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Rabindranath Tagore y los "Hados orientales" de Juan Ramón Jiménez (Alfonso Alegre Heitzmann)

Entre los miles de aforismos que Juan Ramón Jiménez escribió a lo largo de su vida, hay uno, tan breve como rotundo, que contiene en sí –en su abierta y abrupta paradoja-, mucho de lo que sugiere el título de este artículo. El aforismo dice, simplemente: “Soy español de Asia”. La frase es, en primer lugar, un brevísimo manifiesto de universalidad; universalidad que no reniega de sus raíces sino que las expande por el mundo. Escribir “soy español de Asia” es, para Juan Ramón, una manera de autodefinirse como hombre, de afirmar la comunión profunda de todos los pueblos y culturas del mundo, desde la singularidad y soledad de un individuo, que, al mismo tiempo, se sabe parte de un país y de un lugar concretos. La paradoja la expresó el poeta con mayor brevedad aún en una expresión que utilizó a menudo, y que nació también como aforismo, esta vez formado sólo por dos palabras: “Andaluz universal”.

Esa universalidad contiene en sí también, claro, la proyección sin límites ni fronteras de la poesía. Jiménez fue siempre, desde sus más tempranos inicios, un poeta abierto al mundo, atento a la poesía de su tiempo, la escrita en español –sobre todo la que a fines del siglo XIX venía de América con Rubén Darío, a quien siempre consideró su principal maestro, y otros poetas-, o la escrita en otros idiomas; y ya desde muy pronto la lectura y la traducción de distintas literaturas fueron actividades muy importantes para él. Contra lo que comúnmente se cree, el primer modernismo de Juan Ramón, aun siendo exotista y colorista –en el influjo inicial de Salvador Rueda o Manuel Reina-, fue sobre todo ansia de modernidad, voluntad de escapar de esos y otros patrones que dominaban la poesía española de su tiempo. Siempre he tenido la impresión de que, en muchos aspectos, la capacidad crítica del poeta de Moguer –para con los otros y para consigo mismo- iba, en esos primeros años, por delante de su propia obra poética. Ya en esos inicios, su mejor obra fue, verdaderamente –como la definió años más tarde-, su constante arrepentimiento de su obra; y tras publicar a los dieciocho años sus dos primeros libros –‘Ninfeas’ y ‘Almas de violeta’-, el juicio crítico del poeta actuó de inmediato con toda dureza al verlos, ya editados, entre sus manos, renunciando a ellos o salvando –en un proceso constante de recreación y depuración que le acompañó toda su vida- sólo aquellos poemas que llevaban en sí un germen futuro de verdad. De esa temprana lucidez crítica, y de ese rigor, da cuenta el poeta en una carta inédita, dirigida al escritor vasco, afincado en Sevilla, Timoteo Orbe, el 14 de junio de 1900, un mes después de regresar de su primera visita a Madrid, y tres meses antes de que se publiquen los dos primeros libros citados. En ella, el joven poeta, desengañado del ambiente intelectual de la capital madrileña, escribe: “En la corte bulle un mar de basura, el círculo de los vencidos, seres que no llegaron en su época ni llegarán nunca, y que anhelan, en su envidia, ahogar y pudrir a todos los espíritus que llegan fuertes y sanos […]. Con esta idea mía, le diré que encuentro muy pocos poetas en España; casi, casi diría que sólo encuentro dos o tres; generalmente, la poesía nuestra es ramplona, sólida; por acá no se sabe encerrar una inspiración de bruma en otra inspiración de oro, sino que se encierra una inspiración (a veces merece este nombre en una pasta; nuestros moldes son verdaderos ‘moldes’ en los que se vierte el torrente de la poesía para convertirla en una masa dura (que poco a poco se enmohece) sin aroma, sin alma. Yo quiero una poesía única, una esencia, un beso, un alma de poesía, y a hacer algo de eso aspiro y ése es mi verdadero y único sueño; adoro el modernismo, porque creo que los modernistas (?) son los que más se acercan a esa sutileza vaga, a ese efluvio que no debe penetrar por los oídos o los ojos, sino por el ambiente que flota entre la nada y las almas; y pongo ejemplos: creo, sinceramente, que Rubén Darío es el que más se ha acercado –entre nosotros- a hacer poesía sin ‘amasar’, solamente con el corazón, sin que apenas repose la pluma en el papel; yo creo que Rubén escribirá casi con la pluma en el aire […]”. La cita, larga pero valiosísima, es una muestra de la temprana capacidad crítica de Juan Ramón, y de cómo desde sus inicios el poeta de ‘Rimas’ tiene como único norte, como “único sueño” que le acompañó toda su vida, alcanzar “el alma de la poesía”, esa sutileza vaga que penetra “por el ambiente que flota entre la nada y las almas”, y que él encuentra por encima de cualquier otro poeta en Rubén Darío.

