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Tarántula (Thierry Jonquet). Regresó con frecuencia para darte de beber... [Entrega 21]

Regresó con frecuencia para darte de beber. En la oscuridad, detrás del foco, te parecía inmenso; su sombra, enorme y amenazadora, invadía la habitación. Sin embargo, como te daba de beber, ya no tenías miedo; el hecho de que lo hiciera, pensabas, sólo podía indicar que su intención era mantenerte con vida.
Después te llevó una escudilla de aluminio, llena de una papilla rojiza en la que flotaban bolitas de carne. Sumergió una mano en la escudilla y te agarró del pelo con la otra para echarte la cabeza hacia atrás. Comiste de su mano, le chupaste los dedos, que chorreaban salsa. Estaba bueno. Te dejó seguir comiendo a cuatro patas, con la cara medio sumergida en la escudilla. Te acabaste toda la comida que tu amo acababa de darte, sin dejar nada.

La papilla era la misma todos los días. El entraba en tu prisión, te daba la escudilla y la jarra, y te observaba mientras tú engullías. Después se iba, siempre riendo.

Poco a poco ibas recuperando las fuerzas. Guardabas parte del agua para lavarte y hacías tus necesidades siempre en el mismo sitio, a la derecha del hule.

La esperanza había renacido insidiosamente: el amo sentía interés por ti...


Alex se sobresaltó. El ruido de un motor turbaba el silencio del campo. Miró el reloj: las siete de la mañana. Bostezó; tenía la boca pastosa y la lengua estropajosa por efecto del alcohol —cerveza y después ginebra— que había tomado durante la noche para conciliar el sueño.

Alcanzó los prismáticos y examinó la carretera. Una familia de turistas holandeses al completo se había amontonado en un Land-Rover, los niños llevaban cubos y palas de plástico... Un día de playa en perspectiva. La joven madre de familia iba en biquini, y sus voluminosos pechos tensaban el fino tejido del bañador. Alex tenía una erección matinal... ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba con una mujer? Como mínimo, seis semanas. Sí, la última había sido una granjera. Ya hacía mucho de aquello.

Se llamaba Annie, una amiga de la infancia. La recordaba con sus trenzas rojas en el patio del colegio. Eso ocurrió en otra vida casi olvidada, la vida de Alex el tonto, Alex el cateto. Poco antes de atracar el banco había hecho una visita a sus padres, que seguían currando igual que siempre.

Una tarde lluviosa, había entrado en el patio de la granja con su coche, un Ford cuyo motor producía un potente ronroneo. Su padre lo esperaba en la escalera del porche. Alex se sentía orgulloso de su atuendo, de sus zapatos, de su aspecto de hombre nuevo, liberado del molesto olor de la tierra.

El padre le había puesto mala cara. Hacer de matón del pueblo en los clubes nocturnos no es un oficio honesto. Pero debía de ser rentable, porque el muchacho tenía buen aspecto. Y esas manos, con las uñas cuidadas..., ¡eso había impresionado al padre! Al final, le había dirigido una sonrisa de bienvenida.

Se habían sentado uno frente al otro en la gran sala. El padre había sacado pan, embutidos y vino tinto, y se había puesto a comer. Alex se había limitado a encender un cigarrillo, renunciando a beber el vino servido en uno de esos frascos de mostaza que luego se usan como vasos. La madre permaneció de pie, mirándolos en silencio. Estaban también Louis y René, los empleados. ¿De qué hablar? ¿Del tiempo que hacía, del tiempo que iba a hacer? Alex se levantó y le dio a su padre unas palmadas afectuosas en el hombro antes de dirigirse a la calle principal del pueblo. En las ventanas de las casas, las cortinas se apartaban furtivamente: la gente miraba con disimulo al golfo, al hijo de los Barny...

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