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Purga (Sofi Oksanen). El bulto seguía en el mismo sitio bajo los abedules

- Mayo de 1949. ¡Por una Estonia libre!
Tengo que intentar escribir cuatro palabras para no volverme loco y caer en la depresión. Esconderé mi libreta aquí debajo del suelo del cuartucho, para que nadie la encuentre, aunque me descubran a mí. Ésta no es vida para un hombre. Una persona necesita a otra, a alguien con quien hablar. Intento hacer abdominales, mover los músculos, pero ya no soy un hombre, sino un cadáver. Un hombre hace las tareas de su casa, pero en mi casa trabaja la mujer, y eso es una vergüenza para el hombre.

Aliide no para de insinuárseme. ¿Por qué no me deja en paz? Apesta a cebolla.

¿Por qué tardan tanto los ingleses? ¿Dónde están los americanos? Todo pende de un hilo y ya no hay nada seguro.

¿Dónde están mis chicas, Linda e Ingel? La nostalgia es más fuerte de lo que puedo soportar.

Hans Pekk,
hijo de Eerik,
campesino de Estonia

- 1992, oeste de Estonia. La mosca siempre gana.

Aliide Truu miraba fijamente a la mosca y ésta le devolvía la mirada. Aquellos ojos globulosos le provocaban náuseas. Era una moscarda excepcionalmente grande, ruidosa, ansiosa por poner los huevos. Mientras aguardaba colarse en la cocina, se frotaba las alas y las patas sobre la cortina, como preparándose para comer. Buscaba carne, sólo carne. Las mermeladas y el resto de conservas estaban a salvo, pero la carne no. La puerta de la cocina se hallaba cerrada. La mosca esperaba. Esperaba a que Aliide se cansase de intentar cazarla, saliera de la habitación y abriese la puerta de la cocina. El matamoscas se estrelló contra la cortina, que se agitó, las flores de encaje se arrugaron y los claveles de invierno quedaron a la vista por un momento a través del cristal, pero la mosca escapó y fue a posarse desafiante en la ventana, justo encima de la cabeza de Aliide. ¡Paciencia! Necesitaba calma para mantener la mano firme.

La mosca la había despertado por la mañana al pasearse por las arrugas de su frente como quien deambula despreocupado por la carretera, en un gesto de arrogante provocación. Aliide había apartado la manta y se había levantado deprisa para cerrar la puerta de la cocina, pues a la mosca todavía no se le había ocurrido entrar allí. Era idiota, idiota y malvada.

Sujetó con fuerza el liso y gastado mango de madera del matamoscas y asestó otro golpe. El agrietado cuero batió contra el cristal, haciéndolo temblar, los ganchos tintinearon y, detrás de la tabla de las cortinas, el cordel que las sujetaba pegó una sacudida, pero la mosca se volvió a escapar, burlona. Ya llevaba más de una hora intentando matarla, pero ella salía airosa de cada golpe y ahora volaba cerca del techo con un fuerte zumbido. Era una moscarda asquerosa, crecida en la alcantarilla. La dejó por un momento. Descansaría un poco, después la mataría y más tarde iría a escuchar la radio y preparar conservas. Las frambuesas esperaban, y también los tomates, los jugosos y maduros tomates. Ese año la cosecha había sido excepcionalmente buena.

Enderezó la cortina. El jardín grisáceo y mojado parecía lloriquear, las ramas de los abedules se balanceaban empapadas, las hojas aplastadas por la lluvia y la hierba goteaban. De pronto, vio algo allí abajo, una especie de bulto. Aliide dio un paso atrás, al resguardo de la cortina, para que no la viesen desde el jardín. Se asomó otra vez tras las puntillas y aguantó la respiración. Su mirada esquivó las manchas dejadas en el cristal por la mosca y se centró en el césped, ante el abedul partido por un rayo.

