, derribarlo, apoderarte de la daga y matarlo, matarlo, rajarle el vientre a aquel cerdo.

¿Quién era? ¿Un loco? ¿Un sádico que buscaba a sus víctimas en el bosque? Se hacían eternos los segundos que llevabais los dos tendidos, dolorosamente abrazados en el fango, acechando cada uno la respiración del otro en la oscuridad. ¿Quería matarte? ¿Violarte antes, quizá?

El bosque permanecía en completo silencio, inerte, como despojado de todo rastro de vida. El no decía nada, su respiración se había sosegado. Tú esperabas un gesto. ¿Su mano bajando hacia tu sexo? Algo así... Poco a poco habías logrado controlar tu terror, sabías que estabas dispuesto a luchar, a clavarle los dedos en los ojos, a buscar su garganta para morderlo. En cambio, no pasaba nada. Seguías allí, debajo de él, aguardando.

Entonces se echó a reír. Era una risa alegre, sincera, pueril. La risa de un chiquillo que acaba de recibir el regalo de Navidad. La risa cesó y oíste su voz, serena, inexpresiva.

—No temas, jovencito, no te muevas, no voy a hacerte daño...

Apartó la mano izquierda para encender la linterna. El puñal, efectivamente, estaba allí, sobre la hierba, apenas a veinte centímetros. Pero él te pisó la muñeca con más fuerza antes de arrojar la daga a lo lejos. Tu última oportunidad...

Dejó la linterna en el suelo y, agarrándote del pelo, volvió tu cara hacia el haz de luz amarilla. La luz te cegaba. El habló de nuevo.

—Sí..., eres tú.

Su rodilla se te clavaba cada vez más en la espalda. Gritaste, pero él te tapó la cara con un trapo que despedía un olor raro. Te esforzaste por no perder el conocimiento, pero cuando te soltó, muy despacio, ya estabas aturdido. Un gran torrente negro, borboteante, se precipitaba hacia ti.

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