Pero nos engañaríamos si en esa afirmación de ‘orientalidad’ con la que he iniciado este artículo, no supiésemos ver también, además de su declaración implícita de universalidad, lo que tiene de específico, de concreto, también, o especialmente, en el ámbito de la poesía. Bueno será recordar, en ese sentido, cómo el propio escritor veía reunido lo clásico y lo moderno en su poesía, precisamente a través de esa orientalidad: “Soy un poeta oriental. Lo que tengo de clásico es de oriente, Arabia, Judea, Japón, cuya poesía primitiva está tan cerca del simbolismo francés. Aquí está el secreto de la unión perfecta, sencilla, sin esfuerzo, en mi poesía, de lo clásico y lo moderno, que a muchos sorprende”.
Aunque “andaluz universal” –o quizá por esa misma condición- Juan Ramón se sentía y se sabía, sobre todo, oriental, “oriental por destino”, ya desde su mismo nacimiento al mundo y a la poesía. En un conocido texto autobiográfico el poeta español narró así el misterio de ese origen: “Mis Hados orientales me trajeron volando al sur occidental y me dejaron en aquella solitaria escalara segunda de mármol blanco, llena toda del sol de una montera de cristales blancos y amarillos, haciendo lo que me gustaba. Un hermoso prisma tentador que había en la vuelta de la baranda de caoba del descanso, me dio, centelleando colores volubles su norma. Y por encima del mundo he seguido siempre haciendo mi altibajo capricho prismático, confiado al Destino, del que soy crédulo ciego”. Juan Ramón Jiménez era por tanto muy consciente de hasta qué punto los países y las culturas orientales estaban presentes en su vida y en su obra, como ‘fatum’, como hado, ‘como destino’. Y sentía, que en su nacer al mundo fueron ‘sus hados orientales’ los que le llevaron volando a aquel pequeño pueblo del sur occidental de Europa, de España y de Andalucía en el que nació.

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Las vías del destino y de la poesía son siempre misteriosas, y en el poeta verdadero inseparables. El camino de un poeta se desarrolla siempre en soledad, el concepto elemental de “influencia” es algo que han inventado los estudios académicos y, en ese ámbito, la búsqueda de ésta se concibe generalmente para quitar mérito y originalidad al poeta “influenciado”. Nada mejor que acudir a otro poeta para ejemplificar lo que quiero decir aquí; un poeta, dicho sea de paso, que guardó hacia Juan Ramón, como maestro, la misma fidelidad –tan rara, por desgracia, en nuestro país- que el poeta de Moguer mantuvo a lo largo de su vida por Rubén. Me estoy refiriendo al escritor cubano José Lezama Lima. Al hablar de lo oriental en Juan Ramón, inmediatamente pensamos en la presencia en su vida y en su obra del poeta indio Rabindranath Tagore. Sería demasiado fácil afirmar, o incluso “demostrar”, en ese sentido, que Tagore influyó en esto o en aquello en la obra de Juan Ramón Jiménez. No; como afirmó con lucidez Lezama, “las influencias no son de causas que engendran efectos, sino de efectos que iluminan causas”. Y añadía: “desgraciadamente los profesores, que son los gendarmes obligados de estos temas, gustan más de las cadenas causales que de las iluminaciones”.