El bulto no se movía y no dejaba adivinar nada salvo su tamaño. Aino, la vecina, había divisado aquel verano un resplandor luminoso sobre aquel mismo abedul mientras iba de camino a casa de Aliide, y no se había atrevido a seguir adelante. Tras volver a su casa, la había telefoneado para preguntarle si todo iba bien, si no era un ovni lo que había en su jardín. Aliide no había notado nada extraño, pero la vecina aseguraba que los extraterrestres se habían parado frente a su casa y también ante la de Meelis, la cual desde entonces no hablaba más que de eso. En cambio, aquel bulto parecía cosa de este mundo, oscuro por la lluvia y bien mimetizado con el terreno, y del tamaño de una persona. Quizás alguno de los borrachos de la aldea había ido hasta allí a dormir la mona. Pero, de ser así, ella habría oído algún ruido bajo la ventana. Aún conservaba un oído muy fino. Y también podía percibir el hedor de aguardiente rancio a través de la pared. El grupito de borrachos que vivían cerca de allí se había paseado hacía poco por delante de su casa, montados en un tractor alimentado con gasolina robada. No, ese ruido no pasaba inadvertido. Algunas veces habían estado a punto de llevarse por delante su valla al circular por la cuneta. Allí ya no había más que ovnis, viejos y una pandilla de gamberros descerebrados. Aino había ido en varias ocasiones a quedarse por la noche con ella, cuando los chicos se pasaban de la raya. Aliide no les tenía miedo y les plantaría cara en caso necesario.

Dejó encima de la mesa aquel matamoscas que había hecho su padre y se dirigió sigilosamente a la puerta de la cocina, pero al agarrar el picaporte se acordó de la mosca. Estaba quieta, a la espera de que ella abriese. Aliide decidió volver a la ventana. El bulto seguía en el jardín, en la misma postura que antes. Parecía una persona, y su cabello claro contrastaba con la hierba. ¿Estaría viva? Sintió una fuerte presión en el pecho, el corazón le palpitaba. ¿Debía salir, o sería una imprudente estupidez? ¿Y si era una trampa de unos ladrones? No, no podía ser. Nadie la había atraído a la ventana ni había llamado a su puerta. Si no fuese por la mosca ni siquiera habría reparado en aquel bulto antes de salir de casa. Pero aun así... La mosca permanecía inmóvil, de modo que Aliide se deslizó en la cocina y cerró rápidamente la puerta. Escuchó. El runrún de la nevera rompía en parte el silencio del establo, que se filtraba a través de la despensa. Ya no se oía el irritante zumbido, quizá la mosca se había quedado en la habitación. Encendió un fogón, llenó la tetera de agua y puso la radio, que le devolvió un chasquido de estática. Estaban hablando de las elecciones presidenciales; pronto darían las noticias más importantes, las del tiempo. Quería volver a su rutina diaria, pero aquel bulto, que también se veía desde la cocina, la turbaba. Desde allí presentaba el mismo aspecto que desde la habitación: seguía pareciendo una persona y no llevaba trazas de ir a ninguna parte. Apagó la radio y volvió a la ventana. Reinaba el silencio propio de un día de finales de verano en una aldea estonia a punto de quedarse desierta; sólo cantaba el gallo del vecino. Ese año el silencio era extraño, como el que precede y sigue a la tormenta al mismo tiempo. Algo similar a la imagen de la hierba alta que crecía hasta pegarse al cristal de su ventana. Era húmedo y mudo, tranquilizador.

