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Tarántula (Thierry Jonquet). Y llegó Él... [Entrega 20]

Y llegó Él. Un día o una noche, imposible saberlo. Frente a ti se abrió una puerta. Un rectángulo luminoso que al principio te deslumbró.
La puerta se cerró de nuevo, pero Él había entrado, su presencia llenaba el espacio de la prisión.

Tú contuviste la respiración, atento al menor ruido, en cuclillas contra la pared, aterrorizado como una cucaracha sorprendida a plena luz. No eras más que un insecto prisionero de una araña saciada, que te guardaba como reserva para una comida futura. Te había capturado para saborearte con toda tranquilidad cuando le apeteciera degustar tu sangre. Imaginabas sus patas peludas, sus grandes ojos saltones, implacables, su vientre blando, atiborrado de carne, vibrante, gelatinoso, y sus colmillos venenosos, su boca negra que iba a chuparte la vida.

De repente, un potente foco te cegó. Allí estabas, único actor en el escenario de tu muerte inminente, ataviado para interpretar el último acto. Vislumbrabas una silueta sentada en un sillón, unos tres o cuatro metros delante de ti. Pero el contraluz que producía el haz del foco te impedía distinguir los rasgos del monstruo. Había cruzado las piernas y juntado las manos bajo la barbilla, y te contemplaba, inmóvil.

Hiciste un esfuerzo sobrehumano para incorporarte y, de rodillas, en ademán suplicante, rogaste que te diera de beber. Las palabras se enmarañaban en tu boca. Con los brazos extendidos hacia él, implorabas.

El no se movió. Balbuceaste tu nombre: Vincent Moreau, señor, tiene que ser un error, yo soy Vincent Moreau, ha habido un error... Y te desmayaste.

Cuando recobraste el conocimiento, él había desaparecido. Entonces conociste la desesperación. El foco continuaba encendido. Te viste el cuerpo, la piel salpicada de pústulas, los pliegues llenos de roña, las heridas causadas por las cadenas, las placas de mierda seca pegadas a los muslos.

La luz blanca y deslumbrante te hacía lagrimear. Pasó mucho rato antes de que él volviera. Se sentó de nuevo en el sillón, frente a ti. A sus pies había depositado un objeto que reconociste enseguida: una jarra... ¿Con agua? Estabas de rodillas, a cuatro patas, con la cabeza humillada. El se acercó y derramó toda el agua de la jarra sobre tu cabeza, de golpe. Bebiste del charco a lametones. Te alisaste el pelo con las manos temblorosas para que el agua se escurriera y así poder lamerla en la palma de las manos.

El fue a buscar otra jarra y te la bebiste de un trago, con avidez. Entonces, en tu vientre se abrió paso un violento dolor y expulsaste un chorro de excrementos líquidos. Él te observaba. No te volviste hacia la pared para evitar su mirada. Agachado a sus pies, te aliviaste, feliz de haber bebido. Ya no eras nada, tan sólo un animal sediento, hambriento y magullado. Un animal que mucho tiempo atrás se había llamado Vincent Moreau.

El se echó a reír, con esa risa infantil que ya habías oído en el bosque.

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