“Mi poesía –escribió Juan Ramón- la he ido hallando yo solo día tras día. Creo haber recorrido en mi obra la historia de la poesía”. Juan Ramón habla aquí de un camino interior en el que la poesía, a lo largo de toda su existencia, le ha ido ofreciendo su infinito secreto, y, así, el secreto infinito de la vida. Es cierto que el poeta español trabajó, estudió y leyó incansablemente –con una curiosidad y dedicación inagotables- lo que otros poetas, filósofos o novelistas habían escrito, pero lo hizo siempre guiado por una sola búsqueda, la del misterio de la poesía; ese misterio que sólo se halla en soledad, que sólo la soledad revela. Poesía es siempre voz original, voz primera, voz en su origen, aunque las “fuentes” de un poeta sean múltiples y se remonten a miles de años atrás. Hablar de esas fuentes no tiene sentido si no es para hablar de poesía, de poesía en su inicio, intemporal. Bueno será volver a Lezama, cuando afirma que el poeta es “un instante sensorial infinitamente polarizado”, o cuando subraya que un artista poderoso reinventa siempre sus fuentes y sus influencias. Si hay poesía, la palabra no tiene dueño, nace primera y de nadie. Eso que es tan claro –luminoso me atrevo a decir- en la tradición oral popular, pocas veces es comprendido por la mentalidad occidental de los escritores cultos, especialmente en el ámbito académico. Un maestro –pues también los hay- de ese ámbito, Eugenio Asensio, lo supo decir con brevedad y agudeza: “Desconfío de los buscadores de fuentes o zahoríes”. Otro maestro de la poesía en lengua española de todos los tiempos, el cubano José Martí, lo dijo con estas definitivas y sabias palabras: “La poesía es sagrada, nadie de otro la tome sino en sí”.

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Crédulo ciego, confiando en su Destino, Juan Ramón sentía su orientalidad como raíz y como ‘fatum’, y lo cierto es que ese ‘rigen’ le acompañó siempre y se manifestó de formas diversas en su vida y en su poesía. Es sabido, por ejemplo, que en la vida del poeta el encuentro y el amor de Zenobia Camprubí marca, en muchos aspectos, un antes y un después. También en este caso, como en el misterioso nacimiento del poeta, los “hados orientales” estaban presentes. Zenobia y Juan Ramón se conocieron en 1913, el año en que Rabindranath Tagore recibió el premio Nobel de Literatura. En el inicio de su relación, Zenobia leía en inglés a Tagore, y propuso a Juan Ramón traducir el libro ‘La luna nueva’. Juan Ramón aceptó encantado la proposición, porque enseguida supo ver en el autor de ‘Gitanjali’ a un gran poeta, pero también porque desde el primer momento la amistad con Zenobia ya era, para él, enamoramiento. Probablemente l amor entre Juan Ramón y Zenobia no hubiese cumplido su destino sin el descubrimiento, la lectura y la traducción a dos de la obra de Tagore, que Zenobia dio a conocer a Juan Ramón y que luego les acompañó durante muchos años; en realidad durante toda su vida. De la importancia de esa labor dio cuenta muchos años después otro gran poeta de nuestra lengua, Octavio Paz, en una conferencia dada en la universidad de Delhi en 1967. “La paradoja de la poesía –dijo Paz- consiste en que es universal y, al mismo tiempo, intraducible. La paradoja se disipa apenas se piensa que si efectivamente la traducción es imposible no lo es su recreación en otra lengua. Tagore tuvo la fortuna de encontrar en lengua española un traductor que era también un gran poeta: Juan Ramón Jiménez. Las traducciones de Jiménez, hechas en colaboración con su esposa Zenobia, convirtieron al poeta bengalí en un poeta español. Su poesía no perdió su extrañeza original y, sin embargo, circula desde entonces como disuelta en la sangra de nuestra tradición”. No hay que olvidar que el papel que jugaron Zenobia y Juan Ramón en el mundo de habla hispana, respecto a Tagore, lo tuvieron en el ámbito anglosajón poetas tan importantes como William Butler Yeats, que prologó la primera edición en inglés de ‘Gitanjali’, o Ezra Pound, que saludó la aparición en Occidente de ese libro como uno de los acontecimientos más importantes de la cultura de su tiempo; o, en otra de las grandes literaturas occidentales, André Gide que tradujo y prologó el mismo libro al francés.

Juan Ramón y Zenobia se casaron en 1916, y nunca olvidaron la presencia del poeta bengalí en el inicio de su relación y en los años posteriores. Zenobia lo declaraba así, abiertamente, en una de las cartas que escribió a Tagore en 1919: “Creo que podrá entender –escribía Zenobia- cómo constantemente ha sido usted nuestro compañero espiritual desde el momento en que empezamos a conocerle hace cinco años. Ha sido usted una compañía maravillosa y parece que usted se ha compenetrado en todas las cosas nuestras”.