Aliide se hurgó el diente de oro, donde se le había quedado algo. Se metió la uña en las hendiduras mientras escuchaba, pero sólo oyó el sonido de la uña al raspar, y de repente sintió un escalofrío. Dejó de hurgarse y se concentró en el bulto. Las manchas del cristal le estorbaban, así que las limpió con un trapo que después lanzó al fregadero. Cogió el abrigo del perchero y se lo puso. Se acordó de que su bolso estaba encima de la mesa, así que lo asió, miró alrededor en busca de un buen escondrijo y lo metió en la alacena. Encima del mueble había un frasco de desodorante finés, que colocó en el mismo escondrijo, y tapó un tarro de azúcar del que sobresalía una pastilla de jabón Imperial Leather. Sólo entonces giró despacio la llave de la puerta interior y empujó. Se detuvo en el recibidor y tomó el mango de enebro de la horquilla que le servía como bastón, pero luego lo cambió por su bastón de la ciudad, comprado en una tienda, que también acabó dejando, para elegir finalmente una guadaña. La apoyó un momento contra la pared y se arregló el pelo, ajustándose mejor el pasador que lo sujetaba y remetiéndoselo tras las orejas. Volvió a coger la guadaña, quitó la tranca de la puerta de entrada, abrió y salió al jardín.

El bulto seguía en el mismo sitio bajo los abedules. Aliide se acercó sin perderlo de vista, pero al mismo tiempo mirando alrededor con el rabillo del ojo, por si había alguien más. El bulto era una muchacha. Cubierta de barro, harapienta y sucia, pero una muchacha al fin y al cabo. Una desconocida. Una persona de carne y hueso, no una señal del porvenir llegada del cielo. En sus uñas quebradas había restos de esmalte rojo, el rímel se le había corrido por las mejillas en chorretones y los rizos le caían despeinados sobre la cara, con restos de laca y algunas hojas de sauce blanco pegadas al cabello. Entre los rizos oxigenados despuntaban unas raíces grasientas y oscuras. Bajo aquella capa de suciedad, su piel era clara, las mejillas blancas, casi transparentes; el labio inferior, reseco y agrietado, sobresalía hinchado y enrojecido, anormalmente brillante y sanguinolento, lo que hacía que la suciedad pareciese una membrana que había que retirar, igual que la superficie cerosa de una manzana dejada al frío. La sombra de ojos color violeta se apelmazaba en los pliegues de los párpados, y las medias negras y transparentes tenían carreras. No le hacían bolsas en las rodillas, eran medias tupidas y de buena calidad. Occidentales, sin duda. A pesar del barro, brillaban. Se le había salido un zapato, que yacía en el terreno. Era más bien una zapatilla con forro de franela, gastado, gris y roto en la parte del talón. En el remate del borde llevaba un lazo con las esquinas dobladas: piel sintética bordada en zigzag y un par de remaches niquelados. Aliide había tenido unas iguales. Cuando eran nuevas, el adorno había sido de un marrón claro y delicado, el forro rosado como un lechón. Era una zapatilla de fabricación soviética. ¿El vestido? Occidental, sin duda alguna. Era un tejido demasiado bueno para ser de la zona, y un cinturón como aquél no podía conseguirse más que en los países del Oeste. La última vez que su hija, Talvi, había vuelto de Finlandia para visitarla llevaba uno así, un cinturón elástico y brillante. Le había asegurado que estaba de moda, y Talvi de eso sabía bastante. A Aino le habían dado uno parecido en el paquete de caridad de la iglesia, aunque no lo usaba para nada, pero como era gratis... Los finlandeses hasta podían permitirse donar ropa nueva en la colecta. Además del cinturón, en el paquete había un anorak y varias camisetas. Pronto tocaría ir a buscar otro. El vestido de la muchacha era demasiado bonito para proceder de uno de esos paquetes, y además ella no era de por allí.

Al lado de su cabeza había una linterna y un mapa manchado de barro.

Tenía la boca entreabierta, y cuando Aliide se agachó pudo verle los dientes. Demasiado blancos. Sobre las coronas tenía una hilera de empastes grises.

Movía los ojos bajo los párpados como por un tic nervioso. Le dio un golpecito con el mango de la guadaña. No hubo reacción. Sus párpados no se movieron con los holas ni con los pellizcos. Fue a buscar agua de lluvia de la tina de lavarse los pies y la roció. Entonces la muchacha se acurrucó en posición fetal, cubriéndose la cabeza con una mano. Su boca se abrió como para gritar, pero sólo emitió un susurro:

–No. Agua no. Basta.

A continuación, parpadeó y abrió los ojos, y se incorporó hasta quedar sentada. Aliide se apartó un poco por si acaso. La boca de la muchacha seguía abierta, pero sin emitir sonido alguno. Miraba fijamente en dirección a Aliide, aunque su mirada perdida no iba dirigida a ella ni a ninguna parte. Le habló con voz tranquilizadora, diciéndole que no se preocupase, en el mismo tono que usaba para calmar a los animales de la granja cuando estaban inquietos. En los ojos no vio signo alguno de entendimiento, pero en su boca, que seguía muy abierta, advirtió algo familiar. No en la chica en sí, sino en su modo de comportarse, en cómo intentaban emerger los gestos bajo aquella máscara de cera que era su piel y en cómo el cuerpo permanecía alerta. Lo que necesitaba era un médico, no cabía duda. Aliide no deseaba en absoluto cuidar a aquella criatura desconocida, tan indefinida, así que propuso llamar al doctor.

–¡No!

La voz sonó decidida, aunque la mirada seguía perdida. Al grito le siguió una pausa y de repente una retahíla de palabras atropelladas: ella no había hecho nada, por ella no hacía falta llamar a nadie. Las palabras se agolpaban, se pegaban unas a otras, con acento ruso.

La chica era rusa, una rusa que hablaba estonio.

Aliide retrocedió otro paso.

Tenía que hacerse con un nuevo perro, o dos.

La hoja de la guadaña recién afilada brillaba, a pesar de la luz grisácea atenuada por la lluvia.

El sudor perlaba el labio superior de Aliide.

Los ojos de la muchacha empezaron a enfocar, primero la tierra, una hoja del plantago, otra más, y luego lentamente se centraron en objetos más lejanos, las piedras que bordeaban el parterre, la bomba del agua, la tina de debajo de la bomba. Después volvió a bajar la mirada, la posó sobre sus propias manos, deteniéndose en ellas, y luego la desplazó hasta la hoja de la guadaña, pero no continuó alzándola, sino que se centró de nuevo en sus propias palmas, en los rasguños del dorso, en las uñas rotas. Parecía estar examinando las partes de su cuerpo, quizá contándolas, el brazo, la muñeca, la palma de la mano, todos los dedos en su sitio, y lo mismo con la otra mano, antes de pasar a los dedos del pie descalzo, el pie, el tobillo, la pierna, la rodilla, el muslo. No siguió hasta la cadera, sino que de repente se fijó en el otro pie y en la zapatilla caída. Alargó la mano, la cogió despacio y trató de ponérsela, aunque la zapatilla se le resistió. Tiró de su pie ya calzado y se palpó despacio el tobillo, no como quien sospecha que está torcido o roto, sino como alguien que no recuerda cómo es un tobillo, o como un ciego que palpa a un desconocido. Al fin consiguió levantarse, todavía sin mirar a Aliide a la cara. Una vez de pie, se tocó el cabello y se lo alisó contra la cara, mojado y pegajoso, echándoselo delante de los ojos, como si fuesen las cortinas rasgadas de una casa abandonada, cortinas que no tienen vida alguna que ocultar.

Aliide aferraba la guadaña. ¿Y si era una loca? Tal vez se había escapado de algún sitio. ¿Cómo saberlo? Quizá sólo estaba confundida, o le había pasado algo terrible y por eso se hallaba en semejante estado. También podía ser el señuelo de una banda de ladrones rusos.

La muchacha alcanzó con dificultad el banco bajo los abedules. El viento sacudía las ramas sobre su cabeza, pero ella no se apartaba para evitarlas, aunque se sobresaltaba cada vez que las hojas le golpeaban la cara.

–Apártate de esas ramas.