La obra y la vida de Juan Ramón y Zenobia convivieron durante años con los textos del poeta de Calcuta. Pero para ellos –del mismo modo que para Tagore-, la lectura, la escritura, la música, la pintura y las artes en general, y el trabajo mismo en ellas, formaron parte esencial de la vida. Eran conscientes de que en la contemplación de la naturaleza, o en la lectura de lo que en un poeta ha nacido de esa contemplación, el ser humano recibe lo que la vida generosamente le ofrece, y de que no hay contradicción entre cultura y naturaleza, sino que ambas forman parte de un todo en el que el hombre está inmerso y del que el hombre se enriquece. Juan Ramón lo supo decir con gracia, acudiendo de nuevo al arte del aforismo, del que fue maestro: “El día en que nos demos cuenta de que un libro es algo tan natural como una nube, dividiremos gustosos la contemplación con la biblioteca”.

Los libros, y entre ellos de un modo muy especial los libros de Tagore, fueron parte esencial de la vida de Zenobia y Juan Ramón. Entre 1915 y 1922, Zenobia y Juan Ramón publicaron veintidós libros del escritor bengalí. Yo quisiera ahora detenerme sólo, brevemente, en una de estas obras de Tagore que Juan Ramón y Zenobia leyeron y tradujeron, y a la que la crítica no ha dado mucha importancia al hablar de la relación entre la obra del escritor bengalí con la del poeta español, tema, dicho sea de paso, que dista mucho de haber sido estudiado con la atención que merece. El libro se titula ‘Sadhana’ y en castellano lo titularon ‘El sentido de la vida’. De él quiero fijarme tan sólo en algún aspecto que arroje luz, que ‘ilumine’ lo que hay en él de convergencia y de diálogo profundo entre esos dos grandes poetas. En el prólogo a ‘Sadhana’, Tagore afirma, en primer lugar, que no busca hacer un tratado filosófico o erudito, y declara así su principal objetivo: “El escritor –nos dice de sí mismo- fue criado en una familia que usa los testos de los Upanishads en su culto cotidiano […]. Así espera que, con estas páginas, los lectores occidentales tengan ocasión testos sagrados y se de ponerse en contacto con el antiguo espíritu de la India, tal como se revela en nuestros manifiesta en la vida de hoy”. A través de los capítulos que Juan Ramón y Zenobia tradujeron de éste y otros libros de Tagore, penetraba en ellos de forma natural, como en una “transfusión inadvertida” –según expresión feliz acuñada en su día por Cansinos Assens- la cotidianidad religiosa y la poesía misma de esa cotidianidad, de su autor y de la India. Los títulos de cada capítulo dan cuenta en sí mismos de la trascendencia de los temas tratados por Tagore en ‘Sadhana’: “El hombre y el universo”, “La conciencia del alma”, “El problema del mal”, “El problema del ego”, “La realización en el amor”, etc. Hoy sabemos que algunos de los textos sagrados hindúes estaban también en la biblioteca de Juan Ramón. El poeta español leyó los ‘Upanishads’ en una traducción francesa, y muy pronto tuvo también en su biblioteca ediciones resumidas en inglés del ‘Mahabharata’ y del ‘Ramayana’. Pero antes de la lectura parcial de esos libros, Juan Ramón ‘vivió’ la espiritualidad, la religiosidad y la poesía de esos grandes textos sagrados de la India a través de la lectura y la traducción, con Zenobia de la obra de Rabindranath Tagore, y de forma muy especial en la traducción de ‘Sadhana’.