Un rubor de sorpresa afloró a las mejillas de la chica. Un estupor mezclado con algo más, como si recordase algo. ¿Quién no se aparta de unas ramas que le azotan la cara? Aliide entornó los ojos. Era una loca, sí.

La muchacha se alejó de las ramas trabajosamente, aferrándose al borde del banco como para evitar caerse. Cerca de su mano había una piedra de afilar. Ojalá no fuese una persona irascible, de esas que se enfadan con facilidad y empiezan a tirar cosas o piedras de afilar como aquélla. No convenía ponerla nerviosa, tenía que ser prudente.

–Dime, ¿de dónde vienes?

La joven abrió la boca varias veces antes de pronunciar unas frases inconexas acerca de Tallin y un coche. Al igual que antes, las palabras se agolpaban, se juntaban en sitios equivocados y se enlazaban antes de tiempo, lo que empezó a producir un raro cosquilleo en los oídos de la anciana. No era por lo que decía ni por su acento ruso, sino por otra cosa; en el estonio de aquella chica había algo extraño. Aunque su joven y sucio cuerpo pertenecía al presente, sus frases eran torpes y procedían de un mundo de cartas quebradizas y mohosos álbumes vaciados de fotografías. Aliide se quitó una horquilla del pelo y se hurgó la oreja; luego se la prendió otra vez en el cabello. Pero el cosquilleo persistía. De repente, le vino una idea a la cabeza: aunque la muchacha no era de la zona, quizá ni siquiera del país, ¿qué clase de forastero podía conocer el habla de una provincia como aquélla? El cura de la aldea era un finés que hablaba estonio. Había estudiado el idioma tras haber llegado a Estonia para hacerse cargo de la parroquia y lo hablaba realmente bien. Escribía los sermones y recordatorios en estonio y nadie se acordaba ya de quejarse por la falta de pastores locales. Pero en el habla de la joven había un tono distinto, algo más antiguo, como apolillado y amarillento. De alguna extraña manera, olía a muerte.

A partir de las pocas frases comprensibles que pronunció, Aliide dedujo que la tarde anterior iba con alguien en coche rumbo a Tallin, y que había discutido con ese alguien, que ese alguien le había pegado y que ella había escapado.

–¿Con quién ibas? –preguntó.

Ella volvió a mover los labios un momento, antes de balbucear que con su marido.

¿Con su marido? ¿Aquella muchacha tenía marido? Tal vez sí fuera el señuelo de una banda de ladrones, aunque estaba extrañamente confusa. ¿Acaso su objetivo, al presentarse en aquel estado, era despertar compasión para que nadie le cerrara la puerta en las narices? ¿Andarían los ladrones tras sus pertenencias o tras el bosque? Toda la madera se llevaba a Occidente y el proceso legal de la propia Aliide para recuperar sus tierras aún distaba mucho de tocar a su fin, aunque ya no debería tener ningún problema. El único aldeano que había ido a juicio era el viejo Mihkel, por disparar a los hombres que habían ido a talar su bosque. No le había caído mucho, ya que el tribunal había captado el mensaje. El proceso judicial de Mihkel para recuperar su tierra todavía estaba en trámites, cuando de repente habían aparecido las desbrozadoras finlandesas para llevarse sus árboles. La policía no se había inmiscuido en el asunto, ya que no podrían haber protegido el bosque día y noche, y sobre todo porque oficialmente aquel hombre ni siquiera era su propietario. Así, había desaparecido un trozo de bosque y al final Mihkel había disparado. En aquel país y con los tiempos que corrían, cualquier cosa era posible, pero de las tierras de Mihkel no volvería a salir un solo árbol sin permiso.

Los perros de la aldea empezaron a ladrar y la muchacha se sobresaltó. Intentó echar un vistazo a la carretera a través de la valla reticulada, pero no miró hacia el bosque.

–¿Con quién ibas? –repitió Aliide.

La joven se pasó la lengua por los labios, escudriñó a Aliide y luego la valla, y empezó a remangarse con movimientos torpes, aunque no tanto como cabría esperar dado su estado físico y su manera de hablar. Aparecieron dos antebrazos cubiertos de moretones, que extendió hacia Aliide como confirmación de su historia, mientras volvía la cara para ocultarla.

Aliide se estremeció. Sí, pretendía despertar su compasión. Quizá quería entrar en la casa para robar algo. Sin embargo, los moretones eran auténticos.

–Parecen de hace tiempo. Cardenales antiguos –dijo de todos modos.

Pero la cruenta frescura de las marcas había hecho que el sudor perlase otra vez el labio superior de Aliide. Una se cubre los moretones y se calla, no los va enseñando por ahí. Así ha sido siempre. Probablemente la muchacha notó su incomodidad, pues se tironeó las mangas con movimientos bruscos para tapar las magulladuras, como si sólo entonces advirtiera que mostrarlas era algo vergonzante. Sin dejar de mirar la valla, explicó atropelladamente que estaba oscuro y no sabía dónde se encontraba, y que simplemente había corrido y corrido. Sus frases entrecortadas terminaron cuando afirmó que ya se iba, que no quería molestar.

–Espera aquí. Voy por agua y valeriana –respondió Aliide, y se encaminó hacia la casa.

Antes de entrar, dirigió una mirada furtiva a la chica, que permanecía encorvada e inmóvil en el banco. Su miedo era auténtico, se podía oler a distancia. Aliide estaba casi sin resuello. Si aquella muchacha era un señuelo, había que temer a quien la hubiese mandado allí. Quizá tenía sus razones para estar asustada, quizá Aliide debía interpretar el miedo de la joven como una advertencia para meterse en casa y cerrar la puerta, para dejarla fuera y que se marchase a donde quisiese, que dejase en paz a una pobre anciana. Lo importante era que no se quedase y propagara en su hogar el nauseabundo y familiar olor del miedo. Así pues, ¿merodeaba por la zona una banda de salteadores? ¿Debía hacer unas llamadas para informarse? ¿La chica había ido a propósito hasta su casa? ¿Tal vez alguien se había enterado de que su Talvi estaba a punto de llegar de Finlandia? Pero ésa ya no era una noticia como lo había sido tiempo atrás.

En la cocina, llenó un tazón de agua y le echó unas gotas de valeriana. Desde la ventana veía a la muchacha, que no se había movido. Añadió valeriana a la cucharada de su medicina para el corazón, aunque no fuera la hora de comer, y después volvió al jardín y le tendió el tazón. Ella lo cogió, lo olisqueó con recelo, lo puso en el suelo, lo volcó y se quedó mirando cómo el contenido se derramaba. Aliide se irritó.

–¿Es que no te gusta el agua?

Ella le aseguró lo contrario, pero quería saber qué le había puesto.

–Sólo valeriana.

La joven no respondió.

–¿Crees que tengo alguna razón para mentirte?

La chica la miró. En su expresión había algo torvo e inquietante. Así pues, la anciana fue a la cocina por otra taza de agua y la botella de valeriana y se las entregó. Después de oler la taza, la joven se convenció de que era sólo agua, y pareció reconocer también la valeriana, así que vertió unas gotas. Aliide estaba enfadada. ¿Acaso quería provocarla? Tal vez no era más que una loca fugada de un sanatorio. Recordaba a una mujer huida de Koluveri que había vagabundeado por la aldea vestida con un traje de noche que había cogido de un paquete de beneficencia, descalza y escupiendo a los desconocidos con los que se cruzaba.

–Entonces, ¿ahora sí te gusta el agua?

El líquido le chorreaba por la barbilla mientras bebía con avidez.

–Hace un rato he intentado despertarte y lo único que has hecho ha sido gritar que no, agua no.