Juan Ramón, aunque educado en el catolicismo, muy pronto dejó de comulgar con la ortodoxia de esa religión, y no perteneció jamás a confesión religiosa alguna. Pero a lo largo de su vida fue descubriendo en la poesía y en la contemplación del mundo y de la naturaleza un interior profundo de la vida; y religiosidad y poesía se fueron haciendo en él inseparables. En los libros que Juan Ramón Jiménez escribió en su exilio en América, ya al final de su vida, el poeta español nos habla explícitamente de su ‘encuentro con dios’. Un dios inmanente al que el poeta llega tras años de anhelo, de búsqueda y de esperanza. Y cuando va llegando a ese dios, o cuando ese dios se va llegando a él –‘Dios deseado y deseante’ es el título que dio expresión a ese encuentro-, Juan Ramón lo siente y lo expresa en su poesía como “conciencia plena, universal, que está dentro de nosotros y fuera también y al mismo tiempo”. Pues bien, ese encuentro con dios del poeta español tiene muchos puntos de confluencia con el Dios de Tagore, y con el antiguo espíritu de la India y del sentido de la vida que está en ‘Sadhana’. En ‘Sadhana’, Tagore escribe –y cito, claro, en la traducción de Juan Ramón y Zenobia: “El Ser lo llena todo […] Encontrarse realmente unido a todo, en el amor total y en el total conocimiento, y realizar la propia personalidad en el Ser inmortal, es el fundamento de toda virtud”. Tagore vive en la alegría del espíritu de ‘Brahma’. “¿Y qué espíritu es ése?” –se pregunta el poeta bengalí-, y él mismo contesta: “El Ser –dice el Upanishad- que es la luz y la vida. La conciencia total del mundo”. De un modo análogo, en los últimos años de su vida, Juan Ramón Jiménez afirma: “Yo entiendo a dios como conciencia suma, absoluta, y si mi conciencia es parte de dios, de lo absoluto, de lo sumo, es natural que yo desee unificarme con él por ella. Y no después de mi muerte, sino en vida […]. ‘Si morirme es un ir a dios, vivirme puede ser un irme estando con dios’”. Como Tagore, Juan Ramón concibe a dios como conciencia cósmica, y como en los Upanishads, el poeta español siente que la clave de esa conciencia suma reside en la conciencia del hombre, en un proceso en el que conocer la propia alma lleva al hombre a encontrar el alma suprema, dentro de sí mismo y fuera también y al mismo tiempo. En los ‘Upanishads’, ‘brahman’ es la conciencia suprema y ‘atman’ la conciencia individual. Mircea Eliade, el gran estudioso de las religiones, señaló, en ese sentido, que la identidad ‘brahman-atman’ constituye el descubrimiento más importante de los ‘Upanishads’. En ellos se dice con gran énfasis: “Cono el Uno, al ‘atman’. Es el puente que lleva al Ser infinito”. De modo similar, en otro de los grandes textos sagrados del hinduismo, el ‘Bhagavad Gita’, leemos: “’Brahman’ es el supremo, el eterno; ‘atman’ es su espíritu en la tierra”. En ese mismo espíritu, Tagore escribe en ‘Sadhana’: “La revelación del infinito en lo finito no se ve en los cielos estrellados, en la belleza de las flores. Está en el alma del hombre”. Tagore recuerda aquí esa identidad ‘brahman-atman’ de la que habla Eliade, y que en los Upanishads se expresa –como en la poesía de Juan Ramón- como unión con lo divino, como ‘un ir estando con dios en vida para luego unirse con la conciencia suma de dios tras la muerte’.

No se me oculta que en el encuentro de ese “dios deseado y deseante” de Jiménez ocurren, como no podría ser de otro modo, muchos otros factores. Juan Ramón fue también, por ejemplo, un gran lector de los místicos occidentales, particularmente de San Juan de la Cruz, cuya obra poética le acompaño siempre –“no te hallaba yo, Señor, de fuera, porque mal te buscaba de fuera a Ti, que estabas dentro”, escribió el místico carmelita recordando a San Agustí-. Como hace tiempo señaló Rudolf Otto, en la experiencia mística, allá donde se da, convergen estructuras similares y formas análogas de simbolización y de lenguaje. Hay, además, otras convergencias, incluso en la raíz más remota de esa religiosidad panteísta juanramoniana, que algunos estudiosos ya han señalado; particularmente el influjo temprano en su educación del panteísmo de Krause, o, más tarde, la impresión profunda que en el poeta tuvo la lectura de Spinoza, para quien la mente humana es una parte del intelecto infinito de Dios, y para el que sentirse en Dios y ver en Dios las cosas constituye el núcleo de su filosofía.

Pero no es ése el camino que he querido seguir aquí. Mi objetivo no ha sido buscar filiaciones, o cadenas causales, sino analogías, o, como quería Lezama, “efectos que iluminen causas”. La plenitud interior que Juan Ramón alcana al final de su vida en libros como ‘Romances de Coral Gables’ o ‘Animal de fondo’, o en poemas como “Espacio”, su encontró con dios, “un dios –en palabras suyas- posible por la poesía”, se llena de significación, ilumina su sentido profundo, ‘alumbra’ su causa, cuando se pone en relación con las palabras de Tagore en ‘Sadhana’, y con la religiosidad y la sabiduría de los textos sagrados de la antigua India a las que este libro remite, y en las que este libro se fundamenta.

('TURIA. Revista Cultural', nº 77-78, Marzo-Mayo 2006, ed. Instituto de Estudios Turolenses de la Diputación de Teruel)

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