La joven no parecía acordarse, pero ese gemido no había parado de resonar en la cabeza de Aliide, rebotaba dentro de su cráneo, girando mientras invocaba algo mucho más antiguo. Es sorprendente que las personas giman casi de idéntica manera cuando les han metido la cabeza varias veces bajo el agua. El tono de la muchacha había sido justo aquél. Un barbullar, la desesperación porque el aire se acaba. A Aliide le dolía la mano, que le latía con insistencia por las ganas de propinarle una bofetada. Cállate. Desaparece. Vete de aquí. O puede que se equivocara. Quizá la chica alguna vez había estado a punto de ahogarse, y por eso temía el agua. O quizás era la propia mente de Aliide, que estaba jugándole una mala pasada al asociar cosas sin relación alguna. Quizás aquel lenguaje amarillento y erosionado por el tiempo le había disparado la imaginación.

–¿Hambre? ¿Tienes hambre?

Pareció no entender la pregunta, o que nadie se lo hubiese preguntado jamás.

–Espera aquí –ordenó Aliide, y entró otra vez en la casa, cerrando la puerta tras ella.

Al cabo de un rato, volvió con pan negro y mantequilla. Había dudado un momento con la mantequilla, pero al final había cogido el plato. La mantequilla todavía no escaseaba tanto como para no ofrecerle una pequeña porción. Si la muchacha era un señuelo, era verdaderamente bueno, y funcionaba incluso con una persona como ella, que ya había visto de todo. El dolor de la mano se le extendió al hombro. Había aferrado el plato de mantequilla con demasiada fuerza para contener sus ganas de darle una bofetada.

El mapa manchado de barro ya no estaba sobre la hierba. Seguramente la joven se lo había metido en el bolsillo.

La primera rebanada de pan desapareció entera en su boca. No tuvo suficiente paciencia como para untar mantequilla hasta la tercera, y lo hizo con precipitación, poniendo un pegote en medio de la rebanada, doblándola por la mitad, apretando los dos trozos para que la mantequilla se extendiera. Después le dio un mordisco. Un cuervo graznaba sobre la verja y de la aldea llegaban los ladridos de los perros, pero la joven estaba tan concentrada en el pan que los ruidos ya no la sobresaltaban. Aliide se fijó en que sus chanclos brillaban como si fuesen botas bien lustradas. La humedad le penetraba en los pies desde la hierba mojada.

–Entonces ¿qué? Ese marido tuyo... ¿anda detrás de ti? –preguntó mientras la miraba comer. El hambre era auténtica, pero aquel miedo... ¿Temería únicamente a su marido?

–Sí, anda detrás de mí. Mi marido.

–¿Quieres que llame a tu madre para que venga a buscarte, o al menos para que sepa dónde estás?

Ella negó con la cabeza.

–Vale, pues entonces a algún amigo, o familiar.

Volvió a negar, incluso con más ímpetu.

–¿Y a alguien que no vaya a decirle a tu marido dónde estás?

Otra negación con la cabeza. El pelo sucio se apartó de la cara y ella se lo alisó para devolverlo a su sitio. Ahora parecía más cuerda, a pesar de sus sobresaltos. Le faltaba el brillo de la locura en los ojos, aunque su mirada fuera huraña y torva.

–Es que yo no puedo llevarte a ninguna parte, y aunque hubiese algún coche, por aquí no hay gasolina. Hay un autobús que pasa por la aldea una vez al día, pero no siempre.

La muchacha le aseguró que se marcharía enseguida.

–¿Adónde irás? ¿Con tu marido?

–¡No!

–¿Adónde entonces?

Con un pie, la chica removía una piedra del parterre que había delante del banco, manteniendo la barbilla casi pegada al pecho.

–Zara.

Aliide se sorprendió. Menuda presentación.

–Aliide Truu.

La chica dejó de juguetear con la piedra. Sus manos, que después de comer habían vuelto a aferrar el borde del banco, al fin se soltaron. Alzó un poco la cabeza.

–Encantada de conocerla.

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